Agua que viene, agua que escapa, corriendo, sin contarme sus secretos, con todas las cosas que debe saber este mar inmenso; olas serenas en la noche oscura, sin luna, me dejan desnuda otra vez; sin cobijo, sin espuma; ya quiero que venga el amanecer con su luz, su tibieza tenue como la seda; ya lo veo en el horizonte, el borde claro del nuevo día, un poco más luminoso ahora que la noche se retrae sobre mi espalda; miro solo ese punto por donde sale el sol; ya lo espero, lo esperamos todos, es la nueva vida que llama; las aves, los peces, el plancton sube a beber de su luz, vida en suspensión; ya llegan las gaviotas, cientos, miles, dónde estaban que no se veían, me picotean burdamente con sus picos y me rasguñan con sus patas garrudas buscando alguna almeja, un berberecho lento que tardó mucho en buscar refugio en mis agujeros, un cangrejo distraído; pelean entre ellas como vecinas envidiosas, chismosas, gritonas; ahora las olas arrastran un pescado muerto, allí queda, rodando va y viene con el empujón de las olas, nadie lo quiere; aparece un perro corriendo, cachorro, lanudo y se zambulle contento en las olas nuevas masticando su espuma; las aves levantan vuelo espantadas, un manto en movimiento hacia el cielo quieto y transparente; dos pares de pies me marcan con su rítmico golpe, un dos, un dos, un dos, ya se van yendo, lejos; el agua viene y va y ya borró su rastro; nada queda escrito en mi cuerpo, memoria efímera; el sol ya pega bravío y calienta mi brillante multicolor; tengo granos que han viajado desde Túnez, tal vez desde Malasia o desde Corrientes, ni yo sé de qué estoy hecha; unos niños vienen a pescar con un medio mundo, sacan cangrejos y caracoles, los meten en un balde y nadan en ese caldo minúsculo, hasta que mueran cocinados por el sol. Los niños levantan murallas y castillos desconocidos que no sobrevivirán a la pleamar; que ya se presiente, se acerca cada vez un poco más, ya me cubre y me refresca por un rato; mientras dure, comparto mi espacio con pequeños peces, medusas microscópicas, cangrejitos y algas que antes no atinaban a salir del agua, desde aquí abajo del agua me siento otra, tengo una visión del todo nueva del mundo, vivo, me siento acompañada sólo por dos o tres horas y ya me dejarán otra vez sola; el sol hace rato que abandonó su zenit y declina, perezoso, se aleja detrás de los médanos, pesado y ardiente, llevando su luz a otros mares; oscurece rápidamente y sopla una brisa que barre el ardor del día, ya sólo se presienten las cosas, a tientas en la oscuridad sin luna, porque la luna, recién nacida, sólo es un filamento, una pestaña delicada y blanca sobre el horizonte, sin fuerza para quebrar la oscuridad; silencio, pasa algo, viene alguien, o vienen, porque parece que son dos, ríen en sordina, como en secreto, se corren sin objeto aparente, o sí, corren para alcanzarse, eso creo, se tumban por fin en mi lecho, ruedan abrazados, ríen, emanan una tibieza, un calor que me impregna, un ardor creciente, un fuego invisible; se relajan, por fin, se duermen abrazados hasta que la pleamar nocturna moja sus piernas, los salpica y despiertan sobresaltados entre gritos y risas, salen corriendo. Yo aquí, otra vez sola, espero el amanecer, el ciclo eterno de la luz, que me afirma que la vida tiene en quien confiar.