Ganador del XXXIV Premio de Creación Literaria “Antiguo el Drag”, Universidad de Cádiz, 2022.
Floto ingrávido. Me menea apenas el modesto impulso que produce el ir y venir de mi pecho al respirar. Adelante, el cielo resplandece: esquirlas incandescentes de un bombazo universal. Casi espero que me llegue el ruido de la explosión pero es inútil, mis oídos de atmósfera no están hechos para fragores de radiación cósmica; solo alcanzo a oír el susurro persistente del aire a presión, la única brisa que, hace casi un año, curte mi piel de navegante.
No hay comparación entre este cielo y la noche terrestre. Este jamás podría ser confundido, como sucedía en la Antigüedad, con una bóveda; es un abismo. Millones de estrellas, galaxias y nebulosas. Y más allá, miles de millones más. Tanta luz y, sin embargo, igual el cielo es negro. Tras la ochava del infinito sigue acechando la oscuridad.
Por momentos me lleno de una inquietud ansiosa, como si esa oscuridad helada amenazara devorarme. Por momentos me lleno de una calma rendida, como si ese infinito fuera un regazo tibio capaz de contenerme por toda la eternidad.
Justo ahora siento calma. El bálsamo relaja mis sentidos, entorno los ojos y me entrego amodorrado al abrazo maternal…
<<Pasajeros del vuelo LG 1242 con destino Milán, favor de dirigirse…>>
Aunque la voz suena dulce de sacarina, el aura áspera de estática que la envuelve desbasta el sopor en el que estaba sumido hasta perforarlo. Pestañeo varias veces y, al fin, logro que mis ojos permanezcan abiertos. Debe estar amaneciendo ya, y París-Charles de Gaulle empieza a salir de ese semiletargo que, durante la noche, domina hasta los aeropuertos más activos. Una familia ruidosa se acerca rápido por el corredor. Los chicos gritan, los padres gritan más fuerte en su afán de callarlos y las ruedas de los carritos braman en sordina contra las baldosas. Pasan como una fanfarria a pocos centímetros de la banqueta roja donde, hasta hace unos momentos, me soñaba ingrávido frente al abismo y se pierden en dirección al extremo opuesto del corredor. Pero el silencio no volverá. Otros pasajeros más o menos ruidosos ya revolotean en las proximidades.
Indefectiblemente, cuando me despierto me dan ganas de orinar. Aparto el anorak azul acolchado que, echado encima, entibió mi reposo y me siento en la banqueta. Es curva. Por eso duermo acurrucado y despierto desplegando de a poco las extremidades para elongar los músculos entumecidos. Me desperezo, me froto la cara y me restriego los ojos. Una lagaña me pincha el lagrimal y la quito con el borde de la uña.
Al límite ya de la continencia, me dejo de remoloneos; poniéndome de pie, obligo a mi esfínter a un esfuerzo adicional para que el viaje rinda y busco toalla y cepillo de dientes. A mi lado está el carrito maletero en el que apilo, en minucioso orden, valijas y cajas de cartón. La pila, que alberga todas mis pertenencias, supera la altura de la agarradera y unos elásticos gruesos con ganchos en los extremos la mantienen erguida y sujeta al chasis. Me acompaña desde hace años como un perro fiel, aunque yo prefiero llamarla armario. Los efectos que busco, de primera necesidad, están bien a mano en la caja de arriba y demoro apenas unos segundos en hacerme de ellos.
El trayecto al baño, de unos cincuenta metros, lo transito tan rápido como para llegar antes de que la continencia desista, pero tan lento como para que el movimiento no rebalse el recipiente. Casi nadie usa todavía las instalaciones, así que elijo el primer orinal de la hilera y, por fin, me puedo entregar al fluir voluptuoso que aliviana mi cuerpo como si estuviera flotando ingrávido…
Pero una alarma desde mi consciencia se infiltra en la modorra y en el fluir voluptuoso: cuando uno sueña que mea, es que ya se está meando o que está a punto de hacerlo. Y si mearse en la cama es una incomodidad, mearse en la gravedad cero de una estación espacial es algo mucho más complicado que mojar un calzoncillo; incluso puede ser peligroso. Por suerte, casi al filo de la desgracia logro evitarla.
Mientras espero el momento de comunicarme con control de vuelo para recitarles el aburrido reporte de mitad de jornada, hago gimnasia usando tensores y barras metálicas fijadas a las paredes de la sección. Cada día me fatigo más: estoy blando, hipotónico. Diez meses flotando aquí arriba es mucho, demasiado, pienso.
Cuando al fin se produce, la comunicación con control de vuelo resulta distante, fría y puramente técnica, como si lo que mediara entre nosotros fuera mucho más que unos miles de kilómetros. Antes no era así. Solíamos bromear un rato al principio, a modo de saludo y preámbulo. Hablábamos de intrascendencias, de los resultados del fútbol y hacíamos algún comentario superficial sobre la actualidad. Ahora me cuesta acomodarme a este silencio, a la inquietud tácita y ominosa que lo habita y que logra acoplarse a las ondas de radio aunque yo, como ingeniero, sea incapaz de explicar la física del fenómeno.
Recito el reporte respaldándome, para ayudar la memoria de los datos duros, en unas planillas completadas a lápiz que fijo con un broche a una tablilla plástica. Mis labios y lengua se mueven como los de un autómata. Mi mente, en cambio, nostálgica de aquella familiaridad ausente, prefiere irse…
Junto con las últimas gotas de pis, también se va la sensación de ingravidez, esa que suele otorgar la descarga de una tensión largamente contenida. Termina de despabilarme el agua fría con la que me lavo la cara y el cuello.
Mientras me seco, cegado por la toalla sobre la cara, una palmada en la espalda y la estridencia de una voz, aunque conocida, me sobresaltan.
–Comment ça va, Mehran mon ami! –exclama Abdou con su vozarrón cavernoso.
–Alfred –lo corrijo–, sir Alfred.
–¡Claro, qué cabeza la mía! Sir Alfred.
Mientras termino de secarme el cuello, continúa:
–Seguro ya te conté alguna vez que soy noruego, ¿no? Pero me quedé dormido al sol cuando llegué a Francia y… bueno, aquí me ves.
Su potente carcajada me enseña unos dientes enormes que resplandecen en contraste con la piel mientras no para de fregar el piso con el lampazo mojado, horrible alimaña reptante que hostiga mis pies y me obliga a saltar a un lado y otro para esquivarla.
Aprecio a Abdou, pero su humor me exaspera.
Al salir del baño, me cierra el paso una larga hilera de carritos maleteros acoplados como vagones de un tren. Me detengo a observar su tránsito impulsado, desde atrás, por los brazos gruesos de Jasim que, al pasar frente a mí y sin detenerse, hace una reverencia ceremoniosa y, llevándose la mano del pecho a la frente alta y cobriza, declama:
–Salam alaikum, sir Alfred.
–Salam, Jasim –le respondo con un discreto cabeceo.
Antes de retornar a mi lugar –a mi hogar–, me desvío para pasar por la cafetería de Roland, un marsellés bondadoso y divertido que, desde hace años, se hace cargo –sin cargo– de mi desayuno.
–Good morning, monsieur Roland –lo saludo.
–Bonjour, sir Alfred –me responde con una sonrisa ancha debajo de su aún más ancho bigote. Pocas personas entregan sonrisas como esa a horas como esta. Seguramente me vio pasar a lo lejos en dirección al baño y ya me espera con el vaso plástico de café au lait humeante y un enorme croissant todavía tibio de horno servidos en una bandejita de cartón.
–Thank you so much, monsieur Roland –le digo, y me despide con la mano en alto y su sonrisa limpia.
De nuevo en mi banqueta roja, apoyo la bandejita sobre la mesa redonda que completa la decoración de mi espacio. Al lado, dispongo unas hojas de papel y un bolígrafo que saqué de mi armario fiel, de la caja donde guardo mi producción escrita.
Liquido de entrada el croissant y, mientras voy liquidando el café au lait, escribo.
Tras el último sorbo –que ya está un poco frío–, saco de la caja correspondiente la churchwarden –ni demasiado larga ni demasiado curvada– y la bolsa de tabaco. Con gran placer cargo despacio la pequeña cazoleta, presiono apenas lo imprescindible las hebras con el pulgar y enciendo la pipa.
En un rato vendrá mi abogado con novedades que, muy probablemente, me permitan salir de aquí, dejando atrás a los Abdoues, Rolands, Jasimes y croissants que constituyeron mi cotidianidad durante estos largos años.
Mientras lo espero, me echo contra el respaldo y dejo escapar por mis labios entreabiertos las primeras bocanadas. A través de esa neblina, oleadas borrosas de pasajeros empiezan ya a atestar la terminal y me extravío en su ir y venir que, paradójicamente, parece cada vez más frenético y, a la vez, una filmación fuera de foco y en cámara lenta… muy lenta… hipnótica…
–¿Hay novedades?
Tuve que ser yo el que rompiera el largo silencio que sobrevino a la finalización del recitado monótono del informe. La voz del otro lado (¿Cómo se llamaba el que está hoy? ¿Yuri, Gennady?) tarda aún unos segundos en contestarme y lo hace con cierta vacilación.
–Poca cosa, Serguéi, poca cosa –y baja todavía más el volumen de su voz. No sé si lo hace por miedo a ser escuchado (reivindicación de Lamarck: algunos caracteres adquiridos, en especial y mal que me pese en tiempos del camarada Stalin, como la paranoia, ya forman parte del genoma ruso) o porque pretende agregarle un aire solemne de confidencialidad a su información–. Ahora, el problema es con los kazajos, Serguéi, que se quedaron con el cosmódromo.
¡Los kazajos se quedaron con el cosmódromo… los kazajos se quedaron con el cosmódromo! Me revuelve la tripa que se refieran al patrimonio del pueblo soviético como si fuera la vieja vajilla en disputa de una abuela que acaba de palmar.
¡Qué estupidez haber aceptado quedarme una temporada más! Los desgraciados juntaron dos misiones en una para reducir costos, con la mezquindad propia de una empresita privada capitalista; y yo accedí, con la entrega propia del servidor público comunista, una especie que parece estar en vías de extinción; si no está ya extinta, lo sabré cuando me bajen. Porque el orgullo soviético estaba hecho pedazos cuando subí pero, al poco tiempo, también se hizo pedazos el Estado. Y empezaron las disputas entre rusos y ucranianos por el programa espacial. Por la mayor y mejor parte de la herencia y por la menor y peor parte del gasto.
Y, mientras tanto, yo aquí arriba.
<<¿Quién paga ahora por bajar al colgado, Rusia o Ucrania?>>
<<¡Yo no soy ni ruso ni ucraniano, soy un cosmonauta soviético!>>
<<¿Ah, sí? Entonces quédese ahí y espere a que lo saque del embrollo en el que está metido la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.>>
Y, mientras tanto, yo aquí arriba.
Y ahora, cuando por fin rusos y ucranianos parecen haber llegado a un cierto acuerdo, resulta que aparece Kazajistán y les recuerda a todos que el cosmódromo de Baikonur está en suelo kazajo.
<<De aquí no sale una puta Soyuz más si no cuenta con el acuerdo de Kazajistán.>>
Y, mientras tanto, yo aquí arriba.
Me alejo con bronca de la radio y vuelo hasta el gran ojo de buey. Justo pasamos sobre mi ciudad, Leningrado. Ya me advirtieron que otra vez se llama San Petersburgo y no puedo evitar que me increpe la fantasía odiosa de un nuevo zar barbudo paseándose altivo por los salones dorados del Hermitage. Tan solo esa imagen alcanza para hacerme vacilar en mi deseo de volver.
Aguzo la vista intentando reconocer el paisaje. El día es bastante límpido, pero el invierno escatima los detalles bajo su hábito blanco y homogéneo. En el esfuerzo por distinguir algo, me acerco más y más al cristal hasta que me precipito sobre la trama intrincada de sutiles matices que le dan apenas cuerpo a tanta blancura y resbalo por sus suaves sinuosidades…
Como un eco distante que se acercara despacio a través de la neblina que vahó la pipa, la voz del abogado me detiene en la bajada…
–¿Me oye Mehran?
Vuelvo hacia él la cabeza intentando enfocar la vista en su cara de barba entrecana. Apenas logro esbozar una mueca estólida como saludo, pero él está demasiado entusiasmado, exultante, como para prestar atención a mi somnolienta acogida.
–Conseguí los papeles, aquí están –pone sobre la mesita redonda una pila de formularios y los aplasta dos o tres veces con la palma de la mano. Una gran sonrisa de satisfacción le adorna la cara–. Le otorgan la residencia temporaria en Francia.
–Pe-pero yo quiero ir al Reino Unido –digo, ya casi del todo lúcido.
–¡Hombre! –exclama un poco decepcionado pero sin perder todavía la sonrisa–. Una cosa por vez. Primero permanece legalmente en Francia, luego sale legalmente de Francia y, al fin, entra legalmente al Reino Unido. Todo legal.
Más o menos lo mismo que pensaba hacer más de una década atrás. Pero no pude porque en De Gaulle me roban los documentos de refugiado belga.
Sin documentos, en Heathrow no me dejan pasar y me devuelven a De Gaulle.
Sin documentos, en De Gaulle no me dejan pasar pero, como no tienen a dónde devolverme, quedo boyando en la zona de embarque. Pasan seis años hasta que mi abogado, el único que se interesó por mi situación, me trae dos noticias: una buena y una mala. La buena: un tribunal dictaminó que el Estado Francés no puede expulsarme dado que ingresé al país en forma legal como refugiado belga. La mala: tampoco tiene la obligación de otorgarme documentos como refugiado francés dado que ya soy refugiado belga.
Y, mientras tanto, yo aquí adentro.
Mi abogado, entonces, solicita a Bélgica que me envíen duplicados de la documentación robada.
Con todo gusto, dicen, pero que venga por acá a buscarlos para verificar su identidad.
No me gusta la idea, pero termino aceptándola.
<<De acuerdo, voy.>>
<<No, lo sentimos, ahora nos percatamos de que no puede venir. La ley belga impide que vuelva un refugiado que abandonó en forma voluntaria el país.>>
Y, mientras tanto, yo aquí adentro.
Tres años después, aflojan:
<<Bueno, está bien, solo por esta vez lo dejamos entrar; se viene a Bélgica, retira los papeles y se queda acá.>>
<<¡Pero yo no quiero vivir en Bélgica, quiero vivir en Escocia!>>
<<¿Ah, sí? Entonces quédese ahí y espere a que lo saque del embrollo en el que está metido el Reino Unido de la Gran Bretaña.>>
Y, mientras tanto, yo aquí adentro.
Leo con detenimiento los formularios que me trajo el abogado.
–Acá dice que soy iraní.
–Y, sí –me responde con naturalidad y una expresión benévola–; porque es iraní.
–Yo no soy iraní
–Sabe muy bien que lo es.
–No, señor; soy británico por parte de madre. Es más, ella me está esperando ansiosa en Glasgow.
–Oiga, Mehran…
–No me llamo Mehran. Mi nombre es Alfred, sir Alfred.
–Escúcheme con atención. Usted lleva tantos años trajinando este laberinto que es natural que su mente se encuentre un poco confundida y le juegue malas pasadas. Además, su patria lo trató mal, muy mal. Se entiende que hoy usted reniegue de ella como ella renegó de usted ayer. Es muy lógico, pero debe confiar en mí. ¿No le he demostrado un montón de veces, acaso, que puede confiar en mí?
Asiento.
–Pues bien, créame cuando le digo que es iraní.
Niego con la cabeza, apesadumbrado por llevarle la contraria a quien se ha portado tan bien conmigo. Quizás hasta estoy un poco avergonzado, pero no entiendo por qué los de afuera se niegan a aceptar lo que acá todos saben: Abdou, Roland, Jasim, nadie acá pone en duda que soy sir Alfred.
–…y si no me cree eso –continúa, mientras tanto, el abogado–, al menos créame que firmar estos papeles le conviene. Es lo que más cerca del Reino Unido lo pone en este mundo.
Mehran se queda en silencio, con la mirada vagando más allá de la figura expectante del abogado. Desde el cristal templado que separa su hogar del enorme hall del free shop, lo observa su propio reflejo transparente y, a través de él, ve a Serguéi que se aleja flotando del ojo de buey cuando la ciudad apenas vislumbrada que alguna vez fue Leningrado ya ha quedado atrás y la Mir sobrevuela un atardecer azulado que se hace, en apenas minutos, noche negra sobre la estepa moteada por pequeños y aislados enjambres de destellos amarillentos.
Serguéi intenta concentrarse en las tareas rutinarias que suele ejecutar con la máxima dedicación y una precisión obsesiva, aquellas que limpian su consciencia de tropiezos emocionales. Pero esa limpieza es hoy elusiva: imágenes sombrías de un futuro incierto en un lugar que, de pronto, se le volvió extranjero lo asaltan una y otra vez. Apartándose de los paneles tachonados de perillas y luces parpadeantes, vuelve la mirada al ojo de buey donde lo observa su propio reflejo transparente y, a través de él, ve a Mehran que clava el índice de su mano derecha en la pila de formularios mientras con la boquilla de la pipa en la izquierda apunta al hombre que lo ha defendido por años con extraordinaria tenacidad. El abogado menea la cabeza y en su cara –quizá por primera vez desde que tomó el caso– se pinta el desánimo cuando lo oye decir:
–Nunca voy a firmar un documento que dice que soy iraní.
Mehran –el apátrida renegado– dirige la vista hacia la figura que se mece ingrávida tras el cristal y su mente, perturbada por el absurdo, la cree real, una presencia que lo observa desde el otro lado del tiempo y del espacio.
Serguéi –el apátrida abandonado– contempla perplejo a ese personaje que, hasta ahora, parecía habitar solo sus sueños y ensueños y su mente, perturbada por la razón, lo cree ilusorio, una más entre las tantas ilusiones que pueblan el otro lado de cualquier espejo.
Ninguno de los dos atina a imaginar que ese otro lado acaso no sea tal, que –como en la cinta de Moebius– la duplicidad de caras sea mera apariencia evanescente a la mirada del ojo atento, que ambos trajinan un mismo y único laberinto, arena del duelo eterno entre el hombre y los engendros que él mismo es capaz de parir.
En ese laberinto de Moebius, el azar promueve, de tanto en tanto, el cruce de sus pasos fallidos.
Nota del autor:
Después de enviado el manuscrito a concurso, mi participación en una Clínica de Narrativa organizada por Fundación La Balandra y coordinada por Sebastián Grimberg promovió algunos ajustes para la presente versión.