La leyenda del hombre que bebía

Por Hernán Carbonel
Primavera de 1934. Un clochard parisino, de nombre Andreas, que vive bajo los puentes del Sena, recibe de un misterioso sujeto la suma de doscientos francos con la promesa de que deberá devolverlos días después en la iglesia de Sainte Marie, como ofrenda a Santa Teresita de Lisieux.
Allí comenzará para Andreas un derrotero por hoteles, restaurantes, callecitas varias; se encontrará con timadores, con su viejo amor; resucitará viejos fantasmas, vivirá lo que él llama aventuras inesperadas, se ahogará en falsos nuevos días, beberá, beberá, beberá. “Supo por qué durante tantos años había tenido miedo a los espejos. No era bueno contemplar con sus propios ojos la depravación de uno mismo; mientras uno no se vea obligado a contemplar su propio rostro, es como si simplemente no se tenga rostro, o que éste sea el antiguo, aquel de antes de caer en la depravación”. En ese derrotero, Andreas pondrá en cuestión qué es la voluntad y qué es una condena, si son factibles los milagros, si es posible obrar de una manera inesperada hasta para uno mismo. “Denos Dios a nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte”.
De eso va La leyenda del santo bebedor, la última y breve novela de Joseph Roth, escrita –“en un estilo trémulo que no daña la sencillez” al decir del editor Carlos Barral– en París a fines de los años ‘30, poco antes de morir. Ahora viene la pregunta: ¿qué hacía Roth en la capital francesa, a meses de que Alemania invadiera Polonia y todo estallara por los aires?
Moses Josep Roth había nacido en Brody (hoy Ucrania, antes Polonia, antes Imperio Austrohúngaro, no lejos de la frontera con Rusia) en 1894. Su padre abandonó a la familia previo a su nacimiento. Así creció, con ayuda de terceros, hasta que a los veintipico, después de la Primera Guerra, aterrizó en Viena, donde cursó germanística, se armó de un grupo de amigos y hasta llegó a hacerse pasar por ex integrante de la guardia imperial para conseguir trabajo como preceptor de hijos de la nobleza.
Comenzó a colaborar en periódicos de poca monta, donde firmaba como José el Rojo, hasta volverse un reconocido columnista del histórico diario alemán Frankfurter Zeitung. El deambular periodístico lo llevó por media Europa, incluida la Unión Soviética, en 1926, donde pudo entrever que Trotski caería y que Stalin ensuciaría las cosas. Algo de eso hay en la novela El profeta mudo, la que muchos ven como una biografía soterrada de Trotsky. Un fragmento de ese texto, pasado a máquina, había quedado en Berlín cuanto Roth tuvo que huir del incipiente fascismo alemán; el otro, en un cuaderno manuscrito, extraviado entre sus pocas pertenencias en el hotel de París donde pararía. Ambas partes se unificaron décadas después para dar con su publicación póstuma y definitiva.
A Roth lo habitaba una pérdida: la de la patria. “No escribo cosas ingeniosas; sólo dibujo las facciones irregulares de esta época”, escribió. Es que ya formaba parte de lo que en Alemania se llamaría “exilliteratur”, la producción de autores que debieron exiliarse entre 1933 y 1945 a causa del nazismo. Había dicho de la Primera Guerra Mundial: “esa guerra que llaman mundial no porque la haya hecho todo el mundo sino porque en ella todos perdimos un mundo, nuestro mundo”. Aún faltaba la segunda. Sin que lo supiera, lo suyo era una profecía. Una oscura profecía. (Su esposa, incluso, que había sido internada en una clínica para enfermos mentales con el diagnóstico de esquizofrenia, sería asesinada por los nazis a través de la mal llamada “eutanasia legal” para enfermos mentales.)
Pero hablábamos de París, y ahí deberíamos regresar. Estamos de nuevo en 1932. Roth ya ha escrito Hotel Savoy, un racconto de los más variopintos personajes que rondan por ese no-lugar, y faltan cuatro para que publique Confesión de un asesino, ambientada en un bar parisino. Es que Roth tiene la costumbre de escribir en lugares públicos: las recepciones de hoteles donde para, bares, restaurantes. Cualquiera puede ser para él un espacio de trabajo, ya que nunca llegó a tener casa propia, porque “cuanto más silencioso es un lugar, más ruidoso me parece”.
Para entonces ya había comenzado a beber de manera desmesurada.
Claro que también sigue viajando. Conoce personalmente a Stefan Zweig, cuya relación epistolar se publicaría de manera póstuma como Ser amigo mío es funesto. Fue Zweig quien le ofreció costearle un tratamiento de rehabilitación para el alcoholismo. “Quiere pagar por mí porque sabe que, sin alcohol, yo no podría escribir una línea”, fue su lapidaria respuesta.
Huida y fin de Joseph Roth será su gran biografía, escrita por su amigo Soma Morgenstern –formado también en Viena, también exiliado por su condición de judío–, con quien compartió aquellos años en la Ciudad Luz. “No puedo dejar de pensar que el alcohol era su destino para lo bueno y para lo malo”, escribió Morgenstern. “¿Para lo bueno también? Sí, porque hubo momentos en que el alcohol lo ayudó a soportar la adversidad. Creó a su alrededor una cerrazón tras la cual pudo hallarse en soledad y encontrar valor para seguir durando. Y, en él, seguir durando significaba seguir escribiendo”.
Roth supo confesarle alguna vez que todas sus buenas ideas le venían bebiendo: “Si quieres, te enseño todos los buenos pasajes y te digo a cuál bebida se lo debo”. “Te tomas todo demasiado en serio”, le redoblaba la apuesta Roth a Morgenstern. “Por eso no vivirás mucho más. Ya ves: yo soy un despojo, pero estoy mejor adaptado a esta época que tú. Y te sobreviviré”. Claro que no: no lo sobrevivió. Morgenster logró huir a Estados Unidos antes de ser cazado por los nazis mientras buena parte de su familia moría en campos de concentración.
Ya no importa que tan alto hubiera llegado Roth de no ser por el alcohol. Dicen que no hay manera de evitar el fondo de una botella. Quién sabe. Murió de cirrosis, en un hotel parisino, al borde del delirio, tres meses antes de que estallara la Segunda Guerra. Tenía cuarenta y cinco años. Así nacía su propia leyenda: Dios le regaló a él, bebedor, la muerte, quién sabe si tan liviana, quién sabe si tan hermosa.