Cuento antologado en la Edición Especial del Concurso de Narrativa de Fundación La Balandra

Pelo rojo

Después de la gran crecida nos ganó el miedo y fuimos muchos los que dejamos el pueblo. Ella ya se había ido.

Vivía en la choza de techo de zinc junto al arroyo; le decíamos La Colorada. De edad imprecisa, pelo rojo veteado de canas y los ojos azules detrás de una pantalla de arrugas. Tenía la piel curtida por muchos soles o muchas heladas, y una marcada renguera. Apareció un día en el pueblo como quien viene de la nada, en una camioneta tosedora con un colchón en la cabina trasera. Merodeó un poco el vecindario y se instaló en la tapera de la costa, en la otra orilla.  Es un arroyo de aguas mansas y lecho barroso que cuando llueve con ganas se enfurece, desborda y se lleva todo.  Por eso pensamos que a la primera inundación se iría, pero no, se quedó. Aunque parezca increíble las aguas parecían detenerse ante su puerta, como respetándola.

Se la veía trajinar apenas el sol se alzaba sobre los caldenes y algarrobos; cuando todavía la llanura está húmeda de rocío.  Flaca, fibrosa, reparó la tapera, levantó una huerta y un gallinero que le dieron de comer. Llegaba a la mañana a la plaza central y se sentaba en una reposera a la sombra del paraíso, frente a la parroquia. Se calzaba un sombrero de paja deshilachado, un par de anteojos y, entre cliente y cliente, acariciaba a un cusquito viejo y seco que se echaba a sus pies. Y leía absorta, podía leer por horas. Libros de tapas de cuero raídas; algunos aseguraban que eran compendios de hechizos y magia negra. Cada tanto levantaba la vista y la dejaba perdida en la fachada de la iglesia o más allá del campanario. Casi no hablaba, sólo lo indispensable para comerciar. Vendía huevos enormes, verduras y hortalizas que hasta los nenes devoraban. Pero también sabíamos que algunas mujeres golpeaban a su puerta y, mirando en direcciones distintas, entraban en forma furtiva a la choza. Nos daba risa el solo pensar que alguien creyera que podía pasar desapercibido en este pueblo, aunque se cubriera la cabeza y usase anteojos de sol. Jóvenes, ancianas, embarazadas, presuntas vírgenes se ocultaban de los vecinos y sus malas lenguas, o de los maridos y sus recriminaciones. Suponíamos que acudían por hierbas y yuyos, polvos y aceites para atraer el sueño, calmar el dolor de la regla, o restaurar el sangrado. No faltó quien dijese que La Colorada podía acelerar el nacimiento o proporcionar una muerte dulce. Pero esos fueron solo chismes. El hecho es que había creado un espacio donde muchas mujeres se sentían seguras.   Sin embargo, nadie la visitaba para tomar mate en el jardín, ni recibía invitaciones. No iba a misa los domingos, no asistía a las procesiones. Incluso se llegó a decir que la habían escuchado cantar en lenguas herméticas las noches de luna llena, cuando se la veía recostada en la orilla como si formara parte del paisaje.

Un buen día, los puesteros de la feria comunal se embroncaron feo. Ellos pagaban la habilitación, tenían la bendita libreta sanitaria, hacían algún recibo que otro. En cambio, ella venía nomás y se sentaba en la reposera con sus canastos. No era justo. «Competencia desleal», había sentenciado el sindicalista. De más está decir que se fueron en masa a hablar con el delegado comunal, Don Segismundo, que los atendió en el despacho en mangas de camisa, mientras comía el pan ensopado en café con leche. Hombre de tierra adentro. Prometió soluciones, como todo político, aunque se hiciera llamar vecino.

Se cuenta que esa reunión fue como una hoguera de voces urgentes que se superponían escupiendo saliva. En una pausa, Giuliani, el panadero, dijo: «Pelo rojo trae desgracia. Son descendientes del mismísimo Caín», y se hizo un silencio espeso. Todos lo miraron fijo y se quedaron rumiando esa especie de maldición.

Al día siguiente, Don Segismundo y su secretario, un pendejo presumido, fueron a la plaza. La encontraron como siempre, bajo el árbol, junto al cusquito.

—Buenos días… —arrancó el delegado y en seguida se detuvo.

Ahí nomás se dio cuenta de que no sabía su nombre. En realidad, nadie lo sabía. Entonces le agarró una vergüenza terrible porque él, que era el mejor vecino, no encontraba una palabra para designarla. Si señora, si señorita, si doctora. Carraspeó.

—Vengo en un rato, doña. —Y se volvió confundido para la Delegación, con el mocoso siguiéndolo como perro faldero.

—Agustín, ¿cómo se llama la colorada? — le preguntó al secretario.

Agustín decía ser licenciado en vaya a saber qué, recibido en unas de esas facultades que se abren por única vez en la provincia para hacerle un favor a los gauchos. Los profesores vienen de la capital los sábados, si no hay neblina, ni lluvia. El resto se hace por correo. Muchos pensábamos que solo servía para organizar la fiesta del pueblo: La Fiesta Nacional del Ave de Rapiña, el último fin de semana de agosto. Se hacían los asados tradicionales, venían bandas de diversos puntos del país, jóvenes de toda la provincia, en una palabra, se ponía buenísimo. Sin embargo, para nuestro asombro, demostró ser capaz de muchas otras cosas. Ese mismo día, el licenciado buscó en los archivos que, créase o no ya estaban digitalizados, los datos de la de la cabaña junto al arroyo. No encontró nada. Una absoluto vacío de información.  La propiedad junto al arroyo no existía: no había títulos, no se pagaban impuestos provinciales ni municipales. Tampoco por el terreno, que en años de crecida quedaba bajo las aguas, y no tenía dueño. Entonces fue de raje al almacén de ramos generales en busca de la libreta de deudas. Había resultado astuto el graduado. Todos teníamos esa costumbre: «¿me lo fía?, don Eduardo, se lo pago cuando cobre». Hasta el delegado tenía su libreta. Esta mujer, en cambio, pagaba al toque.

«Qué embole todo esto», se dijo y volvió al municipio, vacío de novedades.

—Nomen nescio —le dijo ahicito a don Segismundo, que andaba leyendo Noticias de Campo.

–¿Qué decís, gaucho?

–NN, desconozco el nombre.

–Mandá a la policía, carajo, que averigüen quién es, nombre, documento, partida de nacimiento, partida de casamiento, certificado de vacunación —dijo don Segismundo que tenía muy claro que le correspondía indagar, husmear, pedir explicaciones.

Así fue como el cabo Rodríguez se subió a la motoneta, cruzó el puente de la ruta y, una vez frente a la tapera, desensilló y golpeó a la puerta de la señora un poco julepeado, por cierto. Vaya a saber con qué le saldría esa mujer solitaria como una osa. Lo que realmente lo asombró fue ver los dinteles habitados por malvones y geranios florecidos. Nunca la hubiera imaginado con tanta hambre de colores.  Como la mujer no salía, cometió el craso error de espiar por el vidrio rajado de la única ventana. La pifió, el cabo. Al verlo, ella se puso nerviosa, furibunda, y le gritó desde adentro que se fuera de inmediato de su propiedad, que no recibía hombres, que era una mujer muy recatada. Rodríguez hizo ciertamente un gran intento por mostrarse simpático y explicar a qué venia; ya que en el fondo es muy gaucho. Pero cuando ella abrió la puerta y le voló el zapato ortopédico por la cabeza, no insistió y se fue a la seccional a desahogarse.

Al día siguiente le tocó a la sargenta Scarpatti, que caminaba bamboleándose por el peso de la panza. Embarazada de mellizos con un sueldo de policía municipal. El marido se volvió canoso en los primeros tres meses, y ya se estaba quedando pelado. El asunto es que Scarpatti se la compró a la renga, que la invitó a entrar, puso la pava en la hornalla a garrafa, y le sirvió un té de yuyos.  La choza era un galpón de ladrillos manchados de humedad. Un tablón sobre un caballete que servía de mesa, dos sillas de metal cubiertas por almohadones bordados, y un catre constituían todo el mobiliario.  Le llamó la atención sin embargo una estantería cubierta con frasquitos, pequeñas bolsas de arpillera y un bellísimo mortero de mármol. La vivienda daba sensación de alegría, contó Scarpatti. Pronto todo el pueblo se enteró de que La Colorada se llamaba Meiv Konot, que era soltera y nunca había convivido con un hombre porque se podía cuidar sola, según le había confiado en su español de extranjera. Meiv en realidad se escribía en difícil, pero para qué complicarse la vida ¿no? La sargenta lo escribió como lo escuchó. Y agregó que la señorita le había dicho que venía de todas partes, que erraba, y esta frase también la transcribió tal cual. No le había quedado muy claro el asunto de la errancia, ya que en ese momento los mellizos se habían despertado con el azúcar del té dentro de su panza. Finalmente, aseveró que Meiv tenía la sonrisa más contagiosa que había visto en su vida, y que su casa olía a menta y romero, pero esos detalles fueron eliminados del expediente por irrelevantes.

La semana siguiente los feriantes, hartos del atropello, empezaron a ocuparle el lugar bajo la sombra del paraíso, a echar al perro a piedrazos y a mirar torcido a los probables clientes.  Los muchachos atacaron a tomatazos la camioneta. Los vecinos arrojaron su basura frente a la tapera. El olor obsceno y repugnante del desprecio invadió el pueblo.

Don Segismundo estaba hasta la coronilla del rosario de quejas y chismes: los vecinos no encontraban otro tema de discusión, ni de desahogo. Entonces, recostó la cabeza en el sillón, se quedó mirando la mancha de humedad en el techo del despacho y tomó una decisión. Recurrió otra vez a la sargenta, para llevarla a cabo.  Pero esta vez no hubo embarazo que ablandara a la colorada.  Cuando  abrió la puerta, Scarpatti le dijo con una voz insegura:

—Buen día, señora. Lo siento mucho, pero va a tener que abandonar esta vivienda porque…

No tuvo tiempo de desarrollar el discurso que había memorizado; la mujer la interrumpió de cuajo.

—Me iré cuando sea el momento —dijo, con la cara desencajada.

Y el portazo que siguió desprendió escombros y un panal de avispas seco. La sargenta se quedó mirando la puerta con estupor o culpabilidad. El profundo olor a menta y romero en esa oportunidad, dijo, la  atontó.

La Delegación no tuvo más remedio que redactar una carta documento intimando a Meiv Konot a desocupar el inmueble junto al arroyo. En caso contrario, la delegación se reservaba el derecho de iniciar acciones legales por usurpación de inmueble. A nadie le importó que el documento carecía de datos claves como el domicilio fiscal de la vivienda. El cartero, Héctor Luis, se negó a llevar el telegrama aduciendo culebrilla. Así que tuvo que ir el licenciado. Petiso, el cuerpo macizo por muchas horas de gimnasio y un corte de pelo que daba risa. El pendejo ya había perdido la paciencia, y tal vez fue la propia irritación lo que lo llevó a romper con todas las reglas. Se metió en la casa, que no tenía cerradura, y sin muchos protocolos agarró a la mujer por el brazo. Dijo que al tocarla sintió que un calambre lo recorrió desde la coronilla a los pies, sin embargo, no cedió ni un ápice. Le abrió la mano, ancha, callosa, la tierra incrustada en los pliegues y bajo las uñas. Extrajo la almohadilla que llevaba en el bolsillo, le tiñó el pulgar por la fuerza y lo hizo rodar sobre el documento.

El corazón le latía en los oídos. Esa tarde, mientras tomábamos el aperitivo en el bar, Agustín contó que de sus ojos azules brotaban llamas como refucilos, pero que él no se había achicado ni un poquito, y que no lo jodieran con los derechos humanos, porque él tenía muy claro cuáles eran sus deberes. Y entonces se echó a reír con una risa violenta que le sacudió el cuerpo y le transformó la cara en una mueca grotesca.  Chocamos vasos.

La noticia se desparramó como fuego atizado por el viento.  Los puesteros contentísimos, habían encontrado un enemigo a quien culpar por sus desahuciados negocios, por el hastío  y lo habían vencido.  A Meiv no la volvimos a ver hasta el viernes, cuando juntó sus bártulos, el colchón y partió al alba en la misma camioneta tosedora en la que llegó. Las orejas del cusquito sobresalían en la cabina. Oímos resonar el arroyo, como si la despidiese.

Las mujeres se dedicaron a saquear la huerta ya que estaba en terreno municipal o provincial y nos pertenecía a todos. No nos preguntamos si también éramos propietarios del trabajo encerrado en cada semilla.  Los muchachos felices, excitados depredaron el gallinero y atacaron las macetas. Se inventaron cantinelas injuriosas sobre el pelo rojo, su renguera y su soledad. La línea entre la bruja y la santa es muy fina en este mundo.

Esa tardecita, el aire se volvió denso, difícil de respirar; un viento que venía del mar empezó a invadir el pueblo y a tomar cuerpo con el correr de las horas. Al principio arrastró la tierra roja de nuestros pagos, que se arremolinaba, castigando. Caminábamos con los ojos achinados para protegernos de sus pinchazos. La tos de gargantas secas e irritadas y sus ecos ocuparon las calles y las plazas. En algunas zonas del pueblo dicen que escucharon cánticos extraños que arrastraban las ráfagas. Al día siguiente el vendaval se ensañó con los árboles: los sauces de las orillas lloraban. Y el pueblo se regó de ramas, hojas, frutos, nidos caídos. Vimos aproximarse nubes gordas, de un gris triste. Avanzaban como si alguien las moviera con las manos y, cada vez más numerosas, se fundían, descendían, hasta que finalmente nos cubrieron. Oscureció.  Los relámpagos eran llamaradas que agrietaban el cielo, y clareaban el pueblo.  El ruido demorado de los truenos asemejaba  derrumbes . En eso al cura se le dio por hacer sonar las campanas y no hizo más que propagar el miedo. Se retiraron los chicos de los colegios, escuchamos las camionetas de los gauchos que volvían de las chacras, bajamos las cortinas metálicas de los negocios, y los dos bares se vaciaron. Nos encerramos en nuestros hogares. Y cayó una cortina de agua, que martilló las chapas de los techos con tanta insistencia que, por más que nos esforzáramos, ni nos escuchábamos dentro de las casas.

El riacho se convirtió en una sopa de barro. Desbordó embravecido y se nos vino encima. Esta vez no se detuvo frente a la puerta de la tapera. Las aguas sucias juguetearon con peluches, ramas, chapas, escombros, basura y animales muertos. Se cortó la luz y la señal del teléfono. La crecida del cauce destruyó el puente de la ruta, terminando de aislarnos. Y arrastró a más de un distraído hacia lechos profundos. Al tercer día, unos rayos oblicuos se escaparon del cielo y la lluvia se retiró dejando campos de agua. El arroyo se fue escurriendo en una espuma marrón y los cuerpos hinchados llegaron a nuestra orilla.

Biografía

Adriana Inés Corral nació en 1956 en Buenos Aires. Es licenciada en Lengua y cultura italiana, y profesora de Inglés. Asiste a talleres de narrativa y poesía, y al Curso de narrativa de Casa de Letras y obtuvo el Premio Migrar del Club de Escritura Fuentetaja. Tiene cuentos publicados en revistas digitales, en la Antología Letras de América y poemas en antologías de Paisaje Editora y Trazo Lunar.
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