Entra al consultorio y todos giramos a verla. Soledad, Sole, debe tener mi edad, veintiuno, o uno más. El pelo rubio, rubísimo, lacio hasta la cintura. Yo no podría tenerlo así. A mí, por los hombros ya me molesta. Me cuesta desenredarlo y se me despeina enseguida. Además de poco, mi pelo es fino, quebradizo. No como el de Soledad, grueso, humectado, y muchísimo.
Puesta a la luz fría de los consultorios, su cara no me parece hermosa, pero sí delicada. Viene de visita al centro médico y su aparición provoca todo un revuelo. Supongo que Olga, su mamá, coordinadora del sector, mi jefa, quiere exhibirla y mostrarle cómo podría lucir su futuro cuando se reciba de médica.
De chica, mamá también me llevaba a su trabajo, en especial a las excursiones con sus alumnos. Fuimos a una granja, a una fábrica de lácteos, al museo de ciencias naturales y siempre a la kermés de fin de año donde, para jugar, había que hacer filas larguísimas. Si ganabas, podías canjear los tickets por golosinas o juguetes donados. Como yo odiaba hacer fila, mamá me daba los tickets que tenía de sobra para después canjearlos por mielcitas. La última excursión fue al basurero a cielo abierto de Luján.
En el micro, Pajarito, el alumno preferido de mamá, abría su tupper y los tupper de los demás. Lo hacía solo para molestar. El olor a milanesa frita, encerrada desde la noche anterior, me revolvía el estómago. Veía a esos chicos como en un documental, con distancia y fascinación. Llevaban el guardapolvo sucio, los bolsillos rotos; tenían cicatrices y la piel curtida; me recordaban a los chicos que piden monedas en Plaza Miserere. El pelo, sin embargo, lo tenían prolijo: los varones, corte a máquina; las nenas, colitas tirantes o trenzas. Algunos me miraban de reojo y, aunque teníamos la misma edad, apenas nos hablábamos.
A Pajarito lo detestaba. Petiso de voz rota y cresta de águila monera, siempre tenía algo para decirme. Algo que yo nunca comprendía del todo, un piropo, el remate de un chiste al que llegaba tarde. Ese tipo de cosas.
Soledad se pasea por el centro médico con la seguridad de quien anticipa un destino próspero. Los médicos la desvisten con la mirada, las médicas la saludan con cariño, le preguntan qué tal el estudio, cuánto le falta para recibirse, si hay algún novio por ahí. Ella ofrece sus respuestas (todas las materias del semestre promocionadas, ya falta un poco menos, sin tiempo para novios) con la cuota justa de dulzura y determinación como para enternecer y sorprender en partes iguales.
Yo también voy a la universidad, pero a mí nadie me pregunta nada. Además, los finales se me acumulan como zombis en una zanja, recibirme es una ilusión que se desvanece entre biopsias y ecografías. Y de novios para qué hablar.
Cuando termino de limpiar los transductores de los ecógrafos, cambiar las zaleas descartables (nunca antes de tres usos) y ordenar la lista de pacientes de mejor a peor plan, Soledad ya tomó dos tazas del café que yo misma preparé por la mañana. Mi jefa siempre le resalta a su hija lo mucho que me esfuerzo en el trabajo, lo rico que me sale el café, lo bien que asisto a los médicos. En una oportunidad llegó a decirle que ya vivo sola en una pensión universitaria, ¿qué tal? Lo dijo de la nada, mientras Soledad tomaba café o se soplaba las uñas recién hechas. Cuando Olga hace eso, yo no digo nada, me quedo quieta, dejo que me halague, porque es verdad: me esfuerzo, vivo sola y, al igual que su hija, voy a la universidad.
Me gusta tomar café con ellas, charlar de la vida, intercambiar opiniones. No es que para
Olga yo sea como una hija, pero se nota el afecto que siente por mí, y estoy segura de que a Soledad le molesta. A veces, mientras charlamos, clava sus ojos en mis zapatillas sin marca, y entonces Olga tiene que hacerle un gesto para que salga de su hipnosis.
Ni bien el micro alcanzaba la ruta, mamá seño me codeaba y decía: ¿ves?, se preparan su propia comida, cuidan a sus hermanos, no tienen un peso partido al medio, pero sus ranchos de tierra y chapa están más ordenados que tu habitación. En la cena, nos contaba a papá y a mí que los padres de esos chicos eran unos delincuentes, que cada tanto llegaban a la casa borrachos y les daban con el cinturón, a veces también a las mujeres. Mamá lo decía con lágrimas, afectada, pero enseguida se recuperaba para recriminarme: pensar que vos, que lo tenés todo, te quejás de nosotros.
Soledad, como siempre, de punta en blanco: camisa de broderie color cremita, pantalón de lino beige, zapatos acordonados camel. Me encanta su ropa de chica bien, pero a mí se me ensuciaría enseguida. Además, tiene las uñas recién esmaltadas y el pelo planchadísimo; en su andar, una firmeza de prócer. En unas horas debe rendir un oral de Salud Mental y, por cábala, porque con Histología le funcionó, decidió pasar a saludar. Le ofrezco más café, pero esta vez lo rechaza. Olga le dice no seas asquerosita, que está recién hecho, pero Soledad no quiere y no quiere. Al menos agradecé, pienso que va a decirle la madre, pero, en cambio, le dice: sos una maleducada, entonces a Soledad no le queda otra que decirme: no, gracias. Yo le hago un gesto de no pasa nada y voy a clasificar órdenes médicas.
Con los consultorios a toda marcha, los pacientes despojados de su correspondiente prenda, y los médicos distribuidos según el plan, vuelvo a la oficina a ver si a Soledad por fin se le pasó el malhumor y podemos tomar café; pero algo me retiene. No entro, me quedo en la puerta; escucho a Olga y a Soledad hablar en voz baja. La madre le dice que no puede tratar a los asistentes como a una mierda, y Soledad que le da bronca que yo me haga la buenita; que más le vale cuidarse porque en cuanto se distraiga, en esa silla, en lugar de Olga, voy a estar sentada yo. Silencio. Después Olga dice ¿de qué hablás, Soledad? Y ella le responde:
¿hace falta que la invites a tomar café con nosotras? ¿Vos sabés prepararlo, Soledad? Silencio. Entonces terminala de una buena vez.
De chica me gustaba revisar los bolsillos del guardapolvo de mamá. Casi siempre encontraba tizas, cigarrillos y cartitas o dibujos que le regalaban los alumnos. No me daba celos, en realidad me llamaba la atención lo que decían sobre ella: la maestra más dulce del mundo, la seño más cariñosa de la escuela, la quiero mucho, señorita. ¿Cariñosa? ¿Dulce?
¿De quién hablaban? A veces encontraba un yo-yo, o un balero, juguetes de otro tiempo. Jugaba un rato, pero después los devolvía al bolsillo, porque la verdad es que nunca encontré nada que me gustara.
Cuando entro al consultorio, Olga me mira como a una extraña y Soledad sigue metida en sus uñas. Repongo el café, aunque ya sin ganas. Todas las cosas que se me ocurren hacer responden, inconscientemente, a un acto servicial. Si las evito, es para no parecer una mosquita muerta y con eso alimentar la teoría de Soledad. ¿Me hago la buena cuando en realidad quiero serrucharle el piso a Olga? Al presionar el botón de encendido en la cafetera, me tiembla la mano. El olor a quitaesmalte le gana al de café y me llena los ojos de lágrimas, que me seco enseguida. La mano sigue tembleque, una estupidez.
En el basurero, después de la zona de reciclaje, nos llevaron a recorrer las piletas en las que se descargaban los líquidos que gotean los desperdicios. El agua, explicó el guía, está filtrada pero no es potable. Nos enteramos de que sirve para el riego, la limpieza de las máquinas de la empresa y, tras varias preguntas incisivas de mamá, supimos que una parte se vuelca al curso del agua.
Al borde de cada piletón, un caño angosto largaba cada tanto un rocío perfumado: flores silvestres, dijo el señor. Eso, mezclado con el olor a basura, daba náuseas. Si fuerzo el recuerdo, podría vomitar ahora mismo. Yo me tapaba la nariz con la mano, con la remera, con un pañuelo que olía a suavizante de ropa. Mamá y la directora fruncían la nariz, apuraban al guía, un verdadero fanático del tratamiento de residuos. Los alumnos se divertían. Pajarito metía la mano en el piletón y nos salpicaba con el agua podrida. Cuando la directora le gritó que la cortara, Pajarito metió la cabeza entera en la pileta. Así terminó la excursión.
En el micro de regreso me senté con mamá que, sin que yo le preguntara, dijo que Pajarito se portaba así porque había perdido a la mamá. Me contó que, después del colegio, trabajaba de canillita. Mirá la cara de sueño, pobre, tiene cinco hermanos a los que lleva a la escuela y les prepara de comer. Cuando le pregunté si le iba bien en el colegio, se le transfiguró la cara; me dijo que no me hiciera la viva, ¿acaso no me daba cuenta de que esos chicos iban al colegio por el comedor? Ofendida, se levantó de su asiento y me dejó sola.
Ya entrados en la ruta, después de molestar a todos con su manía de abrir los tupper, Pajarito vino hasta mi lugar y se quedó parado, mirándome. Yo agarré fuerte mi mochila. Con movimientos suaves, muy suaves, Pajarito se sentó junto a mí, sonrió apenas para mostrarme los dientes, se estiró el pelo hacia atrás, y me besó en la boca. Tenía aliento a cigarrillo.
Olga se pone de pie, agarra de la mesa las planillas de horas extra y sale de la oficina como si, en lugar de caminar, se deslizara. Le sirvo café a Soledad; concentrada solo en sus uñas, ni siquiera me agradece. Se sopla el esmalte y después, con las manos bien abiertas, levanta la taza y da un sorbo delicado. Las pecas en la nariz y en los pómulos me resultan hermosas. Parece una princesa maldita, de esas que se admiran y detestan a la vez. Quisiera preguntarle si está celosa, si le da bronca que yo pase tanto tiempo con su mamá; con su mamita que la lleva al consultorio para enseñarle, para que me vea como en un documental.
Pero en lugar de hablar, cierro la puerta con la punta del pie y nos quedamos a solas en la oficina. Entonces Soledad agarra fuerte la taza, con las dos manos. Ya no le importa arruinarse la francesita. Yo, con movimientos suaves, muy suaves, me siento junto a ella, sonrío apenas para mostrarle los dientes, y después de estirarme el pelo hacia atrás, acerco mi boca a la suya.