Sigo la trenza radiante de Bogga mientras avanzamos hacia el interior de la isla, al desierto negro de Islandia, sigo su trenza rubia hasta la cintura que se bambolea hipnótica contrastando con las montañas volcánicas. Los campos quebradizos de lava, extendidos al pie del volcán, son una película de la acción fabulosa del fuego: el primer fotograma muestra el derrame en ríos violentos de magma. En el segundo están detenidos por el dominio del frío.
Subo a la superficie porosa de un metro de altura. Resiste, pero no parece destinada al peso de los cuerpos, tal vez no debería pisarla en absoluto. Pero de nuevo la trenza brilla en el fondo negro de lava. Me tropiezo y caigo de rodillas sobre minúsculas crestas que en parte se quiebran, otras atraviesan mi pantalón y se incrustan rasgando el borde entre mi piel y el mundo Islandia: el aire es helado, la tierra es caliente.
Antes de emprender la excursión, tuve que pasar por la inspección de Bogga: “que me desvista de mis prendas sintéticas, no abrigan nada”. Resistí con el gorro puesto; soy una huésped incómoda ante las leyes naturales de este mundo. Ellas, las mujeres de la isla, parecen seguras, se han sobrepuesto a la intemperie. Y siempre pudieron recurrir a las sagas. Esas historias milenarias fueron la respuesta a mi inadecuación y a la superioridad con que me indicó que me desvistiera. Se tomaron las sagas de un trago, incluso cuando eran demasiado pequeñas para tragarlas y yo recién las testeaba con la punta de la lengua.
Me avergoncé al ver mi ropa doblada, prendas outdoor provenientes de industrias nefastas. Acá se usa ropa tejida con lana, me dijo. La mujer me había observado curiosa sin importarle el frío de mi desnudez. No, esta mujer no se equivocaba, era delicada, pero hace mucho que me sostengo fuerte en la vida. Su pelo suelto, que aún no había trenzado, me acarició. Fuera el gorro, y decidida a abrigarme, hizo un gesto para que levantara los brazos. Deslizó una camiseta de lana islandesa sobre mi piel y los vellones enseguida emitieron su calidez animal. Luego, un pulóver de guardas eternas, verde, blanco, que olía a oveja: llevaba cosida la etiqueta “tejido a mano” que tiene a la isla en pie de guerra. Engrosó mi contorno con una última capa: un saco con capucha tejido por su madre que le había quedado chico. Rojo y naranja. Me miró. Al abrocharme los botones me contó que era enfermera, cazadora y que tejía: “tejer, tejen todos en la isla”. Se mostró satisfecha como si yo fuera su pan recién amasado que ponía al resguardo con suficiente abrigo. Apenas me dejó sola, el espejo me dio una imagen más afinada con esta tierra a la que la que intentan proteger, aunque la masividad del turismo no entienda lo que la naturaleza allí dice, lo que sucede cuando el viento o el volcán lo decide, y lo que opina de ellos cuando se sacan fotos en las cornisas y de un soplido caen de espaldas con sus teléfonos. Todos los años hay visitantes muertos.
El viento cansa, en un momento tengo que elegir entre la intemperie y la belleza: una cascada se vuelve inaccesible y quedará para mí como una postal distante. Todo sucede en este territorio donde el clima desinfla el deseo.
Pero Bogga, como le dicen a Elinborg, lo enciende. A partir de la caída, decide sujetarme con su mano fuerte, ya no me suelta por el resto del camino. Mientras marcho tironeada de manera gentil, recuerdo un video de Bjork en el que se abre el pecho y tiene el corazón de musgo. Ese corazón de la isla tarda en crecer al menos cien años: es la fragilidad del musgo y a la vez su persistencia. Alcanzamos el corazón de Bjork al llegar a las piedras redondas pulidas a soplo de viento y luego alfombradas de musgo. La Cetraria islándica “escudo pequeño” es un cuerpo vegetal, el escudo blando de la piedra. El verde grisáceo se despierta en estrecho contacto físico con las rocas y es testigo del sufrimiento de las distintas zonas terrestres. Unido al cuerpo de las rocas, afronta las adversidades, capta agua y en su tallo guarda toda la farmacia. Es el más longevo de la historia hirviente. Es la rara y extendida selva del mundo Islandia. Bogga apunta que hay poblaciones antiguas refugiadas por diásporas vegetativas a zonas muy alejadas. Están en el centro de la isla, donde nadie llega.
Más tarde, en estos día largos que hay que vivir despierta, a menos que esas cuatro horas de un cielo no tan oscuro te propicien el sueño, durante este verano en el que habito una casa con paredes grisáceas de piedra volcánica, una baranda despellejada por el aire salobre y unos habitantes detrás de una puerta del sótano a quienes nunca veré durante toda mi estancia, además de dos gatos que me obligan a tener una ventana un poco abierta; más tarde entonces, Bogga y yo nos acostamos de espaldas al viento sobre una mínima capa acolchonada de musgo y armamos un arco cálido entre los cuerpos que iluminamos moviendo los mitones tejidos con colores vivos. Quién diría que la intemperie se ha alejado, que la caminata puede ruborizarnos, que esta naturaleza temible puede ofrecerme tanto.
En rigor, el clima sigue golpeando, pero la mujer de la trenza, la mujer que me mostró fotos de ella alzando un arma, sigue sosteniéndome firme de la rienda hasta la loma más alta. Ahora comemos sentadas a la vera de un precipicio, como si fuera un remanso en una llanura plana. Me ofrece lo que trae en sus espaldas. Un pan de centeno fino como una hoja que recuerda la falta de trigo. Nada crece, nada resiste el frío. De postre, frutos que Bogga busca y encuentra escondidos entre el follaje duro y achaparrado de unos arbustos que apenas se levantan del suelo. Nos quedamos mirando el gris del cielo que apenas consigue ser cielo. Todo mi cuerpo se sujeta como puede ante la honda inclinación que se precipita hacia un hilo de agua humeante que surge del fondo, muy abajo. Aunque Bogga extienda su brazo para que coloque un pie después de otro al borde mismo de esta pendiente, siento que tengo que elegir, como en las sagas, entre la fuerza del trueno y la gentileza, me pregunto si me espera una buena o mala morada. En ella está la que cura y abriga, la que pone el ojo en la presa con la mira del fusil, la que teje y no trastabilla sobre un campo de lava. Es cierto que no he sentido nada de frío, pero en el mundo Islandia soy débil y hago un movimiento de repliegue, me expulsa el viento y la ladera escarpada.
Hólmfrídur, llamada Hóffi, amarró, esa madrugada, el barco rojo, luego de una jornada de pesca en la que tomó el mismo derrotero que su padre tomaba en el mar de invierno. Hóffi, es académica y pescadora -también teje-, masca pescado seco y tiene los ojos protegidos dentro de la cueva ósea de su frente: son los rasgos de esta épica fría e hirviente. Después de la cena a la que fui invitada la noche anterior a la caminata, había encendido en su casa una gran cantidad de velas para evocar la luz cuando llegue el invierno: “hay que tener una esperanza casi sobrenatural para confiar en que habrá más luz y menos frío”, dijo en esa velada tibia que ofreció ella y esta tierra que es también una caldera magmática. Las Konur, mujeres islandesas, Bogga y Hóffi, Úa, la que se reía fuerte, me rodearon y estuve encantada. Ellas no desconfían del rumor de la oscuridad diaria en el invierno, ni clausuran las ventanas en la luz nocturna del verano. Esa noche día supe que “Saga” “sögur” es también un nombre propio de mujer. Aquí habita lo grandioso, habrá también un gusto por lo mísero, sospecho, por la ley irreparable de lo injusto. Les pregunté si hay en la isla gente sin techo.
Había llegado a la capital ventosa el día anterior, a esta ciudad nombrada por la Unesco
“Reikiavik, ciudad literaria” por la costumbre de regalarse libros en Navidad: Jólabókaflóð: “inundación de libros del Yule”, y pasar la noche leyendo unos a otros los textos, una herencia de la tradición de las sagas. Las sagas de los conflictos, de la vida corriente y la puesta en escena de la incertidumbre en que vivían, pero que también narran el futuro: Ragnarök, el Juicio de las Potencias, la batalla del fin del mundo, un cataclismo de escasez y locura donde los hermanos se masacran, la dureza del corazón reina en la edad de la tempestad hasta que muera el mundo. Los vivientes humanos no se salvan, no tienen piedad los unos por los otros. Ragnarök sentencia: “la escasez y la discordia es nuestro destino”. Eso nos contó Hoffi durante la cena con vino. A mi vez cité a Borges quien escribió acerca de esas historias nórdicas: “…como si acontecieran en un sueño o en esas bolas de cristal que miran los videntes”. En esa semana daría mi propia visión especulativa en la universidad Ü, que transcurre en ríos de agua dulce y el clima templado como diferencia, sin embargo, la escasez y la discordia como un mismo destino.
Desde que habitaron su pequeña y distante isla nadie se interesó en el destino del mundo como los islandeses, siguen creyendo que están protegidos por los dioses, pero también por la política con una constitución participativa basada en la “inteligencia colectiva”, la continuidad del primer parlamento del año 930 ́ en Þingvellir. Esa semana hablaría, con un ligero dolor en la rodilla, ante un público convocado por Hóffi, atentos a las imágenes de Tigre, escenario cálido y vegetal de mis textos y observarían con cierta sospecha, el agua marrón del Delta. En la sala de la universidad Háskóli Íslands, donde transmití de manera oral mi propia saga de las hermanas argentinas atravesando imposiciones de gobernantes voraces y territorios blandos; en esa sala vidriada compensan la oscuridad exterior con puf de colores y pupitres de madera clara. También el mar se haría presente en el aroma del snack de pescado seco que mascan de continuo los asistentes.
Siempre detrás de ella, de Bogga, de su trenza, bajo nubes aún más negras, juntas las dos, con los mitones entrelazados, emprendemos el regreso por la vera de un río tumultuoso. La trenza atraviesa los espacios y los alumbra con su movimiento pendular. Me rindo, sí, ante un último paseo. En mi rodilla late el aviso de mi ínfima humanidad, a diferencia de estas diosas con poder en cada uno de sus dedos. Finalmente, Bogga también desea tomar algo caliente.
Mi cuerpo tuvo que enfriarse para que esa noche, luego de sofocar la molestia durante la caminata -nada diría antes que volcar una queja delante de Bogga-, saco de mi piel rota los fragmentos de roca volcánica. Me parece encontrar entre la carne rosada, una minúscula rama de musgo. “Y en el tiempo de las disputas -cuenta la saga- ya sin las personas, después de la batalla final de la escasez “Ragnarok”, reverdecerán los dioses”, describen un nuevo cielo y una nueva oportunidad de elegir una buena o una mala morada. Pienso que se refiere al musgo, esos pequeños dioses que alfombran la roca volcánica. El primer vegetal que permite que luego crezcan otros que comerán las ovejas, que con su lana mantendrán a la gente abrigada. Es la fragilidad del musgo, y su persistencia en la lava sólida. Es el escudo verde gris que resguarda la Belleza de Bogga y del mundo Islandia.