Cuento antologado en el Concurso "Silvina Ocampo"

Montajes

No la conocí en persona, pero aún hoy puedo recordar cada detalle de su imagen. Algo se desprendía de esa mujer, un halo de incertidumbre. Algo que se me clavaba y me llevaba a buscar respuestas a preguntas que no era capaz de formular.

Las fotos las trajo un tipo que supuse que era su novio y me hizo un pedido que me incomodó no sólo por lo extraño, sino por algo que no pude descifrar en ese momento. Cheto, pensé, ni bien lo vi entrar al local. Se acercó y me preguntó si me animaba a hacer un trabajito. Lo miré serio, desde arriba, aprovechando mi posición detrás del mostrador. Pensé: ¿si me animo a qué? ¿A sacar fotos? ¿A imprimirte unas copias? El deslizó una memoria hacia mí y se quedó esperando una respuesta. Como no le decía nada tuvo que hablar. Quiero hacer un montaje, con estas fotos. En la tarjeta había dos archivos en formato RAW. Buena cámara, pensé. Y me enojó eso y que las imágenes estuvieran en crudo y no pudiera pedirle algo extra para hacerle perder tiempo. Sabía lo que quería. Se notaba en la selección de fotografías. En la primera, la chica estaba parada frente a una escalera. Tenía la cabeza girada hacia su lado izquierdo. Me acerqué a su cara. Me pregunté si sabría sacarse fotos y tendría una serie de posiciones estudiadas o si el fotógrafo la habría guiado para lograr esa expresión. Una sonrisa empezaba a insinuarse en las comisuras de sus labios y en sus ojos, que no miraban a la cámara, sino a un punto lejano ¿Dónde había visto esa pose? Su gesto me ablandaba. Era una excelente toma y ella era hermosa, pero las dos cosas no me alcanzaban para explicar el estado en el que me encontraba. Estaba acostumbrado a sacar fotos, había logrado imágenes que consideraba mejores que esa y solía trabajar con modelos para publicidades. Algo que excedía la calidad de la fotografía y la belleza de la chica me hipnotizaba. Cuando reaccioné, tenía la cabeza inclinada y la boca entreabierta frente a la pantalla. Me enderecé y alejé el zoom. Plano entero, normal, dije para ocultar mi confusión. Sus brazos, caían a los costados. Se veía sólo uno, el izquierdo, y su mano, que parecía acariciar la tela de la pollera. Siempre asocié las faldas largas a las testigos de Jehová, pero ella era tan elegante que me hizo pensar en una túnica griega. Sus pies no se veían. Los imaginé descalzos, a lo sumo con unas sandalias bajas. En la segunda imagen estaba él, en otro ambiente que supuse de la misma casa. Frente a un espejo, también de perfil y con la cabeza girada hacia la cámara, pero menos que ella. Su cara se reflejaba en el espejo y parte de su cuerpo en una ventana que se veía en el fondo y lo replicaba de la cintura hacia arriba. Tenía la mano izquierda en el bolsillo y la derecha hacia adelante, suspendida a la altura de su cadera. Mostraba la palma estirada, los dedos blancos y largos y un tatuaje tipo tribal que empezaba en la muñeca y se escondía debajo de la manga remangada hasta la mitad del antebrazo. Llevaba ropa de buena calidad, como ella, pero que sólo coincidía en eso y en los tonos arena. Me dio la impresión de un adolescente junto a una mujer. Su camisa caía sobre unos pantalones tipo babuchas, levantados lo suficiente como para que se notara el logo de sus botitas. Tenía un pañuelo fino, anudado al cuello, que colgaba como una corbata. Ridículo, pensé, seguro quiere que le borre el pañuelo. Pero no, se limitó a pedirme que la recortara a ella, y la pusiera en esa foto, delante de él. Miré ambas imágenes. Podía hacerlo, pero le expliqué que tendría algunos inconvenientes, como los reflejos. El de la ventana era fácil de retocar, sólo tendría que mover su imagen en el vidrio, hacer coincidir el marco con su codo, para que su brazo y mano, que en el montaje estarían ocultos por ¿su novia?, quedaran fuera. No respondió, solo asentía, como si visualizara el resultado. Lo que no podía corregir era el espejo que lo reflejaba casi de frente. Había suficiente espacio, así que le propuse cortarlo y estuvo de acuerdo. Podría recortar siempre y cuando no tocara la barra que había entre él y la ventana. Sobre esta vi un reloj digital, de madera, que marcaba las once de la mañana con luces led blancas. En el otro extremo, una bandeja con frutas, que en ese momento no pude precisar si eran reales o no.

No se lo dije, pero era un trabajo sencillo. La calidad de las imágenes, las tomas en la misma casa, con la misma luz, simplificaban la edición. Cuando mencionó lo que me pagaría si quedaba bien tuve que disimular el entusiasmo. Hubiera hecho diez montajes por ese dinero. Le indiqué que en una semana lo tendría listo, más que nada para justificar la suma, y que le imprimiría la foto en varios tamaños. La quiero sólo en digital, me cortó, dos copias, una con tu firma, por favor. Me sorprendió. En general me pedían que sacara marcas de agua. Le expliqué que no era necesario, me pagaba así que podía dejarla sin firmar. Si queda bien, repitió, la voy a compartir. Vas a crear algo nuevo con estas imágenes, déjame reconocerte el trabajo. Recién entonces, cuando me daba la espalda y salía del local, sentí algo extraño en su voceo, como si fuera extranjero.

El montaje me llevó un par de horas. Empecé por retocar las sombras, ajustar los colores y con eso ya casi tenía la imagen de la pareja. La amplié y examiné detenidamente. Corregí un par de zonas en las que habían quedado vestigios de uniones. Recorrí el piso, a ella, percibí la textura de su ropa. Busqué, sin éxito, transparencias que me permitieran espiar sus pies. Descalzos, me repetí. Pasé a él, parado detrás, con esas zapatillas tan fuera de lugar. Adiviné su mano sobre la cadera de ella, gracias a mí, de manera tan diferente a como yo la hubiera tocado. Su reflejo en la ventana no tenía errores. Examiné la barra de madera, la bandeja con frutas, el brillo de la cera de las manzanas, el ombligo de una naranja, la piel del kiwi y unas ciruelas moradas. Eran reales. Me acerqué al reloj, además de la hora, marcaba la fecha, TU 03/27 y la temperatura, 73,4 °F. Importado. Podría haberlo dejado así, pero sentía que estaba incompleto, faltaba eso que nos hace reconocer al fotógrafo cuando vemos una imagen. Algo del montaje seguía ahí, invisible, pero perceptible. Pensé en la forma en que digitalizábamos fotos. Imprimí una copia en 27 por 18 pulgadas. Centré la impresión en un panel y busqué la mejor cámara del negocio. Me ubiqué, como si los hubiera tenido en frente, en su casa, y disparé varias veces. Chequeaba cada toma en el visor y modificaba los ajustes. Me quedé con 5 imágenes. En la pc, probé diferentes correcciones y seleccioné la mejor.

Había fotografiado a la pareja. Hice una copia, dejé mi nombre con marca de agua y pasé los dos archivos la memoria, junto con los originales. Me decepcionó no poder ver la reacción de mi cliente. Mandó un cadete, con el dinero en un sobre, que le devolví con la tarjeta. El montaje era excelente. Estaba seguro de que le había gustado, porque no volvió por el local. Esperé unos días, tenía la esperanza de que pasara con ella y hasta fantaseaba con que me encargaran unas fotos. Serían en su casa, o aire al libre y entonces podría pedirles que posaran, que ella me mirara y luego dirigiera la vista a algún objeto detrás de mí, que levantara su pollera, porque la veía con la misma ropa, para poder descubrir sus pies. 

Con el tiempo acepté que no regresarían, me olvidé del montaje y de él. A ella dejé de esperarla, aunque cada tanto miraba su foto, que había guardado. Volvió a mi cabeza unos años más tarde. Tan nítida y persistente como si no hubiera pasado el tiempo. Fue cuando me encontré frente al matrimonio Arnolfini y a una guía que explicaba la pintura. Uno de mis propósitos era ver las obras van Eyck en la National Gallery, así que, siguiendo el plano, busqué la sala en la que se encontraban. Al atravesar la entrada quedé frente al cuadro. Seleccioné el código en la audioguía y escuché mientras observaba la obra manteniendo distancia, para no interferir con un grupo de turistas. Me concentré en el audio. La pareja me perturbaba ¿Qué se ocultaba en esta supuesta celebración de casamiento? La descripción no me ayudó a descifrarlo. De las diferentes interpretaciones me inclinaba hacia la de la posible representación de un exorcismo para recuperar la fertilidad. Esta ceremonia, más inquietante que el matrimonio, se ajustaba mejor a la atmósfera que emanaba de la obra. El dato de que la pareja no haya tenido hijos reforzó mi inclinación hacia esa teoría. El grupo se alejó y fue reemplazado por otro, tan rápido que no me dio tiempo a acercarme más. Estaba ido. Había entrado en el estado de vértigo suave que me producen los museos. La guía que acompañaba al nuevo grupo hablaba un inglés claro y pausado. Sus manos me alertaron. Las movía tanto que temí que tirara el cuadro de un cachetazo. Cuando señaló el espejo pensé que lo tocaría e imaginé las alarmas.

Pero no, con una sonrisa se detuvo en la pareja que quedaba fuera de la obra salvo por su reflejo, y en la firma del autor, en el centro, Jan van Eyck has been here, fourteen thirty-four. Repitió el año, después de una pausa. Esta era una forma de legitimar el casamiento, la pintura funcionaba como un contrato nupcial, 1434. Era la teoría más aceptada, sonrió. En esa época solo se requerían de los testigos para formalizar el matrimonio y éstos se veían en el reflejo del espejo. However -la guía estiró la palabra y la sonrisa- se había descubierto otro documento. Me saqué los auriculares y me acerqué. Sentí la mirada grupal condenándome por hacer uso de su guía, pero no me importó. Entonces dijo que ese documento establecía que Giovanni Arnolfini se había casado en 1447, trece años después de la obra y seis después de la muerte de van Eyck.

Muchos no captaron el significado de lo que acababa de decir, otros se miraron confundidos. Yo había empezado a sentir náuseas cuando un agudo what if me sacudió. What if, y otra vez la risita y las manos suspendidas antes de volver a ondularse con la explicación. ¿Y si el hombre no era Giovanni Arnolfini, sino Giovanni di Nicolao Arnolfini, también asentado en Brujas y casado con Constanza Trenta en 1426? Le encantaba esta hipótesis, la sonrisa se ampliaba y sus dedos se agitaban sobre las figuras. Constanza había fallecido al dar a luz a su único hijo en 1433. La pintura podría haber sido encargada como un homenaje a la esposa muerta.

Varias personas asentían. Eso explicaría lo enigmático de la obra. Giovanni di Nicolao y su esposa, embarazada, traída desde otro tiempo por un pintor, que dejaba constancia de haber estado en ese momento con ellos.

Me tapé la boca, el vértigo se había acentuado tanto que tenía ganas de vomitar. Quería sentarme, pero la única silla a mis espaldas estaba ocupada por el guardia que custodiaba la sala. Me alejé del grupo y pude escuchar un suspiro de alivio de alguno de sus integrantes. Miré el cuadro antes de dejar la sala y recordé. Me vi fotografiando el montaje, firmándolo. Cerré los ojos y busqué desesperadamente, en las imágenes que tenía grabadas, algún indicio de que la chica, que había tomado de la primera foto en ese momento, estuviera viva. Caminé lo más rápido que pude en busca de la salida. Escuché las palabras de mi cliente, vas a crear algo nuevo, cuando el aire húmedo y frío de Trafalgare Square me golpeó la cara.

Biografía

Flavia Pelizzardi es miembro del taller de escritura creativa que dicta Patricia Ratto. Ha participado de talleres de escritura a cargo de Hernán Ronsino, Jorge Consiglio, Fernanda García Lao, entre otros. Ha publicado cuentos en antologías, y en el año 2013 obtuvo el tercer premio del concurso Itaú Cuento Digital.
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