Mirate. Encerrado en este baño minúsculo, lejos de tu casa, disfrazado de chico elegante sport un poco sexi medio sensible algo intelectual con una pizca de canchero. Calculaste todo: la camisa de lino de feria americana, las zapatillas Converse nuevas, los jeans Garzón García rotitos en las rodillas, el morral de Jujuy con tufo a sahumerio de sándalo, todo, todo, todo, calculaste todo. Hasta las charlas planificaste: un poco de política y un poco de series, un poco de ecología y un poco de libros, un poco de fiestas y un poco de viajes, un poco de música y un poco de mascotas, en fin, un poco de todo y un poco de nada, para todos los gustos, cualquier cosa, lo que venga, todo sea por coger.
Y ahora mirate: cara a cara con tu reflejo partido al medio, cara a cara con tu vergüenza, cara a cara con tus malísimas, pésimas, horribles, espantosas decisiones de siempre. Porque vos solito te trajiste hasta acá y ahora vos solito vas a tener que encontrar la manera de escapar.
¿Por qué no te quedaste en tu casa? La comodidad de tu somier queen size, la certeza del control remoto en tu mano derecha, la tibieza de Vulcano ronroneando sobre tu panza, la seguridad de la gran N roja llenando toda la pantalla de tu Smart tv. Una birrita helada en la mesita de luz, una compotera con aceitunas y otra con papitas, quién te dice un chocolate. Todo presagiaba una noche de sábado de campeones y vos la venís a cagar con tu pelotudísima pretensión de “conocer gente”, eufemismo por antonomasia de coger, garchar, ponerla, culear, copular, fornicar, lustrar el sable, etcétera.
“Conocer gente”. Sí, claro.
El que no arriesga no gana, dicen. Mirá vos. Y ahora mirate: arriesgaste todo y ganaste un atrincheramiento en un baño de azulejos verde agua y un espejo casi roto con un chongo fallido que custodia la salida. La magia ocurre fuera de la zona de confort, declaman los coachs motivacionales. No me digas. Y ahora mirate: acá estás, bien lejos de tu zona de confort, haciéndote el aventurero y pasándola como el orto.
¿Y sabés qué es lo peor de todo? Ni siquiera tenías ganas de coger. No tenías ni un cero coma uno por ciento de calentura en sangre esta tarde cuando manoteaste el celular y, así como quien no quiere la cosa, entraste a Tinder. Y después a Grindr. Y después a Manhunt. Y menos mal que no tenés más espacio en ese teléfono porque te hubieras bajado hasta el Duolingo de citas si existiera. La cosa es que hubieras dado todo por una salvaje maratón de The walking dead con Vulcano ronroneando sobre tu panza y la latita de birra y las aceitunas y las papitas pero sucumbiste a la presión de tener que demostrarle al mundo que seguías siendo sexualmente activo. No activo de rol, claramente, sino de vigencia. Se entiende. Y por esto, lo de la presión, no puedo culparte. Porque después de pasar tres —¿o ya son cuatro?— meses sin ponerla cualquiera siente en la nuca la mirada juiciosa de la sociedad. Esa sociedad que constantemente te pregunta y te demanda y te exige que regularices tu frecuencia sexual. No pueden tolerar que uno sea feliz sin coger por un tiempo, o incluso sin coger nunca más. Y te hacen sentir que te falta algo, que estás roto o incompleto, que sos un perdedor. Esa es la palabra: perdedor. Y les funciona. Les funciona porque uno les cree y uno cae y se baja Tinder y Grindr y Manhunt y hasta el Duolingo de citas si existiera y se inventa unos garches forzadísimos con cada pelotudo que anda suelto por ahí mostrándose en cueros o con el perro o con la torre Eiffel de fondo y todo eso para al día siguiente poder decirle a nadie “anoche cogí” y que el temporizador de la abstinencia vuelva a cero.
Si conocerás de esto.
A veces sale bien, hay que decirlo. Tampoco seamos tan anti. A veces salen buenos polvos y hasta buenas charlas. Pero hoy no. Hoy lo único que salió fue tu instinto de huida. El tema ahora es cómo carajo huir.
Lo supiste ni bien te bajó a abrir. Habías visto unas cuantas fotos en su perfil de Grindr, sí, pero por algo las fotos son fotos y las personas son personas. Lo que te calienta de alguien no sale en las fotos. Es como un aura, una radiación, una frecuencia. Está o no está. Y acá no estaba. Mientras lo seguías escaleras arriba hacia la puerta del departamento pensaste que tal vez eso podría aparecer con el porro y la charla, pero no solo no apareció sino que a medida que avanzó la noche el chabón te fue gustando cada vez menos. Ni el tono de voz, ni la risa, ni los movimientos, ni la mirada, ni los gestos. Ni lo que decía. Media hora explicándote la filosofía de fraternidad del crossfit, otra media hora contándote lo difícil que fue conseguir entradas para no sé qué fiesta electrónica y después otra media hora alabando a la empresa de marketing para la que trabaja. Temas que te chupan un huevo, básicamente. Encima ese porro te pegó con todo y al rato ya no le entendías casi nada. Nunca te preguntó que hacías vos, qué estudiabas, de qué vivías, solo habló de él, no con vos sino hacia vos, sin parar. Te pusiste a pensar en que tenías que comprar lavandina, imprimir los apuntes para el examen de Física mecánica IV, llevar a Vulcano al veterinario, podar el helecho, arreglar con Pedro el cambio de horario en el laboratorio, sacar turno para el pasaporte, todo esto alternado con consideraciones fugaces acerca de si cogerte al pibe o no, tratando de pasar por alto el timbre insoportablemente nasal de su voz, esforzándote por superar ese mentón pronunciadísimo con forma de pelota de pimpón, espiándole los músculos de los brazos, evaluando el ancho de la espalda, imaginándotelo desnudo, haciendo todo lo posible para que te guste y para despertar en tu sangre helada la calentura hace tanto tiempo dormida. En un momento decidiste que no, que no querías coger con él, que querías irte a tu casa. Y justo ahí el flaco se acordó de que existías, te vio por primera vez como un ser humano y no como un mero depósito de sus anécdotas y reflexiones e interrumpió su soliloquio para agarrarte de la nuca, acercar tu cara a la suya y estamparte un beso.
Y bueno. Si hay que hacerlo hay que hacerlo. Así que respondiste al beso. Y, como era de esperar, tampoco te gustó su manera de besar: sobreactuada, impostada, forzada, pasión de tutorial. Después te metió la mano entre los botones de la camisa y vos te sentiste en la obligación de proceder más o menos similar así que le acariciaste la pierna y en un momento él se sacó la remera y ahí te diste cuenta de que ya era demasiado tarde para abortar la misión. Hasta exactamente cinco minutos atrás todavía podías decir algo como “bueno, yo me voy yendo porque mañana temprano tengo que remontar un barrilete en Agronomía con mi sobrino, estuvo lindo, vamos hablando”, pero ahora, con el chongo en cueros y la boca toda baboseada por el besuqueo ya se complicaba. A ver: tarde no es nunca, como poder podrías haberle tirado lo del barrilete y el sobrinito y Agronomía aún en esa instancia de chape y semidesnudez, pero pensaste que el costo psicológico que implicaría cortarle el mambo a esa altura de las circunstancias sería exponencialmente superior al que supondría garchártelo y ya. Así que fuiste a por esa. Esto se resuelve con un polvo rápido y taza taza. Qué tan terrible puede ser. No sería la primera ni la última vez que cogiste con alguien sin ganas solo para salir del paso.
“¿Vamos a la cama?”, te preguntó, aunque no fue pregunta sino enunciado, explicitación del único destino posible, ese destino que vos ayudaste a construir con cada una de tus pésimas decisiones de esta noche y que seguiste construyendo cuando te paraste del sofá y lo seguiste hacia la pieza.
A pelar oficio, muchacho. Vamos que sale. Cuanto más rápido termines con esto más pronto te vas a poder ir. Todo eso pensaste, ¿te acordás?
Pero en la cama las cosas se complicaron. A vos se te complicaron, porque el chongo ni enterado. Lo sabido: luces bajas, más besos, más caricias. Ahora tu mano fue —tuvo que ir— un poco más allá de la pierna, al mismísimo bulto —¿a dónde más si no?— y apa, te encontraste con un tamaño y una dureza que en circunstancias normales deberían haberte remilcalentado pero que en ese momento solo te produjeron terror. Ese tamaño y esa dureza eran el indicador táctil del abismo que separaba su vivencia de la tuya: el fuego y el hielo, la pasión y la repulsión, él queriendo cogerte y vos luchando por sobrevivir.
Y vos, nada. Tu verga nunca fue más minúscula, nunca estuvo más blandita y retraída que en ese momento. Hasta los huevos tenías encogidos. No entendías qué carajo pasaba, por qué tanta repelencia, por qué tu cuerpo se te rebelaba de esa manera. Que no lleve la mano ahí, que no lleve la mano ahí, que no lleve la mano ahí, rogabas, y cuando sentiste el roce que subía por tu pierna en esa exacta dirección y escuchaste el tintineo de la hebilla del cinto al abrirse te sentaste de golpe y dijiste las palabras mágicas que te trajeron a esta prisión de azulejos verde agua: “¿El baño dónde está?”.
Y ahora mirate. Acá, sosteniéndote a duras penas del borde de la pileta con la camisa toda arrugada, la hebilla del cinto colgándote del pantalón como una víbora muerta y el corazón martillándote el pecho. Y el temblor. En las piernas, en los brazos, en la mandíbula. Tenés que controlar esto. No podés tener un ataque de pánico en este baño. Te lo prohíbo.
El agua corre sin parar desde que cerraste la puerta. Muy poco ecológico, es verdad, pero dejar la canilla abierta es la única herramienta que tenés a mano para simular que estás haciendo algo acá adentro. Cómo tarda este chico en lavarse las manos, estará pensando el pibe. Cerrá esa canilla, haceme el favor. Ninguna, absolutamente ninguna de las actividades que se puedan realizar en un baño requieren diez minutos de canilla abierta. No es verosímil. Vas a tener que encontrar algún otro ruido, cualquiera, solo para que el flaco no piense que te desmayaste. Mové ese desodorante, carraspeá, pateá el tachito de la basura, corré la cortina de la ducha, silbá. Eso. Ahí va. Así está bien. Pará, frená un poco, tampoco es cuestión de hacer un concierto de ruiditos. Bien. Y ahora, calmate. Respirá profundo. Inhalá paz, exhalá tensión, inhalá luz, exhalá oscuridad, sentí cómo tu vientre se hincha y se deshincha, cómo el aire viene y se va como las olas del mar. Todas esas horas de meditación guiada con la gallega de Youtube tienen que haberte servido para algo. Es importante que recuperes el control de tu respiración, que dejes de temblar, que normalices tu ritmo cardíaco, que abras esa puerta y le digas al pibe que te vas a ir. Y punto. Y es importante que lo hagas antes de que él se te adelante y golpee la puerta y te pregunte si estás bien, cosa que va a suceder en cualquier momento porque hace ya diecisiete minutos que estás encerrado acá. Cada segundo que pasa es peor. Vamos. Ahí va, eso, ya estás mucho mejor.
Ponés la mano en el picaporte. Afuera no se escucha más nada. Raro. Al principio escuchabas algún que otro crujido de la cama, un carraspeo, el chasquido del encendedor. Ahora nada.
Es ahora. Salí. Ya.
Abrís la puerta y lo ves tirado sobre la colcha, tan en cueros como lo dejaste, inmóvil. Los ojos cerrados, la cabeza levemente ladeada. Su respiración es lenta y limpia, ni un rastro de ronquido. Tanto porro y tanta espera no fueron gratis.
Bueno, ahora tenés que despertarlo y pedirle que te abra. No queda otra, mi cielo.
Pero no. No querés despertarlo. Lo que querés es ser abducido por un ovni y devuelto a tu casa sin que medie palabra con otro ser humano y mucho menos con este. Desaparecer acá y aparecer allá. Teletransportarte. Lo que querés se llama ciencia ficción o magia. Bueno, justo eso no es posible, pero tal vez sí sea posible irte sin despertarlo. No tiene tu Instagram, no sabe cuál es tu apellido, ni siquiera se pasaron los números de WhatsApp. Toda la comunicación fue a través del chat del Grindr, así que solo es cuestión de bloquear su perfil y listo. Jamás sabrá cómo ni donde encontrarte. El crimen perfecto.
El plan es simple: fugarte del departamento sin hacer ruido y esperar en el palier junto a la puerta de entrada hasta que aparezca algún vecino que te deje salir. Así que vas al living y tratás de abrir la puerta. Tiene llave. Buscás la llave. Por todas partes. Requisás el departamento entero. No la encontrás. Volvés a la pieza y mirás al chongo durmiente, específicamente sus pantalones, más específicamente el bulto —el chiquito, no el grande— que se aglomera en uno de los bolsillos.
Qué mal que te fue.
El pibe se mueve. Se acomoda, cambia la posición de la cabeza, murmura algo. Vos te quedás paralizado pidiéndole a Dios, Yavé, Alá, Zeus, Atón o como quiera llamarse que no se despierte. El flaco vuelve a sumergirse en el sueño. El peligro pasó. Por ahora.
En ese momento ves la ventana del cuarto. Y ves que no tiene rejas. Y recordás que estás en un primer piso. Y los cabos —que no son muchos, la verdad— se atan en tu mente hasta ofrecerte en bandeja la única solución posible.
Vas hacia la ventana, girás la perilla, abrís una hoja tratando de hacer el menor ruido posible. Te acaricia un vientito fresco, qué lindas son las noches de noviembre. Te asomás: la calle está desierta y un farol moribundo tira una tétrica luz de sodio sobre unos pocos autos estacionados. Mirás para abajo. Baldosas. Duras. Y sí, ¿qué esperabas? ¿Una cama elástica? Calculás la distancia. Serán dos metros y medio, tal vez tres. No es tanto. La clave es flexionar las rodillas ni bien tocás el suelo para amortiguar el impacto y así no joderte las articulaciones. Una vez leíste eso en una nota que explicaba qué hacer si estás en un ascensor que se cae. Esto debe ser más o menos lo mismo.
Bueno, manos a la obra. Estás a un salto de dejar atrás la peor cita de tu vida. Poné una rodilla en el marco de abajo. Bien. Ahora poné la otra. Agarrate bien del marco de arriba. Ahora apoyá el culo y pasá las piernas para afuera. Eso, así, bien sentadito. A la cuenta de tres saltás. No te olvides de flexionar las rodillas al tocar el suelo. ¿Listo? Uno… Dos…
“Ey, ¿qué hacés?”, pregunta una voz a tus espaldas. Se te frena el corazón. Mirás por sobre tu hombro y ahí está el flaco, en la cama, levemente incorporado sobre los codos, los abdominales marcados, la ceja alzada en un gesto de desconcierto. Y te excusás explicando que solo estabas tomando tomando aire y te girás para volver a entrar pero cuando metés la pierna perdés el equilibrio y te vas para atrás y tratás de agarrarte del marco pero no lo alcanzás y caés de espaldas a la noche fresca de noviembre.
Mirate, suspendido en el aire patas para arriba como si alguien te hubiera puesto en pausa, a punto de estrolarte la cabeza contra el piso. Mirate, pensando en que visto desde el marco de la ventana el pibe al final estaba bastante guapo. Mirate, comprendiendo demasiado tarde que, como todo en la vida, solo era cuestión de encontrarle el ángulo.