Cuento antologado en la Edición Especial del Concurso de Narrativa de Fundación La Balandra

Melón con jamón

Algo original, fresco, fácil de preparar. Al mediodía, con poca gente. Y que fluya. Algo sin humo ni carbón. No quiero recibir mensajitos de “¿llevo pan?”. No me gustan. Así que recordé el melón con jamón que me preparaba mi abuela y simplemente dije sí. Va con el verano, va con mi pileta, va conmigo. Y para tomar: daiquiris.

Dados perfectos de melón, envueltos con jamón crudo, sostenidos por unas cancherísimas espaditas de acrílico multicolores y servidos en esas bandejas de diseño pop que hace rato quiero estrenar. Elda pensó que podía ser con jamón cocido. Me reí y la mandé de vuelta a la fiambrería. Me odió pero al final le expliqué la gracia de lo agridulce. Creo que en un momento dejó de oírme porque volvió a contar la cantidad de reposeras en voz alta.

Actualizo la aplicación del tiempo en el teléfono: despejado y 35 de máxima. Soy feliz de nuevo. El día de pileta será perfecto. El césped está tan prolijo que parece el fondo de pantalla de Windows. Me río. Sé reírme de mí misma. Elda no tanto. Le dije que quería que el agua se viera “bien azul” y no tardó ni dos segundos en contestarme “el agua es incolora”. Respuesta de tercer grado: incolora, inodora, insípida. ¿Elda terminó la primaria? Nunca antes me lo había preguntado.

Llegan todos los invitados a la una en punto y la coincidencia me altera. Doy algunos besos en el aire porque estoy apurada y quiero que pasen directo al patio. Detesto que la gente haga comentarios sobre cuadros y portarretratos y en mi living hay mucho de ambos. “¡No puedo creer! ¡Sos un calco de tu viejo!” Marcela Morresi agarra la foto de mi papá con las dos manos y su sobreactuación nos frena a todos. “No soy parecida”. “Bueno pero un aire”. “Bueno pasemos al jardín”. Le quito el portarretratos y se lo paso a Elda mientras pongo una sonrisa estandarizada como de promotora de supermercado. Elda me copia y suma algunas señas indicando el camino.

Detrás de Marcela, entran Tobías, que vino con un amigo canadiense, Roxana Tillman y su marido, mi amiga Leti de yoga y su novio. Roxana y Marcela prometieron no hablar “nada pero nada” de trabajo porque las amenacé con echarlas, un poco en chiste pero bastante en serio.

A los quince minutos, observo desde la ventana de la cocina que se han formado dos grupitos. De un lado de la pileta está Marcela con Tobías y Duncan -así se llama el canadiense- y del otro Roxana y Leti con sus respectivas parejas. A pesar del ruido que Elda hace sacando hielo de las cubeteras, alcanzo a escuchar “summer in the southern hemisphere is very hot” y mi mente anticipa los planes de Marcela para el resto de la tarde.

Abro la heladera y compruebo que Elda amontonó las compras del súper como un tetris absolutamente peligroso: si saco la botella de ron se cae la manteca, si muevo un melón, rompo dos huevos. Evidentemente cuando le pido las cosas, en algún momento deja de escucharme. Tal vez tenga que motivarla como me aconsejó Roxana Tillman, que es coach certificada y guió a un montón de gente de la empresa hacia su mejor versión.

Avanzo cuidadosamente hacia el jardín con una bandeja colorida llena de cubitos de melón envueltos en jamón crudo. La contemplo como si fuera una obra de arte ajena. Le pongo un like mental mientras sonrío y trato de no pisar la manguera que Elda olvidó enrollar.

“¡Quedate ahí un segundo no te muevas!” Marcela Morresi avanza en cuclillas por el césped con el celular en la mano y por un segundo me desconcierta. Luego le dice “I love take great pictures” al canadiense. Me detengo a posar con mi bandeja y me pide que me acomode mejor por la luz y “para que se vean los meloncitos”.

Elda se pone a enrollar la manguera con una lentitud exasperante así que decido ocuparme de buscar más hielo yo misma. Tobías me sigue hasta la cocina y me pregunta si hay empanaditas, pizza o “algo así” y de su frase tengo que deducir que la idea del melón con jamón es una suerte de ritual exótico.

“Metete al agua con el estómago lleno, nadá un poco y después te tomás un daikiri”.Las instrucciones de Roxana Tillman a su marido se escuchan a todo volumen y siento un poco de vergüenza ajena. “Es el típico buenudo”, diría Elda si la dejara opinar pero esta vez quedamos en que todos los comentarios los haremos al final.

Leti me dice “venite culo inquieto” con una sonrisa y decido unirme a su grupo. Me desinflo sobre una de las reposeras y me sorprendo de mi propio cansancio. <Crees lo que creas> dice la remera que lleva puesta Roxana, que no para de hablar. El novio de Leti le sostiene la mirada aunque se nota cierto esfuerzo.

La bikini de Marcela Morresi resulta mucho peor de lo que esperaba. El estampado combina manchas de leopardo y hojas de palmera pero la superposición es confusa, como un collage hecho por niños. En la parte de arriba creo ver un ojo de leopardo pero aparto la mirada para disimular. “Me encanta Marce que se anima a todo” me dice después Roxana pero decido no entrar en su jueguito.

Leti me pide un inflador y antes de que le pregunte para qué, saca una pelota desinflada de su bolso. “¡Es la que usamos en yoga!” me dice con un entusiasmo excesivo y automáticamente me recuerdo frotándome sobre ella en mi lucha desigual contra la lumbalgia y el estrés.

Del otro lado de la pileta descubro que Marcela Morresi está desarmando los paquetitos de melón con jamón mientras hace monerías y caritas delante de Tobías y el canadiense. Ajusto la mirada para entender la escena y compruebo que alternativamente le reserva las fetas de jamón crudo a Tobías mientras le acerca cubitos de melón a Duncan directamente en la boca. 

Elda irrumpe explicándonos que el “señor Tobías” no come melón y que su amigo “yanqui” es vegetariano. Leti y Roxana se ríen de forma breve pero precisa, como si estuvieran guionadas. Le pregunto a Elda por el inflador y me dice “no tenemos” pero se ofrece a ir de una corrida hasta la gomería. “No es necesario”, dice Leti pero Elda, repentinamente solícita, aclara que ella no tiene nada mejor que hacer y desaparece del jardín a toda velocidad.

Me acerco al trío de Marcela, Tobías y Duncan y les pregunto si piensan meterse en la pileta. En realidad es otra forma de decirles que dejen de desarmar los paquetitos de melón con jamón. El canadiense me contesta con un ambiguo “great the pool”. Lo miro esperando una ampliación de su respuesta pero al final reparo en las comisuras de sus labios. Se le escurren restos de los cubitos de melón que Marcela Morresi le metió en la boca.

“¡Un vegetariano de un lado y un carnívoro del otro!”. Marcela Morresi abre los brazos como si acabara de desembarcar en una isla desierta, todos festejan su comentario y al final le dice a Roxana Tillman “¡Ah pero yo soy omnívora!”. Una pequeña risita cómplice parece hermanarlas de forma repentina. Finjo entender el chiste pero me quedo mirando las tetas de Marcela Morresi con sus leopardos recortados justo en la parte dónde se le marcan los pezones.

El marido de Roxana Tillman nada como perrito y ella lo mira como si fuera un hijo durante el primer día de colonia de verano. Leti dice algo acerca de que la forma de nadar refleja la personalidad pero es evidente que está incómoda. Su novio directamente escapa hasta el grupo de Marcela Morresi, que le hace palmaditas sobre su lona amarilla para avisarle que tiene un “lugarcito”.

Me voy al baño pensando en Elda y la gomería. Imposible no creer que fue una excusa para irse. Ya lo ha hecho con las pastillas de cloro que “no se consiguen en el barrio”. Inventa negocios lejanos que no tengo tiempo de chequear y desaparece durante horas. Escucho varios splash seguidos mientras estoy sentada en el inodoro y vuelven a mi cabeza las imágenes de Marcela Morresi alimentando al canadiense como si fuera el pescadito de un acuario. “Omnívora”. Qué impresentable.

Salgo del baño con una ligera descompostura pensando si los daiquiris que tomé los preparó Elda, Tobías o quién. De vuelta en el jardín, veo a Marcela Morresi en el centro de la pileta, con los breteles medio caídos y la mirada en cualquier parte. En el agua también están “el carnívoro”, “el vegetariano” y el novio de Leti. Murmuran algo y la miran. Presiento que se viene una de esas bromas estúpidas que hacen los hombres cuando están juntos y no sé si estoy lista para presenciarla.

Elda irrumpe en el jardín con los brazos en alto y la pelota entre manos. Leti y Roxana Tillman la escoltan de un modo gracioso pero calculado, como si la pelota fuera de cristal o como si supieran que Elda es un ser impredecible. “¡Pool voley!” grita Marcela Morresi. Los hombres festejan su idea.

Me voy a la cocina en busca de una aspirina y escucho a mis espaldas murmullos entre Leti y Roxana. A los quince segundos, la tengo a Roxana parada detrás mío mientras revuelvo mi canastita de analgésicos. “Estás pálida” me dice súbitamente y no logro entender si es un diagnóstico o una acusación. Le respondo que es una exagerada y se vuelve más enfática. “No, no. Mirá. Recién estabas espléndida y ahora estás blanca”.

Ocurre todo tan rápido que mis reacciones se entorpecen unas con otras haciendo ligeros cortocircuitos, como el cableado de un electrodoméstico fallido. Roxana Tillman me muestra en su celular la foto que me sacó Marcela Morresi y no puedo chequear el color de mi cara porque antes de eso necesito reconocerme en esa foto tomada desde abajo en la que soy un ser amorfo y mal iluminado. Ni siquiera se lucen los paquetitos de melón con jamón que tranquilamente podrían ser confundidos con criollitas untadas con paté. 

“No estaba espléndida”. La miro fijamente a Roxana y me contengo las ganas de decirle más cosas pero hago una pausa para tomar la aspirina. Siempre me costó ese segundito en el que la aspirina roza la garganta. Era uno de mis temores de chica: que el agua no fuera lo suficientemente fuerte como para disolver la pastilla y que cortara mi respiración. El recuerdo actúa como una amenaza y termino tosiendo. Siento la mano de Roxana en la espalda. “Estoy bien” le digo con contundencia y ella retira la mano como si yo fuera una pava hirviendo.

Frente al espejo del baño compruebo que efectivamente perdí color. De forma extraña, en tiempo récord y sin ninguna lógica. No soy un calco de mi papá en el portarretratos pero tampoco soy la de la foto de recién. Soy una fotocopia mal sacada, una versión de mi misma que me intranquiliza, “no tu mejor versión” me diría Roxana, que por suerte tuvo el tacto de no perseguirme hasta el baño.

“¡You are on my team!”. Lo escucho clarito entre los sonidos acuáticos de distinta intensidad que se cuelan por la ventanita del baño. La omnívora de bikini aleopardada está asegurándose al canadiense en el voley; tal vez también en la cama. “¡Si la pelota sale del agua yo se las alcanzo!”. Elda servicial, proactiva, repentinamente predispuesta, siempre en mi ausencia, claro. Elda no está más en mi equipo o nunca lo estuvo.

Aparentemente el “pool voley” es un éxito, salvo que las risas vengan del patio del vecino y yo no esté dándome cuenta. La pelota contra la que froto mis lumbares en la clase de yoga de pronto se ha vuelto la verdadera atracción de la fiesta. Se escucha la voz de Leticia contando los tantos de los dos equipos. Yo sigo frente al espejo y analizo la opción de ponerme una base de maquillaje si mi palidez no retrocede.

El teléfono vibra varias veces. Estoy un poco aturdida así que tardo varios segundos en darme cuenta que está sobre el bidet. Lo agarro apurada: son notificaciones de Instagram. Marcela Morresi acaba de publicar la foto en la que según Roxana estoy “espléndida”. No alcanzo a leer el texto ni los comentarios porque rápidamente reaparece en mi garganta aquella sensación de la aspirina minúscula e ilocalizable que te raspa la respiración y parece que te ahogás.

Dejo el teléfono y las suposiciones y me concentro en untarme la cara con la base de maquillaje. Avanzo con torpeza mientras pienso en Roxana Tillman y su ridícula acusación. Luego recuerdo un acto escolar en el que me pusieron corcho quemado en la cara para hacer de negrita durante un acto del 25 de Mayo. Era vendedora de velas o empanadas. “Para qué la pintan si ya es negrita” dijo Laura Figueredo, que era como Marcela Morresi pero de la primaria.

Recibo dos toc-toc en la puerta del baño con una mezcla de sorpresa y satisfacción. Una parte mía piensa: “no se han olvidado de mí”. Pero otras partes piensan otras cosas: deben querer más hielo, menos melón, más infladores, menos jamón, una red de vóley.

Digo “ocupado” y nadie contesta pero tampoco escucho pasos que se alejan. Me apuro a desparramarme la base de maquillaje por toda la cara y al final intento descifrar mi nuevo color frente al espejo: bronceado zanahoria, polvo de ladrillo, rojo coral, terracota. No importa. De todos modos, seré la segunda persona más pálida después del canadiense. Me siento estúpida.

Cuando abro la puerta del baño, Marcela Morresi está parada como un soldadito. Lleva puesta la remera Crees lo que creas de Roxana Tillman y se nota que no tiene nada abajo. Me explica que la parte de arriba de su bikini estalló cuando jugaba al voley y pone labios de pato y gesto de nena boba mientras me muestra las dos copas rotas de su corpiño. “Salvame please, aunque no seamos el mismo talle”, me dice.

Bajo la mirada y observo en sus manos los retazos arrugados de su corpiño explotado. Los leopardos y las palmeras ahora son píxeles borrosos, como la foto mía que ella sacó y publicó. ¿Qué dijo del talle? Me altero. Volvería a tomar daikiri o ron puro aunque tuviera que detonar las montañas de botellas mal acomodadas por Elda en la heladera.

Marcela Morresi decide llenar mi silencio hostil con una recreación innecesaria del preciso instante en el que ella quiso rematar la pelota y sintió como un “pum” en el bretel. La interrumpo preguntándole dónde compró la malla. En lugar de responder “en Once” o “por catálogo” me lanza un “¿Vos estás bien?” mientras me escanea el rostro. Presiento que dirá algo sobre mi color de tomate artificial. No voy a prestarle nada. Ni un repasador.

Le arrebato el corpiño roto de las manos y arrojo los dos pedazos directamente en el tachito del baño. Caen justo encima de los bollos de papel higiénico. “Qué hacés”, me dice. “Eso no tiene arreglo”, digo, “metete así con remera, no pasa nada”. Me vuelve a preguntar si estoy bien pero sé que no le importo. No soy su talle ni su amiga, si me distraigo podría cogerse al canadiense en el quincho, poner a Elda en mi contra (aún más) o etiquetarme en más fotos donde salgo fofa, blanca, depresiva o mirando a la nada.

“¡Metete así! ¡Hagamos un concurso de camisetas mojadas!” Me río cuando lo digo pero ella retrocede. Todavía tiene las palmas de las manos hacia arriba como si no pudiera superar la sustracción de su corpiño de leopardos. “Vas a ganar vos Marce. Se te va a marcar todo”. Da otro pasito hacia atrás, breve e ilógico. Leo en su mirada todo el desconcierto de una persona que no sabe qué cara poner, como cuando alguien cuenta el primer chiste en un velorio y los demás no entienden si ya hay permiso tácito para reír.

Pero yo no estoy de humor. Me incomodaron los vegetarianos, los carnívoros, los libidinosos, los falsos, los torpes y los cómplices. ¿Y mi cara? Tal vez se vea como un salpicré de polvo ladrillo que intenta cubrir la suma de todos los disgustos. Pero no importa. Ahora no voy a mirarme al espejo. Ahora estoy ocupada clavando mis ojos en la cara de Marcela Morresi, la accidentada reina del pool volley que me tendió una trampa fotográfica.

“Mejor no me vuelvo a meter y listo”. Finjo no escucharla y vuelvo a mirar la remera que le prestó Roxana. <Crees> quedó sobre una teta y <lo que creas> sobre la otra. “Sí te vas a volver a meter. Sos la capitana del equipo de pool voley”. Esboza una sonrisita pero sigue nerviosa. Mi mal humor, en cambio, ha quedado estratégicamente pausado.

Sí te vas a meter. Y después vas a salir y vas a desfilar por el borde de la pileta con tu remera mojada y tus melones marcados. No sé qué harán los demás pero yo voy a declararte ganadora absoluta en el concurso de trolas. Te voy a hacer una corona falsa con los pedacitos de jamón crudo que manoseaste. La pelota gigante será tu trono y los tres tipos más babosos de la tarde te van a hacer “sillita de oro” y después va a salir eyectada hacia la pileta. Y ahí en el agua, yo voy a dar mis mejores esfuerzos hasta que te vuelvas incolora, inodora, insípida.

Biografía

El escritor Andrés Bacigalupo
Andrés Bacigalupo nació en Villa Mercedes, provincia de San Luis. Es licenciado en Comunicación Social por la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) y tiene una Diplomatura en Escritura Creativa de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF). En 2019 creó junto a Gastón Mary el podcast Alfabeta, en el que explora el impacto de la cultura digital en la vida cotidiana. Colaboró en las revistas Replicante (México), La Mujer de Mi Vida (Argentina) y con el suplemento Soy de Página/12, entre otros. Actualmente se desempeña como docente orientador de prácticas de lectura y escritura en la formación docente y de manera freelance creando contenido como ghostwriter. Su último proyecto personal es Guardar como.
Los que leyeron este relato, opinaron...

Súper llevadero

Me divertí muchísimo con este cuento. Suelo escribir con el mismo tono que el autor por lo que me sentí super atraída por toda la historia. Ágil, de fácil lectura e ingeniosa.

Maru Diego