El sonido del celular me sobresalta. A cualquier hora me pasa lo mismo, pero en este momento son las cuatro de la mañana. Norberto dice algo entre dientes y se da vuelta en la cama. Me levanto para hablar tranquila.
“¿Qué pasó?” Esa pregunta, ahora, es inevitable. “Bueno, mamá. Tiene razón Ester, no es hora. Más tarde cuando yo vaya”. Y, después de poco intercambio, la conversación termina siempre igual: voy. Me cambio las chinelas por unas zapatillas y me pongo una campera arriba de la remera.
Ocho cuadras. Son pocas. A veces se me vuelven eternas. Camino rápido. Corro. No hay nadie en la calle. A mitad de camino me doy cuenta de que no agarré la llave de la puerta. Si vuelvo pronto, no me queda otra que tocar el timbre y despertar a Norberto.
Esta mujer no puede manejarla, pienso, a pesar de todo ella sigue haciendo lo que quiere. Voy a tener que buscar a alguien con carácter. Ester me espera en la puerta. Está angustiada. Se disculpa e intenta explicarme. Vio cómo se pone. Usted la conoce bien. Le dije que era muy tarde, que esperara que usted viniera, pero no me hace caso y marcó su número. Lo reconoce por la foto del WhatsApp. Tendría que sacarla y poner una flor, otra cosa…
De espaldas a la mesada, vestida como si fuera mediodía, mamá me saluda sin darse vuelta. La rabia acumulada se me diluye en compasión. Cada día está más encorvada. Tiene puesta una pollera vieja y un pullover, aunque hace calor. El pañal es lo único que suma algún contorno a la figura indefinida de esa mujer que ahora es mi madre. A pesar de todo, me sigue pidiendo que le tiña el pelo -acordate de que es rubio claro ceniza, siempre-, que le pinte las uñas de rojo y que las zapatillas sean de taco chino.
La abrazo y le pregunto qué pasa. No es tan difícil, nena. Quiero comer duraznos de lata y esta, dice girando, mientras su índice apunta a Ester, no me deja. ¡Mirá que no voy a poder! Pero no sé qué han hecho con las cosas, con MIS cosas, de Mi casa. Me roban todo. Ahora no encuentro el abrelatas.
El cajón de los cubiertos está dado vuelta en la mesada. Se ve que esto empezó hace rato, pienso. Las primeras indicaciones del médico nos advertían sobre los cuidados que había que tener con cualquier objeto que fuera punzante o con el que pudiera lastimarse.
Aprisiona contra su cuerpo la lata de duraznos y con la otra sigue revolviendo el enjambre de cucharas, cucharitas y algunos tenedores. Me parece distinguir un pelapapas. Tampoco debería estar ahí. Todo está guardado fuera de su alcance. La hemos despojado de la galera y la varita que le permitían hacer su magia en la cocina y eso es algo que no me perdona.
Además, me dice alzando la lata con las dos manos, esta marca no es la que a mí me gusta. ¿Por qué me comprás basuras? Y sus ojos azules me tiran dardos. Ester, traé otra lata, digo guiñándole un ojo, y de paso, lo otro. Porque ahora hablamos así. Es una lengua rara, difusa como su memoria; decimos sin decir, hacemos gestos y evitamos ciertos nombres. A pesar de todo, hay días que insisto en explicaciones sin sentido que no la convencen de nada y que me agotan. Lo sé, pero no puedo evitarlo. Orillar la locura es lo que deben sentir los que pisan arenas movedizas. Un suelo inestable y cada vez más asfixiante.
¿Por qué no te sentás y descansás un ratito? No quiero. ¿Te hago una manzanilla? No. Quiero comer duraznos. ¿Es tan difícil? Y se aferra a la mesada esperando que Ester vuelva. Ahora sí, dice contenta, y aprueba la misma lata que dio una vuelta por el pasillo. Te olvidaste de … le digo a Ester que no trajo el último abrelatas que compré. Busqué un modelo que sus manos pudieran manejar. Claro, ya hace tiempo. “La mariposita ayuda. No hay reuma que se resista, doña. Va a ver qué bien lo va a manejar la abuela”, me dijo Elías, el del Bazar. ¿Cuántas latas abriste? Una, dos, no más que eso.
Ester me alcanza el abrelatas. Mi madre me lo quita. Y ahora ¿cómo?, me pregunto. Cómo le explico. Cómo la ayudo. Cómo la convenzo. Si sostenés la lata con un repasador va a ser más fácil, mamá. Así no se resbala, digo, y mientras lo enrollo. Yo puedo, Isabel. Cuando me llama así, sé que la tormenta está ahí nomás. Odio mi segundo nombre. No sé qué es esto, dice agarrando con la punta de los dedos el nuevo abrelatas. El mío es chiquito y tiene un pico que corta. ¿Dónde está? Lo tuvimos que tirar mamá. Estaba oxidado. Este es nuevo. Se lo compré a don Elías. Es más fácil. Lo agarra con firmeza y lo gira para todos lados. ¡Mirá acá! exclama con voz triunfante, pero mirá bien, dice acercándome a los ojos una de las alas de la mariposita. ¿Y? te lo vendió con la pintura saltada. Todas estas porquerías que comprás no sirven para nada.
Me tiro en la silla más cercana. Respiro hondo repetidas veces. Se siente vencedora y no quiero decir nada. He aprendido a festejarle estas victorias que la hacen feliz.
¿Cómo se pone, Isabel? Me paro y me pego a su cuerpo. Está tensa, concentrada en la tarea. Apoyo una pata sobre el borde de la lata. La sujetás así, digo. Después ubico mis dedos encima de los suyos. YO voy a abrir la lata, dice ella. Vos decime cómo hago con esta cosa. Hay que hacer fuerza mamá. Con esta mano sostenés la lata y con esta otra apretás las dos patas largas para que se clave la cuchilla, mientras yo… Vos nada. Vos si querés, agarrá el repasador. Ester se para de mi lado y me acaricia el brazo.
Acomodo el repasador. Mamá intenta apresar el borde de la lata. Su mano se resbala muchas veces. Insiste otras tantas. Ester se ofrece y se enoja más. Por fin, logra sostenerlo en el lugar y apretar la cuchilla para que se clave en la lata. ¿Y ahora?, me pregunta sin mirarme. Ahora hay que girar la mariposita, movés el envase de a poquito, esto da vueltas y así se va cortando la chapa. Se queda pensado mientras aprieta con fuerza. ¿Para qué lado?, pregunta. Para acá, digo mientras empujo su mano y el primer cric de la lata resuena en la cocina. Es fácil, comenta, mientras observo las venas de sus manos más azules por el esfuerzo. Bueno mamá, ahora hay que dar un montón más…todo alrededor, hasta que podamos pegarle el tirón. No me contesta. Otra vez la espera. Le arruiné la ilusión de lograrlo sola. Me parece que tiembla. No aprendo más, pienso tragándome las lágrimas. Me mira desanimada. ¿Y ahora? Avanzamos, mamá. Corré un poquito el lugar de enganche y le damos otra vuelta a la mariposita y así… Ahhh, comenta. Mientras tanto, pienso cuántas veces habrá que girar la lata, correr el agarre y esperar el cric. Ocho, diez, doce veces…
Creo que solo he escuchado tres o cuatro ruidos. Siento que me voy a caer, que no puedo más. Dámela. Yo termino. Le arrebato la lata. No hay resistencia. Lo esperaba. No quiero mirarla, pero estoy segura de que está transpirando. Sentate, ma. Abriste sola casi todo, la animo, mientras provoco un coro de crics repetidos que parece una serenata de grillos furiosos invadiendo la cocina.
De repente camina decidida al aparador. Ester, ¿dónde está la Pírex? ¿para qué la querés? grito como si estuviéramos lejos. Para poner los duraznos. Para qué va a ser. Avisame que yo los pongo, dice sin abandonar el puesto de vigilancia mientras Ester baja del último estante la fuente de vidrio.
Se acerca muy rápido. Está agitada, pero tiene los ojos brillantes y las mejillas rosadas. Acá, acá, los voy a poner. Tironea de la lata que todavía tiene la tapa colgando. La arranco y me corto un dedo. Siempre fuiste torpe, Isabel, me reta. Aprovecha mi descuido para quitarme la lata y comienza a volcarla en la fuente. El almíbar salpica la mesada. Las mitades brillantes caen y se hunden. Parecen soles ¿viste nena? Uno, dos, tres… cuenta. Acerca la lata y la apoya en el borde hasta que cae la última gota. Después, meticulosa, pasa el índice por cada charco dulce y se lo chupa con satisfacción.
Miro el reloj. Son las seis de la mañana del domingo. Un sol naranja empieza a filtrarse por la ventana de la cocina. Nosotras tres comemos duraznos en almíbar.