Ulises usa aros, son de color verde y tienen forma de perlas. Se sacuden y rebotan con desorden mientras baila frente a la pantalla gigante y repite los movimientos que indica la secuencia. Lo hace con delicadeza, estirando los brazos, las piernas, como si toda su humanidad debiera terminar en punta. Una canción de Dúa Lipa se oye por encima del murmullo del lugar. Cada acorde trae un gesto diferente, que Ulises asume siempre a tiempo, con atenta seriedad. A su lado hay otro flaco, un poco más desprolijo en su rutina pero más enérgico. Lleva pantalón de gimnasia y remera blanca. En la parte superior de la pantalla aparece la cantidad de aciertos. Los bailarines que ellos imitan tienen cuerpos de personas, figuras humanas, pero no se les ve la cara. Llega el final, Ulises termina con una rodilla en el piso y mantiene por unos segundos la pose. Lo aplauden. Enseguida viene el recuento de puntos y su nombre se puede ver en grande. Lo vuelven a aplaudir. Acaba de ganar uno de los torneos de la tarde. Dos chicas se acercan, le dan un beso, una tiene puesta una camisa blanca con corbata negra; la otra, le da una mochila. No prolongan el festejo por más tiempo y se pierden entre la gente.
Ulises no es hijo mío, ni siquiera lo conozco. Pero su imagen es lo primero que me detiene en el salón. La de su juventud, sus aros y esa forma de moverse tan natural frente a la mirada de todos, sin demasiado orgullo ni un poco de vergüenza. Mi hijo está sentado frente a una computadora, a pocos metros. Tiene puesto un gorro de lana negro y es más chico, no sólo que Ulises, sino que del promedio de las personas que hay en el lugar. Para ubicarme cerca tengo que abrirme paso entre quienes deambulan por ahí. Me cruzo con un cosplay que lleva una túnica de ninja azul, capucha y un barbijo que simula ser de metal.
Reconozco al personaje y me pongo de costado para que ambos podamos pasar. Llevo en la mano dos camperas de abrigo, grandes e incómodas para cargar.
Julián está con las manos puestas en un joystick que controla las acciones de un cocinero, que tiene que ir y venir, preparar los ingredientes, recibir pedidos, hornear, entregar a tiempo. No es que sea su preferido, sino que fue la primera silla que encontró vacía. A su lado hay otro juego con personajes de Lego, un poco más allá, un fantasmita se cae desde un precipicio y hay que direccionar su derrotero para que no impacte contra nada que lo pueda dañar. Le sigue una mesa interminable de juegos, uno al lado del otro, que da toda la vuelta y se extiende del otro lado, de frente a nosotros. Todos están ocupados. A nuestras espaldas, están los que se usan para los torneos. Tienen mucha gente alrededor y sus pantallas son más grandes. Contra la otra pared están los juegos desarrollados por los estudiantes de la universidad. En el fondo de la sala hay un escenario, donde se van anunciando turnos y ganadores. Cada participante que se presenta en la pantalla principal tiene grabado un saludo y un gesto de victoria o de derrota, según sea su suerte.
Trato de no perder de vista a mi hijo, que cambia de asiento y se ubica frente a un monigote que tiene que saltar y esquivar obstáculos, sin que su cuerpo termine destrozado y pueda pasar a la próxima escena. Me llama con la mirada. Me muevo con algo de dificultad por el pasillo, que en días de clases seguramente mostrará otra fluidez. Cuando presiente que me tiene cerca, se estira hacia atrás y me pregunta si lo vi a Link. Entiendo que es el personaje que está a su lado, de orejas largas, traje apretado al cuerpo, botas y espada. Una verdadera vestimenta de guerrera, aunque el cosplay tiene cara de varón. Dudo si fue eso lo que le llamó la atención o si se trata de un personaje que a él le gusta, y que yo desconozco.
En general, el público se divide en dos: los raros y los que saben. Entre los primeros están aquellos a quienes sólo les interesa jugar, llevan ropas sueltas, de color negro, barba, pelos de colores. Después están los que juegan como si eso fuera parte un saber que los prestigia, futuros emprendedores digitales o productores de juegos en línea. Usan remeras ajustadas y jeens. Todos, freak y eruditos, llevan mochilas y, tanto en uno como en otra bando, hay menos mujeres que varones. Un musculoso de bíceps al aire se aproxima adonde está Julián, que se cambió de juego y no puede avanzar de escena.
-Círculo, círculo -le aconseja.
La indicación falla y se convierte en tema de discusión entre quienes lo rodean.
-Es una falla.
-Al llegar ahi siempre se buguea.
Mi hijo se da vuelta, mueve los labios hacia abajo y abandona la silla y el dilema.
-Quiero ir a anotarme al torneo de Mario Cars.
Ahora nos tenemos que dirigir a una mesa donde se realizan las inscripciones para las competencias. En el panel figuran cada una de las opciones: Mario Cars, Rocket League, League of Leyends, FIFA 24.
-Yo me voy a jugar al Tetris.
-Vas a perder, pa.
-Cuando tenía tu edad era bastante bueno.
-Te van a ganar.
-No importa si me ganan.
Mi hijo graba sus gestos para la pantalla del escenario. Una reverencia y un puño cerrado. Yo pregunto si es necesario hacerlo. Me dicen que sí. Sólo me cruzo de brazos cuando me avisan que filman. La secuencia queda como una representación viejo gruñón. Mi hijo la reprueba alejándose lo más que puede.
Julián no es el más chico del lugar. Hay dos rubiecitos que vienen dando vueltas, corriendo, desde que llegamos. Los vemos sentados frente a la pantalla del FIFA. Se burlan entre ellos, se gritan los goles en la cara. Están a nada de agarrarse a cachetadas. Detrás de nosotros hay una mujer joven que se la pasa hablando por celular. Los pibitos están con ella.
Es bastante frecuente cruzarse con otros padres o madres. Pasan a las corridas tirados del brazo o se quedan cerca del juego, de pie, sosteniendo camperas. Una mamá pasa cargando a una bebé. Cerca de ella hay otra cosplay. La nena se queda mirando la máscara redonda, blanca, desproporcionada, esquelética. No sabe si asustarse o reír. La persona del disfraz, que supongo es una chica, le cede su amuleto con forma de hueso humano. La madre aprueba, se ríe y busca compartir el momento.
– Me perdí este momento de la infancia -me dice- ¿Adónde me llevaba mi viejo que no me acuerdo?
Yo sonrío, no agrego palabras. Me doy cuenta que es cierto, no tengo recuerdos de mis padres llevándome a pasear a un parque, un sábado por la tarde, mucho menos a jugar videos.
Otra mujer está detrás de un joven con lentes, que no parece haber venido con amigos. A diferencia de lo que ocurre en cualquier deporte, en un torneo de eSport el competidor está sentado y el espectador es el que se queda de pie. Inclinada hacia un costado, sosteniendo todo su peso en una de sus piernas, la mujer no da señales de estar muy a gusto. A veces se mueve, cambia las camperas de mano, se acerca levemente en dirección a la pantalla, no hace comentarios. ¿Qué debe hacer una madre cuando un hijo compite, aunque sea contra sí mismo? ¿Levantar la voz para dar aliento? ¿Callar en el silencio la multitud? ¿Cómo se alienta a un hijo sentado frente a una pantalla?
Anuncian a Julián para la carrera de autos. Lo tiene que hacer frente a otros tres competidores, todos más grandes. Los joystick que reparten son diminutos, una botonera minúscula suficiente para poner en marcha los vehículos que se ven en la tele. Uno elige jugar con Mario, otro con Luigi y otro con el villano. Julián se queda con una chica que anda en moto. ¿Qué debe hacer un padre frente a la decisión de su hijo de medirse frente a las habilidades de otros? ¿Debiera advertirle que pueden ser mejores? La carrera comienza, son tres vueltas. Los rivales parecen ser rápidos. Julián se choca con algunos obstáculos y rebota en las paredes de un túnel. Pienso que si estuviéramos en una cancha la situación sería más fácil. Se sabe qué se puede gritar, qué se puede hacer para que el hijo sienta que está acompañado. Hay otros que miran, que no son padres. Es como si ellos sí supieran cómo reaccionar a lo que se está viendo. Para los grandes, lo mejor parece ser el silencio, sobre todo si ya pasaron las tres vueltas y el cuadrado de pantalla de tu hijo muestra en grande el número cuatro como resultado. Hasta la llegada de un nuevo juego, la incomodidad se va a prolongar. No sé si es acertado consolar, decir una broma o ignorar la derrota.
De chico me daba vergüenza jugar en los fichines, me quedaba mirando durante horas cómo lo hacían los otros, opinando, memorizando escenas o movimientos para partidas que nunca iniciaba. A pesar de mis dudas y de mi timidez, a estos chicos, a este hijo, no les importa que los estén mirando. Y pueden quedar como perdedores, sin que eso sea motivo suficiente para no sentarse a esperar el turno y volver a correr. Miro a mi hijo y pienso que, a diferencia de antes, cuando sólo podía jugar el que tenía plata (o fichas), en este lugar sólo hay que saber esperar y pedir.
– ¿Después me dejás jugar a mí? -dice.
El Tetris era el único video al que me animaba en los fichines. No tengo presente puntajes o récords, sólo sé que lograba durar un poco más que el resto. Mi estrategia era simple: no perder tiempo ni con palos ni con cuadrados, esos no eran los que podían provocar problemas, cayeran donde cayeran se podía arreglar. En cambio, siempre había que estar atentos a las zetas y las zetas invertidas. No era fácil ver cuál era la pieza que seguía, por lo tanto lo mejor era jugar como si la próxima fuera una de esas, que no se podían poner en cualquier lado y eran capaces de romper todo equilibrio. Salvo en las formas de las figuras, el Tetris que me toca jugar ahora es muy distinto. Sólo hay contornos azules, cuerpos transparentes, fondos oscuros. Mi contrincante se llama Nahuel. En la pantalla se muestra con seriedad. Tiene cara aspera, grave, con perfil de estudiante de matemática que me intimida.
Le aviso a mi hijo que es mi turno, pero él no quiere verme. Me siento frente al monitor. Tengo que preguntar cómo se hace para bajar más rápido las piezas. Simulo entender y comienzo a formar líneas en una secuencia frenética, con una rapidez que me sorprende, pero que no sigue el mismo ritmo de lo que sucece en la otra mitad de la pantalla, donde todo es vértigo feroz. En los primeros tres minutos, logro completar veinte líneas. Nahuel hace más de cincuenta. Lo hace sin inmutarse, ni reírse. Sus dedos golpean el teclado, hacen ruido, con una sobriedad que se vuelve aún más grave cuando se convierte en el ganador del match. Ofrece un apretón de mano y se va.
En el edificio de la Universidad Nacional de Rafaela donde se hace la “Gaming West”, la iluminación está dada principalmente por el reflejo de las pantallas. No hay luces generales, apenas unos tachos de colores. A lo lejos, al final de la nave que alberga la convención, se ve un ventanal. Está cayendo la noche, pero pocos parecen darse cuenta. Entre ellos, Julián, que quiere seguir jugando a las carreras, a pesar de que ha vuelto salir cuarto, y ya no le quedan chances de clasificar a la ronda final. La sensación que tengo es que, hasta que no apaguen la última máquina, esta gente no se va a despegar de las botoneras.
Me pregunto: ¿cuántos de los que juegan hoy sus partidas de ganar o perder estarán mañana o cuando todo esto termine, apostando lo que no tienen en alguna ruleta virtual o en un partido de la liga inglesa, tratando de adivinar cuál es el primero de los equipos en lograr un lateral?
El director de la Licenciatura en Producción de Videojuegos, sube al escenario e interrumpe el sonido del lugar para anunciar que se realizará el desfile de cosplay. Lleva puesto un delantal blanco y una peluca de canas alborotadas. Dice que en Argentina hay veintiséis millones de personas que tienen alguna vinculación con los videojuegos y que eso representa un 56% de la población. Que somos el cuarto país de latinoamérica con mayor cantidad de jugadores y que se trata de un mercado diversificado: sólo el 35% lo hace a través de consolas. Y agrega que la universidad pública también debe ocuparse de la tecnología del entretenimiento. Nos habla a nosotros, a los padres, a los que íbamos a los fichines a fumar y tomar cerveza, a los que nunca pensamos que los videojuegos podrían convertirse en campo de estudio, en futuro trabajo. También menciona que se dictarán talleres de cosplay durante todo el año. Después se baja para dar lugar a Sub Zero, que sube acompañado de otro ninja con las mismas telas, pero de color amarilllo y negro, y con un mate y un termo en sus manos.
-Como el meme -dice Julián, que acaba de abandonar las carreras para venir a mi lado.
-¿Qué meme?
-El de Scorpión. Un argentino subió una foto tomando mate y ahora hasta aparece en la cinemática del Mortal Kombat, el juego de peleas.
-Sí, sé lo que es el Mortal Kombat. Hasta te podría ganar. ¿Vos conocés el Street Fighter?
-Está por ahí.
-En ese era bueno.
No hace falta aclarar la mentira. Exagerar mis hazañas de juventud suele ser una provocación habitual, que él ya conoce e ignora. Sabe que no fui bueno en los videojuegos ni tampoco en el fútbol, a pesar de que se abuela insista en señalar mi carrera mediocre, y le muestre fotos de otros años, de otros peinados y ropas. Es entendible el esfuerzo que ella pone en relatar partidos o goles. Para mis viejos fue un tiempo de compañía y satisfacción por el hijo que sabía manejarse con la pelota de manera aceptable. Desde que empecé a jugar, me fueron a ver a todos los partidos, me compraron los botines, me llevaron del mejor fisioterapeuta. Mi viejo, por ejemplo, me vino a abrazar llorando cuando gané el primer campeonato. Estuvo ahí cuando me fuí a probar a Boca, su club, y donde no quedé. Estuvo ahí cuando me fui a la pensión de otro club. Y estuvo ahí cuando debuté en la reserva. También lo estuvo cuando decidí dejar de jugar, y aunque jamás me cuestionó nada, supongo que debe haber llorado, a escondidas. Por eso es inevitable que Julián escuche este relato en las voces de sus abuelos. Cuando sale de mi boca, como sátira de futbolista estrella, él se ocupa de dejar en claro que sólo fui un jugador “de reserva”.
Vuelvo a pensar en una cancha de fútbol, en una tarde de sábado al aire libre, en una multitud de chicos con sus colores y camisetas, entrando y saliendo, padres apoyados al tejido, festejo de goles. Pero Julián nunca tuvo simpatía por la pelota. Le gustan los videojuegos, habla de ellos, se informa sobre ellos, se enoja, hace amistades. Y ahora me invita a jugar y ya no puedo negarme, menos aún después de aceptar que, si lo hago, nos vamos a ir a casa. Tres rounds del Street Figther. Esa es la promesa. Y la tarde va a terminar.
Nos trasladamos, los dos joystick están libres. Mientras nos ubicamos, me trata de explicar la botonera. Le digo que se quede tranquilo, que yo sé cómo ganarle. La secuencia que se proyecta frente a mis ojos es muy diferente a la que recuerdo. Los dibujos y diseños son más realistas y los personajes tienen rasgos exagerados. Paso sobre ellos y se agrandan. A Chun Li le han hecho unos pechos enormes; Blanka tiene más de diablo que de bestia y los bíceps de Zangief son totalmente desmesurados. Me quedo con M. Bison, su capa, su sombrero. Recuerdo que era poderoso, imbatible. Del otro lado surge la figura de Ryu, con sus guantes rojos, su cinta roja y su juventud. El primer round se anuncia entre la agitación de los dos luchadores en su posición de arranque. El traje de Ryu está hecho de telas mal cortadas. Su imagen es la de un héroe marginal. M. Bison está de brazos cruzados y sus pies no tocan el piso. Tiene una chaqueta muy similar al uniforme nazi y una risa malvada. Me doy cuenta que no sólo elegí al más viejo, sino también al villano. El escenario de fondo mezcla unas gradas de coliseo romano con esculturas griegas, apenas por detrás de los contrincantes.
En mi recuerdo, Street Figther se ganaba aprendiendo los poderes especiales de cada personaje, sabiendo bloquear los golpes del rival y, sobre todo, aplicando a tiempo la secuencia de saltar hacia adelante y pegar antes de caer, saltar hacia adelante y golpear antes que el rival. Esto es lo que hago. Saltar hacia adelante y golpear. M. Bison se puede teletransportar, intento con un toque descoordinado de botones, pero no sé cómo hacerlo. Ryu puede lanzar desde su pecho un halo de luz hacia el oponente. También puede realizar un movimiento ascendente de su puño que, seguido de su cuerpo, se eleva por el aire y se convierte en un gancho de derecha demoledor. Su jugador seguramente los conoce y está esperando el mejor momento para demostrarlo. Por eso lo mejor es atacar, hasta que sobreviene un remolino de patada voladora que gira imitando las hélices de un helicóptero y me lleva hasta el extremo de la pantalla donde, en una secuencia de golpes, la barra de energía pasa de verde a amarillo, de amarillo a rojo y se consume. El primer round termina. Nadie habla. Pienso en que, si salto más rápido y pego antes que él, lo puedo vencer. Y que en el segundo se va a dejar ganar.
-¿Qué se sabe de Ryu?
-Fue abandonado por sus padres -me contesta- y de ahí se hizo karateca.
El round se inicia con las mismas piñas y patadas. Por un momento me parece que lo puedo doblegar. Pero mis golpes le quitan menos energía de los que él me saca cuando logra impactar. Sabe defenderse e intuyo que está prolongando el desenlace. Ryu se arrasta hacia adelante con un pie estirado y hace que M. Bison se caiga de espaldas. Cuando se incorpora, aparece el gancho y vuelvo a salir tirado hacia atrás. Me paro, mi rival pone las brazos hacia adelante, ensaya un grito y arroja el halo de luz que me golpea y consume la franja de vida que me queda. M. Bison ya no se levanta más, Ryu lo deja sin chances en el segundo round.
Ganar a veces da vergüenza. Hay algo de eso detrás del silencio de Julián, que se encamina hacia la salida. O al menos eso creo. Antes de hacerlo, pasamos frente a un stand de cómics y se detiene. Hay un colección de Spiderman en uno de los estantes. Pregunta por el número que le falta y se entretiene con otra tapa, que toma y observa por un instante. Es “V de vendetta”, una portada oscura, con la figura de la máscara en la parte superior y, en el resto de la escena, una ciudad en blanco y negro. Es tarde y no se ha vendido mucho. Me doy cuenta de eso porque el vendedor se acerca y ofrece una rebaja, que a pesar de ser importante, decidimos no tomar.
Un locutor comunica que se deben ir terminando las partidas. Al llegar a la puerta, nos volvemos a cruzar con Ulises. Se pone delante nuestro, en medio de las dos amigas, se ríe. No hay grandes cerca suyo, no hay mayores. Sus aros siguen agitándose. Me pregunto qué habrán esperado de él sus padres cuando tenía la edad de Julián. Afuera, no es la noche quien nos recibe, pero se parece. Nos ponemos las camperas. Ulises se dirige con sus amigas a la parada del colectivo. En el frente de la universidad brilla un cartel lumionoso. El campus muestra ahora un movimiento inusual para un sábado. Julián acelera su paso. Va con la cabeza en el piso, la capucha puesta y las manos en los bolsillos. Cuando me saca unos metros se detiene, gira todo su cuerpo, pone los brazos en el pecho y, como agarrando una pelota, ensaya el movimiento de Ryu, y me arroja su poder. Yo me pongo de perfil, cruzo los brazos y me quedo firme, serio, hasta que él suelta una sonrisa quieta y retoma su camino hacia el auto.