Me vieron salir del monte y en el pueblo hicieron correr el rumor, como hacen siempre. No se iban a quedar callados estos desgraciados. Caminaba despacio para no despertar a nadie, para no dar motivos porque este es un pueblo lleno de locos. Nunca le hice daño a nadie. Los que desaparecieron fue porque se vinieron detrás de mí, y el monte no es para cualquiera.
Según dicen que escuchaban mi voz salir de los álamos, de los eucaliptus tupidos y frondosos. Que mi voz los llamaba por el nombre: Juancito, Vilma, Francisco, Sofía… Excusas para seguirme. Para ver de una buena vez por todas si era verdad que tenía cabeza de animal, un cráneo de vaca con astas; que en vez de caminar levitaba sobre el fango de la laguna; que mis manos estaban hechas de ramas secas.
El error fue mío, salir a la siesta, con toda claridad. Pero el hambre es más fuerte. Yo lo hubiese podido aguantar, ¡cuántas veces lo he hecho!, pero mis criaturas, no. Aún no están preparadas. Pronto lo estarán, el hambre empezará a retorcerle las tripas y cuando se encuentren solas saldrán al pueblo, a este mugroso y desconsiderado pueblo.
Mis criaturas observan el movimiento de cada una de las personas, desde el monte lo hacen. Puedo sentir cómo se relamen sus fauces, ahora pequeñas, pronto serán gigantes. Puedo ver sus ojos brillosos entre los árboles, puntos rojos como gotas de sangre suspendidas en la oscuridad.
Sin embargo, acá estoy, en esta plaza que apesta a mugre, abajo del pino, con una soga alrededor de la garganta. Frente a mí, el pueblo entero. Locos y desgraciados. Están enfurecidos, me escupen, me lanzan lo que encuentran en el suelo: piedras, palos, trapos prendidos fuego.
Miren, ahí viene, ese sí debería haber entrado al monte. Cobarde. Miren sus ojos llenos de espanto y también de alegría. Miren cómo respira hondo mientras el resto murmuran cosas sobre mí. Cosas que no son. Gritan como si les estuvieran arrancando el corazón en carne viva.
Va a patear el banquito y mis pezuñas quedarán en el aire, se escuchará el crepitar de mi cuello.
Shhh, hagan silencio, necesito que escuchen a mis criaturas respirar, sus manos afilándose en las cortezas de los álamos.
En algún momento, cuando el hambre haya gestado su mal, se abalanzarán sobre ustedes como una ola negra y gigante. Será lo último que verán.