1
A Umpiérrez lo despierta un llanto laxo, herido; le parece parte de una pesadilla. Demora en reaccionar y luego apenas se inmuta cuando descubre una bolita de pelos blancos y rizados en el regazo de Cabral, que lo protege del merodeo poco amistoso de Motín y de Wanchope. Debe forzar su memoria para reconocerlo como el perrito que el día anterior estaba atado a la puerta de un chalecito elegante, solo, estirándose hasta el límite de la cuerda y ladrando a cada cosa que le pasaba cerca; así lo había visto en el camino de ida al supermercado y así lo encontró a su regreso. Lo abandonaron al boludito, había pensado, aunque ahora no lo recuerde. Tampoco ha de recordar que se acercó, anuló sus grititos con caricias y palabras amorosas, le quitó el collar y, como al frágil cachorrito que era, lo acunó y cubrió el trayecto hasta su casa, colmándolo de besos en el hociquito, tejiendo caricias con sus dedos en los rulos de su cabeza. Le preguntó si sería capaz de sobrevivir mucho tiempo entre su manada. Mentalmente había apostado a que si se salvaba sería gracias a su soldado más fiel. Ahora que lo observa al amparo de Cabral, se desinteresa por su suerte.
2
Susana sufre un ataque de nervios cuando descubre la correa atada al picaporte, sin Pompón. Cinco minutos se ausentó de su lado, para atender el teléfono. En la calle, grita su nombre, desesperada, a viva voz, presa de una crisis. ¡Pompón! ¡Pompón! Siente que se desmaya. Acaricia la correa solitaria. Llora. Cinco minutos, apenas cinco se ausentó de su lado. ¿¡Dónde está Pompón!? Vecinos, transeúntes y automovilistas se alertan por el alboroto. Alguien se acerca a Susana y le pregunta qué ha pasado; ella solamente clama por su perro desaparecido. Otra le ofrece sentarse en el banco de cemento que escolta la puerta. Alguien más reclama un vaso de agua. De inmediato, un racimo de personas la rodea y logra calmarla. Entre gemidos, Susana consigue explicar el desastre. ¡Se lo llevaron! ¡Se lo robaron a mi Pompón! Cinco minutos, apenas cinco minutos… Un muchacho de unos quince años, cadete de bombero, presume que quien lo ha robado no debe de estar lejos. Sale disparado hacia un rumbo cualquiera, exactamente el contrario al que Umpiérrez se ha dirigido con el caniche en brazos.
3
Umpiérrez vive entregado a una existencia lenta, casi inmóvil. Su única familia son sus perros; la otra lleva mucho tiempo muerta. Todos fueron sacados de la calle; a todos les ha extirpado las cuerdas vocales para no tener que escuchar sus ladridos; el caniche es el único al que no ha llegado a operar. Aunque no se explica por qué tres meses después de su llegada sigue entero, sabe que no demorará. Nadie ha durado tanto tiempo con esa virtud. Algo extraño se había producido en Umpiérrez; ese diminuto almohadón de rulos le ha provocado atisbos de compasión, ligeros arrestos de misericordia, incluso cuando sus grititos incomodan la extrema armonía de su delgada paciencia. La cordectomía se demora; un día la decide, luego la posterga, más tarde se la impone como una obligación, sobre todo cuando debe calmar a Caracol, cuya audición hipersensible (similar a la suya) sufre como ninguno los ataques de esa vocecita con sordina. Caracol se fastidia y provoca el fastidio de Batistuta, y ambos fastidios contagian a los otros (Cabral es el único en mantenerse inalterable) hasta que cunde una batahola de saltos, corridas y gemidos apagados que terminan por fastidiar a Umpiérrez. Entonces vuelve a cuestionarse por qué permite mantener con voz al culpable de un enojo innecesario, y su respuesta es convencerse de que la demora es la forma natural de transcurrir; para qué apurarse, si tiempo es lo que sobra: ya llegará.
4
El cadete de bombero Walter Astegiano visita todas las tardes a Susana. Desde aquel día, ha sentido la necesidad de acompañar a esa mujer desconocida que no para de sufrir por la ausencia de su único compañero. El sentido de mi vida, le ha confesado ella entre lágrimas, cafés y masitas. El muchacho no solo comparte su pesar; en su alma cobija la esperanza de poder reparar la injusticia. Durante semanas se ocupa de difundir la desaparición de Pompón por redes sociales, pegando carteles en las calles, distribuyendo folletos por los barrios. Es tan indefenso, pobrecito, no puede aguantar mucho tiempo sin mí, escucha repetir a Susana. La búsqueda se viraliza y se prolonga. Pese a la lucha y la esperanza, Pompón nunca volverá a recibir el cariño infinito de Susana.
5
Umpiérrez no es un ermitaño ni odia a la gente, aunque se siente mejor alejado del ulular de las voces humanas. Mientras más pueda evitarlas, mejor. Se lleva demasiado bien con sus perros mudos como para permitirse agrietar su equilibrio emocional tratando con seres hablantes. Sin descuidar la cortesía, evita las intimidades; les parecen innecesarias. Una o dos veces por semana se abastece de alimentos y enseres; si la ocasión lo amerita, repite alguna expedición urgente. Fue en una de estas excursiones esporádicas cuando se encontró con el caniche que no ha emparejado con los demás.
6
En el último sueño de Susana, Pompón duerme a su lado. Se acurruca contra su cuerpo, se deja acariciar, le regala una dosis de ternura y esperanza a su tristeza. Lo siente tan cercano y real que esboza una sonrisa de placer. En el trance de esa visión, su vida se va consumiendo como una vela. La noche es un largo paseo por el alma. Somnolienta, trata de despegarse de la cama. En medio de la noche, quiso despertar, pero no pudo: estaba muerta.
7
Umpiérrez lo bautiza como Pereyra porque su voz le supone un martirio insoportable a su audición, similar al de un popular cantante. Umpiérrez es sensible a los ruidos. Muchos le alteran el ánimo, algunos le provocan dolor. Lo que duele provoca sufrimiento, y él odia sufrir. La única vez que ha visitado a un médico, hace ya muchos años, para tratar de entender esa intolerancia sonora, le diagnosticaron hiperacusia. Hipersensibilidad auditiva, le han explicado, sin causas conocidas de origen: a casi la mitad de las personas que lo padecen se les ha manifestado de manera repentina. Las estadísticas lo no conmueven; lo único que le interesa, aún hoy, es saber por qué un susurro se parece a un rugido, por qué el goteo de una canilla suena como una catarata, por qué masticar un caramelo retumba como una avalancha dentro de una cueva, por qué escuchar a Pereyra equivale a recibir treinta y cuatro puñaladas en el tímpano. Le han prevenido: no existen tratamientos capaces de resolver la hiperacusia; recurrir a terapias de sonido o de reeducación auditiva son opciones demasiado prolongadas o poco fiables. Las descripciones le resultan opacas e insuficientes. Aunque no se conocen las causas específicas del desarrollo del tinnitus ni de la hiperacusia, sí existe un factor común: el ruido. Una exposición a un exceso de decibeles prolongado en el tiempo o la exposición a un ruido estridente (un disparo, un petardo, un ladrido) pueden provocar el inicio de ambos problemas auditivos. Eso le dicen a Umpiérrez y a él las palabras le resbalan porque no quiere definiciones médicas; no las atiende, no las entiende. Quiere definiciones prácticas. ¿Cómo seguir con su vida, así como se le presenta, sin necesidad de alterarla sustancialmente? No lo sabe, porque rutina, tal como se la conoce habitualmente, ya no tiene; su vida es desprolija, despreocupada, desmembrada de costumbres productivas, ayuna de menesteres. Umpiérrez quiere no sufrir, quiere no tener problemas de concentración ni alteraciones del sueño por culpa del tinnitus. Quiere que el tinnitus desaparezca. Quiere dormir bien. Hace ya años le han dicho que si no consigue un descanso adecuado, se tornará más irritable y su calidad de vida se verá afectada. Chocolate por la noticia, se ha repetido cada vez recuerda, visiblemente irritado y con su calidad de vida afectada, los detalles de aquel diagnóstico. Los ruidos, además, pueden provocar o agravar la fatiga auditiva, le han advertido, por lo que se pueden volver más intensos y molestos a medida que pasan los años. Los años han pasado y en ese lapso, además de capacidad auditiva, fue perdiendo capacidad de tolerancia. Aun con un diagnóstico acertado pero que no terminaba de aceptar, Umpiérrez encuentra en el silencio una suerte de comunión irrenunciable, lindera con la felicidad. Tanto necesita del silencio que no escucha música, no soporta ni la radio ni la televisión, no tolera las voces de sus propios perros. Su paciencia es una soga cada vez más corta y frágil, que le cuesta no romper.
8
La indiferencia hacia Pereyra es tan notoria que le impide reconocer su adaptación al resto de los animales. Lo ha abandonado a su suerte. Apenas registra la presencia del caniche cuando oye sus ladridos y se desata la red de fastidios. Últimamente, ha preferido encerrarse en su habitación antes que tomar cartas en el asunto. Su desidia y la postergación de la cordectomía engendraron una bomba que no llegaría a desactivar. Contra todo pronóstico, el indefenso Pereyra no sólo sobrevivió al asedio inicial de su adiestrado ejército de perros mudos, sino que lentamente lo revirtió en un liderazgo férreo y decidido. Umpiérrez veía en Cabral al caudillo de la manada; entendía que la dominancia entre perros se manifestaba en la presencia destacable y la paz interior de Cabral. Cuando todos retozaban, él se mantenía relajado, al margen; sus movimientos eran seguros; su postura, estable y erguida, siempre con la cabeza y las orejas levantadas; ante algún altercado, imponía su firmeza para despejar el conflicto. Así se comportaba el sólido y obediente Cabral, el soldado más fiel del ejército mudo de Umpiérrez hasta la irrupción de Pereyra. Su vocecita insoportable, esa que Umpiérrez optó por mantener vibrante y luego desatender, habría de resollar consistente hasta descomponer el orden establecido de la manada.
9
En lo que será su última noche, Umpiérrez se levanta de la silla después de tres horas. Ha perdido la noción del tiempo. Le sucede a menudo, cuando juega al Counter Strike: los minutos, elásticos, devienen en horas. No está cansado, sí molesto: lo están masacrando desde hace rato y ninguna táctica lo exime de terminar hecho un colador. Umpiérrez, que odia perder, incluso ha perdido la capacidad de concentración. La balacera virtual le duele en el cuerpo. Un descanso lo ayudará a gestionar nuevas ideas, rearmar estrategias, recuperar poder de supervivencia. Apura un sorbo de vino; advierte que la botella está vacía. Pausa el juego. El brillo del monitor es el único guía hasta la llave de luz; la enciende; se cruza la cara con un brazo y parpadea como si tuviera bichos en los ojos. Abre la puerta. El silencio y la oscuridad son absolutos. Se detiene para verificar que lleva puestas las medias; le resulta vital amortiguar al máximo sus pasos sobre el piso de madera. Cualquier calzado, incluso su ausencia, podrían provocar efectos detonantes; un rumor es capaz de desatar el descontrol. Atraviesa el pasillo en puntas de pie; odiaría interrumpir el descanso de los perros. No tiene ganas de soportarlos. Son las cuatro de la madrugada, intenta concentrarse en el Counter y después, si es posible, descansar como lo merece y lo necesita, desde hace años. Ahora su deseo es tener el poder de levitar, volar como un colibrí. Poder flotar, habitar el silencio. Ser el silencio.
10
Ya en la cocina, extrema las precauciones; los perros duermen cerca. Ahora la oscuridad no es completa; por una hendija de la ventana que da a la calle se cuela un resplandor tímido, originado por las luces de la esquina; con eso le basta para no moverse a ciegas. En la heladera busca agua; se decepciona por encontrar la jarra casi vacía; alcanza para llenar un vaso, que bebe de un tirón. En el fondo, detrás de una fuente con sobras de fideos y dos botellas de vino, descubre el envase de leche destinado al flan que había planeado cocinar dos días antes. No le gusta la leche pura, sin agregados; la tolera con azúcar, con nesquik, con café, pero el hecho de que esté fría le sienta aceptable. La lactosa favorece a la digestión y reduce la pesadez estomacal, piensa. Llena el mismo vaso, que demora en acabar. Guarda la caja de leche y saca una botella de vino. Por fortuna, ha dejado el sacacorchos en la mesada y no necesita hurgar en los cajones; ese sonido también resultaría peligroso. Abandona la botella. Se acerca a la ventana; corre la cortina; quiere llenarse de un instante de la quietud del exterior. Umpiérrez vive en una calle poco transitada, sobre todo de noche. Hay dos casas habitadas en toda cuadra, una en cada esquina; las tres restantes están abandonadas. Enfrente, el edificio de Obras Sanitarias ocupa toda la manzana. En el centro, inmenso e imponente, se destaca el tanque que abastece de agua al pueblo. Mira hacia el parpadeo de luces en la cima, como buscando una guía, una inspiración, una salida. Umpiérrez se detiene allí un rato. Inconmovible y aburrido, cierra la cortina, se sirve de la botella y el destapador y, a paso de gacela, regresa a su habitación. No da para más, piensa, no es posible que no pueda disponer de mi libertad para moverme en mi propia casa: Pereyra, ha llegado tu hora. Es la última idea antes de volver a acomodar el culo en la silla, llenar otro vaso de vino y quitar la pausa del Counter Striker.
11
Umpiérrez cruza el patio con pesadez. En el rincón más alejado está la bomba. Aunque llegar le supone un esfuerzo, repite ese movimiento a diario. Sin agua no se puede vivir, se dice, y se lo dice a los perros como si se tratara de una máxima que no deben olvidar. Avanza cortejado por Caracol y por Maceta. Él ni les habla ni los mira; se mueve con la somnolencia del recién amanecido. Su despertar ha sido lento. No sabe que son las dos y media de la tarde, ni que es martes treinta de marzo. Para Umpiérrez, todos los días son iguales; prescinde de calendarios y no detecta mayores obligaciones que alimentarse y alimentar a sus animales. Aunque no lo reconozca, su rutina se asemeja a la de ellos: primitiva, elemental, desinteresada.
El calor ralentiza la marcha. No llega a la mitad del recorrido y densas gotas de sudor le bajan por la frente. Entre el follaje de los pinos pende el sol, acuciante. Calcula la hora y entiende la algarabía: la de los que lo acompañan, Caracol y Maceta, y la de los que quedaron en la casa: todos están sedientos. Él también está sediento. Deduce, en un movimiento instintivo, que su sed se origina en la cantidad de vino que ha bebido anoche, mientras jugaba. Lleva cuatro noches estirando las partidas hasta la madrugada. De la última, vagamente, cree recordar el último trago, mientras apagaba la computadora. Cree recordar un encuentro furtivo con Pereyra; supone haberlo despertado en una incursión al baño; sospecha del recuerdo de un chillido estridente que le sonó a una amenaza y que anuló con un ademán y una mirada llena de cuchillos. Se lamenta por no poder recuperar rastros certeros de esa escena, y hasta indaga en la posibilidad de que nada de eso haya sucedido.
Arrastrando los pies y otra resaca, Umpiérrez se acerca a la bomba y deja dos baldes en el suelo. Lo asalta el recuerdo de un pensamiento certero: la decisión de operar a Pereyra. Lo recuerda y lo celebra; por primera vez en mucho tiempo, sonríe. Bombea hasta llenar el primero; Maceta se abalanza sobre la boca del caño y ataca el sobrante de gotas. Lo hace a un lado de una patada y ubica el segundo balde; piensa que deberá conseguir anestesia para la cirugía; abandona la sonrisa porque no tiene ganas de salir de su casa; acciona el émbolo y un chorro macizo se precipita sobre la cara de Maceta, que ha vuelto a cargar sobre la canilla; Caracol se suma al festival y Umpiérrez propone un nuevo juego de golpes para espantarlos. Piensa en postergar la operación para el día siguiente; de inmediato duda si conviene echarse atrás otra vez. El segundo balde se rebalsa. Ahora es Caracol el que saborea el goteo rezagado; Umpiérrez lo deja; intenta memorizar los elementos del quirófano improvisado en el galponcito, apenas a unos pasos de donde está ahora; en su repaso mental no encuentra la dosis necesaria de anestesia; suena lógico: hace mucho que no opera.
Con parsimonia, estira el regreso; ve cómo Caracol y Maceta precipitan una carrera hasta la casa. Motín les sale al encuentro; la carrera se corta abruptamente porque Pereyra se le mezcla entre las patas; ambos caen y ruedan. El chillido del caniche le provoca un gesto de acritud; rápidamente el humor de Umpiérrez vira en un fastidio que quiebra el muro de dudas.
12
Apenas pisa el umbral, el revoltijo de perros se precipita sobre los baldes. Umpiérrez agita los brazos, pero no logra ahuyentarlos; les ordena un poco de calma, carajo. El disturbio se modera. De fondo, como un eco inmóvil y desobediente, se alza el pitido atronador de Pereyra. Umpiérrez retuerce los dientes; cuidadosamente, traspasa el agua de los baldes; todos se abalanzan sobre los cuatro recipientes que comparten. Pereyra, escurridizo, se interna entre los grandotes; todos se hacen a un lado, se abren como en un cortejo, le allanan el camino hasta los cubos. Pereyra bebe y el resto lo observa. Umpiérrez, aun amodorrado, nota la anomalía; en su recuerdo, lo usual era que el caniche entrara y saliera rebotado, gritara, siguiera entrando, rebotando y gritando hasta que, saciados de su sed, le dejaran el remanente. Ligeramente desconcertado por el descubrimiento, abandona el drama. Con el resto de uno de los baldes llena dos jarras de vidrio; guarda una en la heladera y de la otra incorpora un trago largo y ruidoso. Desde la cocina, busca a Pereyra; busca su garganta; se detiene en esa región intacta. Todo es silencio. Umpiérrez agrega un segundo trago; rellena la jarra y la guarda.
Inicia una segunda incursión hacia la bomba para abastecerse de agua para lo que resta del día. Antes de salir, examina la escena: su ejército fiel, imperturbable y pacientemente ha construido una muralla en torno al cachorro advenedizo mientras este se posiciona como dueño de los cubos de agua. En la inspección, se congela un cruce de miradas con Cabral; no adivina que aquellos ojos han perdido el brillo de la fidelidad. Umpiérrez sale. Le reconforta que nadie lo siga. Resuena una pausa de siesta; experimenta una calma silvestre. Rumbo a la bomba, se convence: hoy mismo, Pereyra se despide de su vocecita.
13
Le bastan tres bombazos para llenar los dos baldes con agua fresca. Apenas gira para retornar, ve a Motín y Batistuta a tres metros de él. Emergieron como fantasmas. Están sentados, separados entre sí por unos dos metros. Se muestran serenos; le parece un cumplido, un agasajo que lo esperen así. Umpiérrez se complace por ese gesto acogedor. Les sonríe y avanza. El sol, fulgurante y soberbio, vuelve a castigarlo. Avanza con esfuerzo, sacude la cabeza para despedir gotas de sudor que se desprenden del pelo; se acerca sonriente al pasillo propuesto por Motín y Bastistuta cuando ve que Wanchope y Caracol salen de la casa, avanzan y se frenan a una distancia simétrica de los otros: forman un cuadrado perfecto. El talante de los recién llegados no se diferencia de los anteriores: parada tiesa, respiración sosegada, mirada contundente. Por primera vez en mucho tiempo, a Umpiérrez le circula un escozor por el cuerpo. Un ritual que no entiende. Nervioso y cauto, sigue su camino hacia la casa y repite la sonrisa hacia Wanchope y Caracol. No alcanza a llegar al cordón de los cuatro perros mudos cuando ve que de la casa salen Maceta y detrás, lentamente, Cabral. Maceta se ubica dos metros detrás de Wanchope; Cabral imita a su compañero, aunque ralentiza la marcha, como si no estuviera convencido de lo que hace. De pronto, ante los ojos de Umpiérrez se dibuja un rectángulo de seis puntos simétricamente dividido, que forman una pasarela intimidante. Aquel escozor se multiplica cuando adivina, por fin, frialdad y desconfianza en la mirada de Cabral, su ladero fiel, su centinela más confiable, el primer soldado de su ejército. Umpiérrez se detiene. Apoya los baldes en el césped resecado. El sol castiga y lo anula. Cunde un silencio de muerte. El sol. El escozor. El silencio. Los perros. Los perros. Detrás de la prohibición crece el miedo: lo descubre y lo siente en todo el cuerpo. Pero no se amilana ante la extravagancia y se afirma. Repasa la escena; uno por uno los mira con altivez y desdén, con la seguridad de saberse su amo, el dueño de sus destinos: lo es desde que llegaron a sus casas, desde que les dio cobijo, desde que los sometió acorde a sus necesidades. Recoge los baldes, con un grito les ordena seguirlo adentro. Ninguno se mueve. Umpiérrez avanza; se dispone a cruzar la escolta cuando lo oye. Esa voz estropea el silencio. Alza la vista. Pereyra está parado en la puerta, gallardo, formidable, señorial. A los ojos de Umpiérrez, se le presenta gigante. Una sensación de amenaza como nunca antes sintió. La alarma se reactiva, aunque no cede la marcha. Recorre el sendero con firmeza. Supera la altura de Cabral y Maceta, se acerca al caniche; lo escruta con furia contenida y por su mente se cruza una idea decisiva: cuando llegue hasta él no lo reducirá y lo encerrará en el galpón para someterlo, por fin, a la operación de sus cuerditas vocales; directamente oprimirá esa garganta con todas sus fuerzas y lo estrangulará, y lo hará delante de todos, para que entiendan lo que es capaz de hacer. Pero el plan se disipa en un instante, como un rayo atravesando la lluvia. Pereyra inicia un concierto uniforme y macizo, destemplado y marcial, que paraliza a Umpiérrez y estimula a los perros que, de pronto, comienzan a moverse en círculo, una danza ritual: un mal presagio para el amo, una reivindicación para sus hijos sometidos. La rebelión está en marcha y el desenlace será fatal.
14
El clamor de Pereyra es un grito de guerra, un vozarrón potente que a Umpiérrez, en medio del susto, le recuerda al ladrido huraño de Cabral antes de dormirse anestesiado. El miedo ahora es real. El hombre se desprende de los baldes y se apresura hacia el caniche con la convicción de dominarlo y destruirlo. Maceta se anticipa y lo inmoviliza de un tarascón en la pierna. Umpiérrez cae y se revuelve en el suelo; logra zafarse, pero en cuestión de segundos, Batistuta arremete contra con la otra pierna, Wanchope se adhiere a su brazo y Caracol dentellea una oreja. El aullido del amo es tan prolongado como el dolor de la carne desgarrándose bajo la presión de los colmillos. La sangre bulle a borbotones. Los alaridos de Umpiérrez se mezclan con el vozarrón entrecortado e irreconocible de Pereyra; es Cabral el que lo anula con un beso feroz y elimina de cuajo los labios del amo; ahora yace una marioneta inerme de dientes blancos. Como un tornado que lo arrasa todo, un revoltijo de mordiscos, tirones y gemidos enérgicos reduce a Umpiérrez a una masa de carne, pelos, tripas, tela, huesos. En cuestión de minutos, un dulce olor a muerte invade la casa. Enseguida, el último alarido de Pereyra, el desbande, el silencio definitivo.
15
Las sirenas del autobomba se apagan y dejan una estela de sonido agudo y convocante. Un patrullero policial, sin tanto aspaviento, espera. Los bomberos agilizan un despliegue rimbombante. El vecindario se altera. Ladridos insistentes han despertado interés en la casa del ingeniero Umpiérrez. El ermitaño de los perros, comentó el vecino que llamó a la comisaría. Tres policías arman un cordón de porfavores para apagar la avalancha de curiosos. Se oyen órdenes y algunos gritos. El comandante Robledo, ajeno al control de espacios, ordena movilizar las hachas. La maniobra queda dispuesta: dos efectivos arremeten con golpes que apenas hieren la madera. Se necesitan varias repeticiones para traspasar los seis centímetros de espesor de la puerta, hasta que ven nacer una hendidura lo suficientemente amplia como para mudar las herramientas. Una sierra eléctrica aligera la tarea. Cuatro efectivos acompañan a Robledo y se turnan el trabajo. Cuando logran vencer la cerradura, el comandante se adjudica el golpe final y de una patada confirma la apertura.
El primero en ingresar, sin embargo, es el cabo Saldívar. Apenas traspasa el umbral, se detiene; retrocede; con señas reclama las máscaras. El comandante Robledo, experto, ya la lleva a medio calzar; hace a un lado a Saldívar y entra. Además de un tufo de infierno, lo recibe la penumbra del atardecer y, de inmediato, un gemido suave y lejano, que no parece humano. El comandante se detiene; insta a activar los reflectores. Un estallido luminoso le pone día al lento acaecer de la noche. Pese al favor del artificio, Robledo permanece incólume en el umbral, paralizado por el olor insoportable. Ahora es él quien oye una voz que no resuelve a entender. En un avance agitado, dos efectivos lo chocan y le hablan; les habilita el paso con un ademán mecánico. Acá no queda vivo ni Dios, murmura.
16
El suboficial Lara, con pasos seguros, deja atrás a Robledo. La penumbra todavía duele; también duele ese sonido, el signo que Lara usa como guía para saber hacia dónde avanzar. A través de los cristales empañados de la máscara descubre dos bultos: hay un perro muerto y uno moribundo. El muerto es Caracol; el otro, que expira su última resistencia, es Wanchope; de su boca pende, como si fuera una sola cosa, un trozo de tela azul junto con pelos ensangrentados. El suboficial levanta un brazo para detener a quienes lo secundan; los perros, los perros, dice. Esquiva el bulto sin vida, señala el viviente y sigue adelante.
Una puerta, una ventana y una planicie verde le anuncian la existencia de un patio. Junto a la puerta, tres recipientes vacíos; dentro de uno de ellos yace una cabeza: es Maceta. Confirma en la escena; el tiempo se extiende, tanto que no llega a enterarse de que la extensa agonía de Wanchope por fin ha cesado. Indicaciones vagas del comandante Robledo reclaman seguirlo. Una curva enigmática los enfrenta al baño; a centímetros de la puerta, una orgía de sangre, pelos, tela, piel, mierda, huesos, gusanos forman un manchón negruzco que parece vivo. Los cráneos de Cabral y de Umpiérrez están unidos hasta ser uno; más abajo, a la altura de las piernas de lo que fue un humano, se mezclan desperdicios de Batistuta.
17
En la patrulla policial resuena la voz cerril del comandante Robledo: teniente Dorronzoro, la escena presenta una persona y al menos cinco caninos en estado de descomposición, hasta el momento. Cambio. Dorronzoro devuelve un comprendido, comandante. Le ordena al cabo Agüero informar la situación a la comisaría y con movimientos enérgicos se dirige a un grupo de bomberos apostados junto al autobomba: ¡¿Pueden apagar las luces?! El ulular se detiene con una cadencia lenta. La noche recupera la paz.
El cabo Agüero, con el handy en posición, confirma la comunicación con la comisaría y que de inmediato serán elevadas las notificaciones pertinentes al juzgado de turno. El teniente Dorronzoro vuelve a la patrulla: Comandante Robledo: la fiscalía está notificada. Si no hay novedades de interés en la escena, ya puede retirarse. La respuesta del bombero es un ruido eléctrico y descompuesto, que el teniente comprende como afirmativo. Segundos después, un desfile de sombras evanescentes gana la calle.
El último cierra la puerta mientras se quita la máscara. Bruscamente, se detiene. Se queda tieso. Busca dar sentido a lo que acaba de escuchar. Espera. Afina su oído. Silencio. Dos segundos después, un rasgueo sobre la puerta que acaba de cerrar, lastimoso y nítido. El sonido se repite y las dudas se disipan. Busca con la vista al comandante Robledo; lo encuentra entre un tumulto de caras, voces y sombras que se multiplican en torno al móvil. Corre hacia él; sin atender a lo que sucede alrededor, le advierte sobre el descubrimiento. Robledo, con la tranquilidad de veintidós años de servicio, le solicita calma. Le pregunta si está seguro de lo que ha escuchado y de lo que le está comunicando; como respuesta recibe una afirmación contundente. El comandante camina sin prisa hacia el teniente Dorronzoro; hablan brevemente. Cuando regresa, percibe la ansiedad del informante: volvemos a entrar, anuncia, pero vos te quedás acá. Robledo gira hacia donde están los cadetes. No hay riesgos dentro de la casa, vamos a regalarles un debut entretenido, susurra.
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El comandante busca entre el grupo de efectivos a los aspirantes Astegiano (lungo, corpulento y simpático cadete de dieciséis optimistas y festivos años) y Alvarez (diminuto, lampiño y tímido; es el más joven del cuerpo). Los convoca a través del suboficial Lara. El aspirante Astegiano se esmera en cumplir la orden y llega corriendo: pertréchese, que me va acompañar a la casa, escucha de su comandante. El aspirante Alvarez ha dejado pasar a su compañero en su rauda carrera hacia el móvil y ha quedado firme frente a su superior: usted también va a entrar. Robledo le palmea el hombro en señal de confianza. Enfila hacia la entrada de la casa. Mientras espera a los cadetes, lo oye: rasgueos que dañan la puerta y se repiten. Robledo se acomoda la máscara y entra. La oscuridad es nauseabunda. El aspirante Astegiano frena sobre su espalda hasta chocarlo; él lo deja pasar; al cadete lo recibe Motín, escuálido y desfalleciente, increíblemente vital. Si está vivo es porque se ha alimentado, piensa el comandante. ¿Se alimentó de los otros? No tiene tiempo para suposiciones, porque advierte que a su lado el aspirante Alvarez está paralizado, como atrapado en una telaraña gigante; intenta contener su avance, pero Motín se acerca al cadete a paso de oruga, y con un ínfimo hilo de fuerzas se abraza a sus pies. Alvarez no duda en alzarlo, Motín se deja abrazar. Increíblemente, hay algo vivo acá, piensa Robledo, y con señas claras y veloces le ordena al aspirante asistencia inmediata para el sobreviviente. Lo ve correr rumbo a la calle. Por una centésima de segundo siente que ese traslado salvador le corresponde hacerlo a él. La voz imperiosa de Astegiano lo devuelve a la escena: ¿y si quedó alguien más? Robledo duda y sonríe desafiante: ¿se anima a revisar, mientras asistimos al sobreviviente? El cadete entiende la pregunta como una orden, y el orgullo no le cabe en su uniforme. Cuidado, que lo que se puede encontrar quizás no sea tan agradable, escucha. El cadete no se amilana: exhibe pasión y optimismo. Vaya con calma y no toque absolutamente nada de lo que encuentra: tiene cinco minutos para revisar la casa.
El aspirante Astegiano exagera una venia, se acomoda el cuello del traje y la máscara. A paso seguro se interna el en pasillo penumbroso. Enciende la linterna.
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A lo lejos —tres metros más adelante, pero que parecen cien— el aspirante Astegiano cree percibir un quejido chiquito y corto. Se detiene. Mira hacia atrás: la negrura es uniforme. Toma coraje, inclina otro paso y musita: ¿hay alguien ahí? Silencio. Repite la pregunta, aun advirtiendo la inutilidad de lo que dice; sus palabras retumban en el vacío. Antes de seguir le devuelven otro quejido, y enseguida un sonido claro: el ladrido es corto y próspero. El aspirante apura el paso, aunque sin el mismo ímpetu con el que entró a la casa. Mueve la linterna en todas direcciones, hasta que el haz se detiene sobre la hendija de una puerta entreabierta. Sostiene el andar. El sonido pasa de ser corto a sostenido. A medida que se acerca, el gritito se expande. Con coraje impostado, patea la puerta y busca la llave de la luz. Hola, anuncia, seguro y tímido. Silencio. Hola, hola. Silencio. Guarda la linterna en un bolsillo del uniforme, se agacha, ensaya un aplauso breve: clap, clap, clap. Hola, hola, hola. Intuye que debe ganarse la confianza del origen de ese ladrido ínfimo. Ya no duda de que está ahí y de que necesita salvarlo; para eso ha entrado. Debe de estar asustado, intuye. El aspirante Astegiano insiste con el llamado; repta por el piso húmedo y hediondo; no advierte el olor ni que ya pasaron largamente los cinco minutos asignados por el comandante Robledo. El sonido chiquito lo obliga a inclinar la vista hacia una cama; desde un hueco oscuro emerge un cuerpecito que lo deja mudo, impertérrito, paralizado. Mientras lo ve avanzar, se esfuerza como nunca en retener lágrimas de emoción, de angustia, de alegría, de sorpresa: al aspirante Astegiano no le alcanzan los brazos para recibir a Pompón, el caniche que hace meses está desaparecido y al que todos habían dado por muerto. Pompón, Pompón, Pompón, ruega con la voz atorada. Una ráfaga le importa recuerdos de Susana llorando, de Susana triste, de Susana desconsolada, de Susana deprimida, de esa Susana que ya no podrá recibirlo, y de su esfuerzo por remachar el dolor que le ha causado la pérdida de su único compañero. La máscara se empaña con lágrimas. Le invade el estupor y la emoción ver cómo Pompón se asoma trémulo y vivaz desde aquellas profundidades. El aspirante Astegiano extiende los brazos para concretar un verdadero milagro: Pompón, tan tierno y asustadizo, tan frágil y chiquitito como su vocecita herida y su cuerpecito flaco y enclenque y sucio: ¡Pompón está vivo!, grita el aspirante Astegiano, más para sí mismo que para acreditar un logro ante ese mundo rodeado de muerte y podredumbre. Desea que su grito de celebración se oiga entre todo el cuerpo de bomberos que espera afuera, y que lo escuche el comandante Robledo, para que así valore su arrojo. Vení conmigo, Pompón, implora mientras gatea hacia la cama. Te estuvimos buscando tanto, Pompón. Rastrea con la linterna, porque ha visto a Pompón regresar hacia la oscuridad. Oye el mismo ladrido chiquito y corto que lo llevó hasta esa habitación, y enseguida una tos aguda. Hola, Pompón, ruega, te vine a rescatar, mi chiquitito. Desde las profundidades emerge Pereyra, con lentitud y gallardía; se contemplan con ternura y decisión. El aspirante Astegiano se estira para atraparlo. Pereyra exhibe sus fauces bestiales, aguerridas, manchadas de sangre. Gruñe. Yergue el lomo, se acerca a centímetros del aspirante y escupe una falange descarnada, grisácea, con una uña intacta. El aspirante Astegiano siente que la pieza roza su mentón y se desmaya.