Llueve

Llueve, como tiene que ser cuando Keith Jarret suena en la cabeza y se camina sin saber a dónde ir. Y cuando llueve, las calles brillan, los autos casi no pasan, y la poca gente que anda por ahí va tan decidida, tan determinada, que el andar de uno se vuelve más impreciso y

va perdiendo el sentido. Llueve como para mirar dentro de los boliches y llegar a ver las sonrisas, los sobretodos colgados en las sillas, la mano de algún caballero en el hombro de una mujer indiscutiblemente bella, no por los labios rojos ni por el vestido ceñido, sino por la

mirada borracha de vino y promesas con la que le dice al dueño de esa mano que sí, y su gesto es todo un sí gigante. Como para que un cuzco hecho sopa bajo la lluvia detenga su andar en la vereda y se sacuda provocando un huracán de gotas minúsculas que refractan la

luz de los postes, que también brilla reflejada en el asfalto mojado, y entonces uno piense pobre pichicho, y después, qué pensará el animal de nosotros los tristes, los bobos mojados sin gracia que ni sacudirnos la tristeza podemos.

Llueve como para que uno, que quiere andar para ir dejando algo detrás, tenga que dar saltitos en los cordones de las veredas y se sienta ridículo, porque los saltitos no van bien con la pena. Entonces hay que pararse en una esquina, bajo un alero, a esperar que las gotas se

cansen igual que uno mismo se cansó antes, cuando Sarah cocinaba temprano para ir a la cama a las diez porque mañana hay que madrugar, cuando la vida era monótona y las noches

se volvían aburridas. Pero las gotas no se cansan, y todas las mujeres del mundo bajo esta lluvia se le parecen a ella: la que se está subiendo a un auto negro, la que sirve la mesa en el

bar de enfrente, la que ahora prende un cigarrillo y deja salir el humo hacia arriba en la puerta del café. Y aunque Sarah no fume, uno piensa qué lindo le quedaría fumar así, con el perfil recortado por la luz de un farol en una noche lluviosa, y se ve llegando a casa otra vez, dejando el maletín en la entrada como lo hizo cada día de los últimos cinco años, y la imagina

a Sarah fumando, tomando una copa de vino con los labios pintados de rojo y la mirada fija ausente en la ventana. Y es ahí cuando comprende que quizás la distancia entre estar parado bajo un toldo esperando a que pare de llover y estar en casa besando los muslos de Sarah, es una fracción, un pliegue en las costuras del universo con la forma de un paquete de Marlboro.

Pero las gotas sí se cansan de caer, porque todos nos cansamos en algún momento, y parecen quedar suspendidas en el aire volviéndolo húmedo y pegajoso, y el perro lo mira a uno como queriendo saber qué hacer cuando la lluvia por fin cede, y no se puede evitar hacer lo que haría cualquier persona, dar un paso y mirarlo para confirmar que está decidido a seguir a un hombre triste, que se para, levanta las orejas y asume la misma dirección. Y el perro lo mira, y uno mira al perro, y ve en sus ojos una nobleza estúpida, una entrega que es ajena a cualquier voluntad y piensa si los perros se cansan, si alguna vez dan vuelta en la esquina y se pierden de la vista para ya no regresar, y se responde que sí, que a veces hasta los perros abandonan sus vidas. Que a veces se vuelven errantes, vagabundos, y de eso también se cansan, sobre todo en las noches de lluvia, en las que buscan un hombre triste para que les indique cómo se sigue.

Y ya no llueve, y no hace falta dar saltitos en los charcos, en vez de eso se hacen grandes rodeos mirando atrás, para verlo a él siguiendo el paso, y uno solo se detiene de a ratos, para que él se detenga y lo mire preguntando ahora qué. Y le pone un nombre cualquiera, pongamos por caso Yuyo, y mientras camina empieza a contarle la razón por la que se está caminando en el centro un viernes lluvioso. Y le pregunta a él sus motivos, como si el perro tuviera la posibilidad de contestar algo, y sigue caminando sin esperar respuesta, claro.

Se llega a la puerta del edificio, se sacan las llaves del bolsillo y justo antes de entrar, uno se da cuenta de que el tal Yuyo está más embarrado, qué lo parió, entonces se agacha y lo alza hasta el ascensor, porque no hay peor cosa que ganarse la bronca de los encargados del edificio. Ve lo desorientado que está el perro porque, al bajarlo en el ascensor, da dos vueltas sobre sí mismo y se echa en el mismo lugar, apoyando el hocico sobre las patas. Y entra en el departamento, prende la luz, busca unas toallas y no se explica que, vaya a saber uno porqué, pero al entrar, todo el frío parece haberse juntado en la tela de la camisa que al contacto con

el cuerpo hace a la gente estremecerse, y decide sacarse la ropa y dejarla tirada por ahí.

Uno se seca y le habla al perro, le muestra los ambientes, lo seca a él también y le busca algún trapo viejo para que se acomode cerca de la estufa y, sin dejar de contarle las bondades de un departamento en un piso veinte con balcón aterrazado, revuelve en la heladera buscando qué comer y qué darle a él, y encuentra poco pero se pone creativo, prende la hornalla y, mientras cocina, le propone a Yuyo introducirlo al mundo del jazz. Busca el disco de Bill Evans, con cuidado de cirujano lo saca de su funda, prende el tocadiscos, y le explica que el jazz no se puede escuchar más que en discos, a la antigua, o no sería lo mismo. Y el perro levanta y baja las orejas alternativamente, siguiendo cada gesto, cada tono de la voz. Pero la olla de teflón que estaba guardada en su caja original vuelve a traer a Sarah, y uno cierra los ojos y la vuelve a ver ahí mismo, en la cocina, con su delantal, y la oye hablar de cuánto subió el pan, y de que la del cuarto espera un bebé, y que nosotros para cuándo, que no quiere esperar a parecer la abuela del chico, y de pronto, con la casa tan vacía de fondo y el disco que empieza a sonar rasgando el silencio, ya no parece tan mala la idea.

Uno mira al perro, que está ahí, esperando quién sabe qué, y piensa si a ella le gustaría el nombre Yuyo, se imagina la escena familiar con el perro y la criatura, con Sarah aglutinando las partes, todas nuestras partes, y si se anima, si uno tiene mucho coraje, busca el teléfono para preguntarle.

Biografía

Mer Vidal es Gestora cultural, productora musical, y escritora. Estudió Narrativa en Casa de Letras. Su cuento Premio De Caza fue finalista en el concurso de cuento digital Premios Itaú. Coordinó los Talleres Literarios de Vuela El Pez Espacio Cultural Autora de DATVA, Bajo El Peso De Las Horas (2022) Luvina Editorial y Nacimos Muertos (2024) Bucanera Ediciones. En 2023 dictó talleres literarios para personas en contexto de encierro. Cursa el Profesorado Universitario de Letras en la Universidad de Hurlingham. Forma parte del equipo de investigación de Literatura del S XIX a través del TECLA Coordina LA BULLA LITERARIA talleres literarios con proyección a la comunidad, con sedes en Caba y Trenque Lauquen. Dirige la biblioteca itinerante de Un Libro Para el Café.
Los que leyeron este relato, opinaron...

Sublime y conmovedor

Me emocionaron las imágenes, el perro sacudiéndose y soltando gotas brillantes de lluvia. Se ve todo, y se siente la carga emotiva de ese UNO en la cadencia hermosa de las palabras del relato. Felicitaciones a la escritora.

Maru