La condenaron con un nombre que bien podría haber justificado un parricidio. Liduvina. Pero en la vida se las arregló para superarlo y hasta sacarle provecho. Aunque no pudo escapar al maleficio en el que se conjugaron ignorancia y explotación. El día anterior al del bautismo, el padre, Rigoberto Baibiene, que por cierto tampoco fue muy afortunado en la elección por parte de sus progenitores, enviudó en su parto. Al hombre, lomense de Ingeniero Budge, a la desgracia de ser pobre, desocupado y de acabar de perder a su compañera, se le sumó la contrariedad de que no tenía la menor idea de cómo llamar a su hija. Jamás lo había hablado con su finada mujer. Dio la casualidad, para la desgraciada predestinación de la niña, que en la parada del colectivo se cruzara con Idelfonso Vallejos –su fortuna onomástica no había sido mejor-, bibliotecario del pueblo. El bibliotecario disfrutaba de un día libre, que aprovechaba para visitar a su madre. Rigoberto, tras saludarlo respetuosamente, tal como hacen los humildes ante las personas leídas, le transmitió la preocupación. Estaba urgido porque al día siguiente sería la ceremonia bautismal. Idelfonso, que tenía el catálogo completo de la biblioteca en su cabeza, le dio rápida respuesta: Nombres del santoral, de ediciones Claretiana. Lo mandó a ver a su secretaria, Petronila -huelgan los comentarios-, que había quedado al frente del establecimiento por ese día. Allá fue Rigoberto.
-Me manda el señor Vallejos. Necesito consultar el libro Nombres del santoral. Llevo a bautizar a mi hija mañana y estoy perdido.
Petronila dio media vuelta y se escabulló entre los pasillos que formaban los viejos estantes de encina que, repletos de libros, llegaban hasta el techo. Al poco rato reapareció portando un viejo tomo encuadernado en tapa dura entelada.
-Aquí está –dijo Petronila acomodándolo sobre el escritorio-. Dígame cuándo nació su hija.
-Ayer –dijo Rigoberto-. Ahora está en neonatología. En la capilla del padre Probo, se llama así, me dio fecha para mañana.
-14 de abril –dijo Petronila, y se sumergió en el santoral, en su sección cronológica. Buscó el mes y después su dedo índice derecho comenzó a deslizarse hacia abajo a la par de sus entornados ojos. Rigoberto se acodó en el borde del escritorio y acercó la cabeza al libro, como gato curioso.
-¿Qué encuentra? –preguntó impaciente.
-Espere un momento –contestó ella secamente. De pronto detuvo el dedo, abrió a tope los ojos y comenzó a leer –Liduvina, patrona de los enfermos crónicos, nacida en Holanda en 1380.
Rigoberto frunció el entrecejo. Primero se alarmó, pero enseguida imaginó que el nombre podría auspiciar a su hija una vida de amor y entrega a los necesitados. Le pareció un nombre raro e inquietante, pero el halo de bondad que a la vez inspiraba lo convenció. Ante la mirada interrogante de Petronila lo aceptó.
-Bueno, ese –dijo, como si se tratara de algo que acabase de comprar en un almacén-. ¿Y de dónde viene? –preguntó, como para decir algo. Petronila volvió al santoral y se puso a leer.
-La Iglesia la declaró patrona de los enfermos crónicos porque a los 15 años, con motivo de un terrible accidente que le partió la columna, estuvo postrada durante el resto de su vida, sufriendo intensos dolores. Por las complicaciones, padeció un sufrimiento atroz que le iba de la cabeza a los pies –Rigoberto se fue echando hacia atrás como si una mano fantasmal lo estuviese empujando. Ella siguió-. Hasta se le formó una llaga que le fue destrozando la piel. Solo se alimentaba con el Sacramento de la Comunión. Empezó a tener éxtasis y visiones. Percibió que Dios le obsequió los dones de ver el futuro y de curar enfermos mediante la oración. La iglesia consideró que esa era toda la asistencia que necesitaba, al entender que era transmisora de la palabra divina. Así estuvo, en estado de contemplación mística y progresivas visiones repartiendo bendiciones, hasta que murió virgen a los 53 años, el 14 de abril de 1433. La oración que la evoca y solicita su intercesión dice: Alcánzanos de Dios la gracia de aceptar con paciencia nuestros sufrimientos como pago por nuestros pecados y para conseguir la conversión y salvación de muchos pecadores.
Petronila levantó la vista del santoral y contempló por un momento a Rigoberto, que se había quedado tieso y pasmado ante semejante historia. Estaba agarrado de la tabla del escritorio como si fuese al borde de un precipicio para no caer. No obstante comprendió al pie de la letra la invocación y ya se había decidido. Las desdichas que sufrimos en nuestras existencias son por nuestras exclusivas culpas y consecuencia de nuestros pecados, interpretó. Debemos padecerlas calladitos en vida para disfrutar del paraíso después de muertos. La cuestión del accidente y la postración lo preocuparon, pero estuvo seguro que lo que transmitiría Santa Liduvina a su hija sería el amor y la entrega, con lo que aseguraría su salvación.
Por lo menos en cuanto a lo primero, no se equivocó. La pobreza extrema y la falta de perspectivas hicieron que Liduvina, la hija de Rigoberto, ni bien cumplió los 18 años se fue de la casa a buscar oportunidades. Accidentes como el de la santa no sufrió y condiciones físicas no le faltaban. Le pusieron el ojo en un bar de un barrio periférico, de esos que tienen piezas atrás, permiso del jefe de calle, participación del comisario y vista gorda de intendente y juez de turno. El nombre no servía, tenía que ponerse otro. Por su atractivo cuerpo de fruta a punto, le sugirieron una redefinición: La Divina. Apropiado para su buena presencia y evocador a su vez de la santa que le dio el suyo verdadero. Y al igual que Liduvina la santa, La Divina murió apenas pasados los cincuenta años, enferma por los incontables abusos, postrada, delirando y desatendida por ser considerada un trasto inválido. Logró así el cometido de sufrir en esta vida por sus exclusivos pecados y responsabilidad. Así fue como la santa, quinientos setenta años después de sus bendiciones proyectadas al lejano futuro, en medio de delirios, logró influir en el de su tocaya bonaerense. Hizo cumplir a la vez la esperanza de su padre Rigoberto, que a esa altura ya de nada se enteraría: su hija tendría una vida de amor y de entrega. Y lo hizo en todo sentido, salvo en el de la virginidad. Respecto de la salvación ganada a cambio, no se conocen noticias. De ninguna de las dos.