“Se ríe y me aferro a esa risa
de la misma manera
en que alguien colgado sobre un barranco
se aferra a la cuerda que le lanzan.”
(Amy Hempel)
Empecé.
—Te cuento algo. Acá cerca, en las islas de Svalbard, es obligatorio portar armas de fuego —le dije.
—¿Cómo es eso?
Aunque no era cerca, le mentí.
—Si salís de tu casa es obligatorio portar un rifle. Y si sos turista tenés que estar acompañado por un guía armado.
Hice una pausa, a propósito, para engancharlo. Mi hermano respiraba del otro lado del teléfono.
—Es por los osos polares —dije.
—¡Hay osos polares!
—Pocos. Y están protegidos. Pero puede haber.
—¿Y vos vas a ir a conocer?
Hice otra pausa, esta vez involuntaria. Estaba casi a dos mil kilómetros de esas islas. Y a doce mil quinientos kilómetros de Tomás. Se me ahuecó el pecho.
—No sé, capaz que vaya. Algún día vamos a ir juntos.
Me odiaba cuando decía estas cosas. Era tan ridícula.
Atrás de mi hermano se escucharon gritos. Tapó la boca del teléfono, pero el barullo se escuchaba igual. Esperame un poco. Escuché que se quejaba. Que él no era el perro de nadie, decía, que fueran, si se animaban, a hablar con el delegado. Los latidos de mi corazón se dispararon hasta ocupar casi todo el sonido. Tomás. Que al delegado también le iba a dar.
—Tomás, por favor, no te pelees con nadie.
Mi hermano volvió al teléfono.
—Yo no soy el perro de nadie.
—Tomás.
—Quedate tranquila, no pasa nada.
Traté de controlar la respiración. Estaba aprendiendo unos ejercicios para eso. Los hacía cuando me angustiaba.
—Bueno ¿qué más sabes? —me dijo.
Seguí. Lo tenía todo pensado.
—Resulta que en estas islas está prohibido morirse.
Se rió. Fueron tres segundos de una carcajada metálica en el auricular. Yo me reí también.
—¿Cómo es eso?
—Es porque las temperaturas son tan bajas que no se descomponen los cuerpos. Si te enfermas, te tienen que llevar a alguna otra parte del continente.
—Dios mío.
—Están locos.
—Todos locos.
—¿Y vos cómo estás?
Y entonces la conversación se volvió barrosa. Siempre pasaba lo mismo, pero no podía evitar preguntarle. Tomás cambió el tono, empezó a repetir frases trilladas. Una vez le había escuchado decir a un policía en una visita que hice, en una de las pocas visitas que hice, que era mejor contarle cosas del afuera, hablar de pavadas, que eso ayudaba a la salud mental. Pero yo estaba en Europa y él en un pabellón. No podía decirle que en cualquier horizonte veía montañas mezclándose con el mar.
—Sí podés aprovechá a salir al patio. Ponete al sol.
—Sí.
—Portate bien. Cuidate.
—Sí.
Cortamos. En veinticuatro horas íbamos a volver a hablar. Y así todos los días. Excepto cuando no me atendía el teléfono. Había algunas semanas en las que desaparecía del mundo.
Había dudado hasta último momento si hacer este viaje. Pero lo más probable era que fuera y volviera y las cosas siguieran igual. Bueno, de alguna u otra forma siempre habían sido igual. Además, yo vivía en la ciudad y la unidad carcelaria quedaba a seiscientos kilómetros. Podía visitarlo durante cinco días de corrido, de a una vez por mes. Tomás estaba cada vez más triste y más flaco. Y yo ahora estaba acá.
Me abrigué y salí para el mercado del puerto. Hoy no me tocaba trabajar, pero tampoco tenía comida y ahí podía comprar con descuento de empleada. El camino al puerto era todo relieve. La ciudad estaba hecha de subidas y bajadas. Con cabañas de madera, casi idénticas, de colores. Y los nombres extrañísimos, impronunciables, de las calles. Yo estaba acá. Y el abrigo nunca era suficiente y el viento frío me cortajeaba la cara.
Pasé por la puerta de un restaurante y vi la smalahove. Me había olvidado de contarle sobre eso. Les pregunté a las personas que estaban comiendo el plato si podía sacarle una foto. Se rieron (lo que en Noruega puede llamarse risa); y me dejaron. Una cabeza de oveja, entera y hervida, descansaba intacta en el plato. La pobre parecía estar dormida, con la mueca relajada y los ojos vacíos, calcinada. Me despedí con media sonrisa. Smalahove, repetí. Vikingos.
El puerto estaba bastante lleno ese día. Se improvisaban unas tiendas de carpa roja para armar un comedor al aire libre. Ahí podías probar de todo: centolla, alce, ballena. En la estatua del centro de la plaza había algunos turistas sacándose fotos. El monumento tenía forma de globo terráqueo y podías ver los dibujos de hierro en trescientos sesenta grados. Había hombres y ballenas. Las figuras de los hombres eran desproporcionadas. Casi tan grandes como las del animal. Las ballenas eran lo que eran. Mansas, inofensivas, como vacas de agua. Una vez había leído que las ballenas tienen inteligencia social: que viven en grupos y cooperan, que son capaces de sentir empatía y resuelven problemas juntas. En la estatua, estaban con la mitad del cuerpo afuera del agua. Sus pupilas se parecían a las de la oveja. Los hombres estaban furiosos, levantaban arpones y gritaban con los brazos extendidos. No miraban a los animales, nos miraban a nosotros, en la plaza.
En Noruega está permitida la caza de ballenas, eso ya se lo había contado.
Caminé hasta mi puesto de trabajo, atravesé todas las tienditas rojas. Todos los alimentos se exponían enteros y frescos: pescados, cangrejos, pulpos. El cementerio del puerto. Las ballenas y los alces tenían pinchos con fotos, para que pudieran identificar el trozo de carne. Las langostas y centollas se exponían vivas y podías elegir tu pieza. Se hervían, así como estaban. Yo trabajaba con langostas. Mi lugar era la caja registradora, justo al lado de la pecera. Cuando el mercado no estaba abarrotado, podía pasarme horas mirando aquellos bichos. Me detuve ahí. Mis compañeros me saludaron. Yo les hice un gesto. Por lo menos nos entendíamos en las cosas básicas.
Me quedé mirando las langostas. Tenían el tamaño de mi antebrazo. Eran decenas en un espacio muy chico. De color oscuro, terroso y con pintitas blancas, pero cuando se hervían quedaban rosadas. De los ojos, le salían unas antenas. Eran feas, pero no tanto. Nunca había leído nada sobre el comportamiento de las langostas. Estas se movían muy lento y se aplastaban unas a otras. Tenían dos pinzas, la más grande estaba cerrada con un precinto. Tener la tenaza inmovilizada las volvía más torpes.
Tal vez eso estaba bien, para que no se lastimen, entre ellas ni a sí mismas.
Saludé. Seguí hasta el puesto de salchichas. Por lo menos así no iba a saber qué era lo que estaba comiendo.
Me senté en el puerto, hice tiempo. Mis zapatillas casi rozaban el agua. Me llegó un mensaje: estaba conociendo a un chico del pueblo, pero hoy no tenía ganas de verlo, menos de hablar inglés. Esperé hasta que se me entumeció el cuerpo. Las olas se rompían abajo mío y me salpicaban. No podía ver el fondo del agua. La plaza y el mercado se fueron vaciando. Entonces, volví.
Llegué al puesto de trabajo y me dispuse a ayudar a mis compañeros a cerrar. Me demoré. Nadie me preguntó nada. Agarré una bolsa negra de las que se usaban para la basura y guardé un cuchillo en mi mochila. Fui hasta las langostas. Sus movimientos eran torpes. Eran los tiempos de la velocidad del agua. Yo sentía que mi cerebro estaba trabajando en la misma sintonía acuosa. Que un pensamiento lo envolvía todo, lo ahogaba todo y todo flotaba. Saqué con la pinza la langosta más grande y la guardé en la bolsa. La acomodé con cuidado, abrazada a mi pecho y salí corriendo.
Entonces me di cuenta de que el animal ya no era suave ni blando. Se movía desesperado, apretado contra mí, y sus extremidades me lastimaban. Corrí hasta la punta del puerto, lejos de todo el mundo. Hice todo tan rápido que no tuve tiempo de procesarlo. Me agaché y saqué a la langosta de la bolsa, cerca del borde del agua. Con una mano aplasté su costra dura para que no se moviera y, con el cuchillo en la otra, corté el precinto. Después, la empujé al mar. Sentí el plop de la caída. Tardé un segundo en levantarme y ver el agua. No vi nada. Ni siquiera pude identificar el lugar a dónde se había hundido.
***
—Che, y bueno, me faltó contarte esto. No sabés lo que hice ayer.
—Te mandaste alguna.
—Me robé una langosta.
—¿Qué? ¿Cómo te robaste una langosta?
—No sé, me agarró la locura. Si las vieras me entenderías.
—¿Y qué hiciste?
—Corrí como una loca y la tiré en el puerto.
—Sos tarada—me dijo y largó una risa. Lo dejé reírse un rato.
—Las langostas se lo merecen—le dije.
Entonces se escuchó que lo llamaban del fondo. Todavía no le había contado los detalles. Lo de la bolsa y el cuchillo. Podía haber sido una historia muy cómica. Pero alguien más quería usar el teléfono.
—Tengo que cortar.
—Bueno, portate bien. Por favor, cuidate.
La llamada terminó antes de lo previsto. Todavía me sobraba tarde. No quería quedarme encerrada en el departamento. Agarré la campera con plumas, la bicicleta y salí a pedalear. Empecé a rodar cuesta arriba. Iba resoplando. Me sonó el celular. Era otra vez el chico del pueblo, pero no quería hablar con él. No quería hablar más inglés con nadie. La idea me dio risa. Me imaginé que me frenaba en la esquina y le gritaba a aquel noruego grande y colorado como un oso. Olaf, se llamaría. Yo saltaría de la bicicleta e iría a abrazarlo. Olaf, le diría. Él era enorme pero la sola posibilidad de mi abrazo podía asustarlo, no estaban acostumbrados. Hola, iba a seguir yo, en un castellano limpio. Él me iba a mirar con su cara de no entender nada, pero se iba a quedar ahí, pasmado, porque era, como todos, una persona muy correcta. Te voy a decir todo lo que tenga que decirte, seguiría yo y le iba a decir cualquier cosa, lo primero que se me ocurriera. Él iba a asentir con la cabeza y no me iba a seguir el hilo en nada. ¿Sabés que algún día voy a conocer las islas de Svalbard, Olaf? Voy a ir con mi hermano. No nos va a importar que haya osos polares ni que haga un frío infernal. Olaf me iba a mirar con sus ojos de oveja. Tal vez reconocería la palabra Svalbard o su propio nombre en mi discurso. Nos vamos a quedar ahí y me voy a llevar todas las langostas del puesto, todas las que pueda cargar. Las vamos a soltar en el mar congelado y las langostas van a estar bien porque, ya sabés, en Svalbard está prohibido morir. Mirame, Olaf. Me iba a reír como una loca, lo iba a apuntar con un dedo, como si ahora sí hablara en serio. Va a ser nuestro desierto necesario. Nos vamos a quedar ahí todo el tiempo que haga falta. Después le apretaría los cachetes pecosos y, antes de que pudiera decirme nada, ya estaría de nuevo arriba de la bicicleta. Sería un encuentro hermoso, pensé.
Seguí subiendo, resoplando, hasta el final de la calle, hasta la cima de la colina. Ahí, me detuve un instante a mirar el paisaje. Sólo un instante. Después me dejé caer al otro lado del camino y, sin pedalear, bajé a toda velocidad por la ruta. El viento helado me lastimaba y me hacía lagrimear. Cerré los ojos. La bicicleta iba rápido, más rápido que el paso del tiempo. Inspiré fuerte, para sentir el aire salado del mar.