La ruta es un camino, un trayecto, un ‘entre’. Suele ser un lugar de paso, conecta pueblos, provincias, se cruzan jurisdicciones y fronteras. Transitan autos, camiones, motos y a veces bicicletas. Algunos países las llama carreteras. 

Nos da la posibilidad de escapar o de encontrar nuevas oportunidades, viajar o cambiar nuestra vida. Incluso es un escenario que se usa para marchar y protestar. Entonces, la ruta puede convertirse en un símbolo de lucha o de búsqueda hacia un camino diferente. Asimismo es un lugar propicio para la violencia por lo inhóspito y lo solitario. No sabemos nada de las personas que nos cruzamos al volante. A veces somos vistos y otras no. De lo que no cabe duda es que lo despojado hace que no sea un lugar para habitar. 

La escritora brasilera Ana Paula Maia en su libro Entierre a sus muertos (Eterna Cadencia, 2019), cuenta que Edgar Wilson, el protagonista, trabaja en levantar a los animales muertos que están sobre el asfalto o al costado de la ruta, y llevarlos a un depósito donde los trituran para convertidos en compost. 

Edgar antes tenía otro empleo. Era aturdidor en el matadero, golpeaba a la vaca de un mazazo en la cabeza. No de cualquier manera. Él tenía su técnica para que el animal no sufriera y pudiera morir tranquilo y rápido. 

Nuestro protagonista es un hombre de unos cincuenta años, tal vez resignado por la vida que lleva, sin sobresaltos, aunque pareciera que tampoco los busca y sus empleos han ocupado siempre el centro de su vida. 

Una tarde, mientras recorre las rutas haciendo su trabajo, Edgar ve el cuerpo colgado de una mujer ahorcada. Detiene la Caravan a un costado, observa detenidamente y supone que por la ropa que lleva puesta podría ser una prostituta. No sabe qué hacer, tiene prohíbo levantar cuerpos humanos. Debería llamar a la policía, pero como no quiere lidiar con ellos, llama a Tomás, un ex cura y que ahora es su compañero de turno.  

Ambos deciden infligir el reglamento y cargan el cuerpo en la parte trasera de la camioneta. Lo llevan a una heladera vieja que hay en el depósito del trabajo para evitar que sea devorado por los buitres. Se comunican con la policía para que lo retiren, pero el comisario les dice que están desbordados y que no dan abasto.  

El interés de Edgar es enterrar a la mujer para darle una muerte digna, “como nadie nace solo, nadie debería morir solo”, piensa. En este punto hay una resonancia con el mito griego de Antígona. Al darle sepulcro a los muertos, enfrenta la ley divina con la ley del hombre. 

En el libro de Anne Carson, Sófocles Antigo Nick (La pollera, 2022) Antígona, en el diálogo que tiene con su tío Creonte, le dice: “cuando dicen ley significa las ordenanzas eternas no escritas e inquebrantables de los dioses, de las que ningún ser humano puede escapar. Es cierto que moriré Creonte o no Creonte y la muerte está bien, no es dolor. Abandonar al hijo de mi madre yaciendo afuera insepulto eso sería dolor”. 

Mientras leía el libro de Ana Paula Maia, recordé a la autora francesa Nathalie Léger, quien escribió El vestido blanco (CHAI, 2023). Allí cuenta que una tarde leyó en los medio que la artista italiana Pippa Bacca salió de Milán vestida de novia rumbo a Jerusalén, haciendo dedo por los Balcanes, Bulgaria, Turquía, Siria, Jordania y el Líbano a modo de llevar un mensaje de amor y de paz a los países afectados por la guerra. Su performance consistía en hacer dedo y subirse a cualquier auto que se detuviera para alcanzarla, con la premisa de mostrar que cuando confiamos en el prójimo solo nos pueden hacer el bien. 

En abril del 2008, veinte días después de emprender su travesía,  la encontraron asesinada al costado de la ruta. Su cuerpo estaba desnudo en una zanja a pocos kilómetros de Estambul. Las pericias informaron que fue violada y estrangulada. Su verdadero nombre era Giuseppina Pasqualino di Marineo, sobrina del artista Piero Manzoni. 

El trágico destino de Pippa llevó a la autora Nathalie Léger a escribir El vestido blanco. Su interés estuvo en reflexionar sobre la hostilidad a las que estamos expuestas las mujeres y al constante peligro y abuso al que están sometidos nuestros cuerpos. 

La autora francesa hace foco en el cruce entre el arte y la violencia en un escenario impune como la ruta. Cómo diferentes “rutas” femeninas se encuentran con la amenaza en su tránsito por el mundo. No buscó explicaciones, sino que examinó las complejidades del gesto artístico de Pippa. 

La relación entre el poder y la ruta es dinámica y compleja. Es ese margen donde suceden los crímenes que transgreden tanto la ley del hombre como la ley divina de “no matarás”. Y es ahí donde hay una resonancia temática con Entierre a sus muertos. En el punto en que la autora brasilera hermana a mujeres y animales, como blancos expuestos a la violencia masculina en un territorio dominado por varones.  

Mientras Pippa Bacca se lanzó a la ruta con un acto de confianza radical y un mensaje de paz, encarnando una fragilidad expuesta a la voluntad ajena, Edgar desobedece la ley: “no levantar los humanos muertos de la ruta, solo recoger a los animales”. Pippa es la inocencia vulnerable en el camino, mientras que Edgar es quien recoge los fragmentos de esa vulnerabilidad hecha pedazos. Ambos, a su manera, están intrínsecamente ligados a la peligrosidad de la ruta: Pippa como víctima potencial de su imprevisibilidad y de la violencia latente, y Edgar como testigo silencioso de la fragilidad de la vida frente a fuerzas que la arrebatan y que a menudo operan impunemente. 

Tanto Edgar como Pippa siempre estuvieron conscientes de lo finito de la vida. Probablemente la historia hubiese sido otra si era Edgar quien hubiera encontrado a Pippa haciendo dedo en la ruta. 

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