V. cuenta que vio en la India, incluso en lugares
especialmente míseros, cómo ponían platitos de leche
fresca, para que bebieran las serpientes.
posted by gpesoa : 1:15 AM
Cuando Vince llegó a la aldea vio flores por todas partes. Había viajado unos 200 kilómetros al sur de Puna, estado de Maharashtra, en un autobús desvencijado y estaba mareado de tantas vueltas por caminos polvorientos. Se consoló pensando que al menos habría arribado a tiempo para ver los preparativos de alguna celebración. Recordaba vagamente que su destartalada guía de Lonely Planet mencionaba varios festivales en la zona por el mes de agosto, pero ya no sabía bien ni en qué día vivía ni mucho menos si se trataba de un homenaje a Krishna, Ganesha o cuál de las incontables deidades del panteón hindú. Le daba igual. Finalmente, todas las manifestaciones de devoción eran parecidas: los trajes coloridos, los cánticos, el alcohol final para olvidarse de la miseria y de una cotidianeidad carente de valor ante la incesante rueda de reencarnaciones que le esperaba a cualquier hindú del montón. India lo tenía harto con su religiosidad, pero se resistía a darse por enterado.
Unas gentes de Puna le habían dado una dirección donde podría alojarse. A medida que se adentraba en la aldea en busca de esa cama que le habían recomendado, en la que pudiera finalmente descansar del polvo y de los olores de sus compañeros de viaje, la profusión de flores crecía junto a una extraña sensación de congoja. No escuchaba gritos de dolor ni sollozos desesperados, sino miradas perdidas y ojos turbados, como si a la vida misma se le hubiese detenido el corazón, obnubilando a toda la aldea. Demasiado tiempo transcurrido quizás sin que nada hubiera cambiado significativamente en su vida. El hartazgo lo ocupaba en casi todo momento, llevándolo de un sitio a otro sin búsqueda precisa ni deseos por cumplir. Se sentía un vagabundo en estado de desilusión, pero no encontraba manera de detenerse por más de unas semanas en un mismo sitio. Las ciudades se le presentaban demasiado amenazantes y sólo una sucesión de villorrios rurales, iguales en pobreza y desamparo, le permitían días de indiferencia y silencio.
En la puerta de una choza apenas mejor que la mayoría, una mujer mucho menor de lo que aparentaba lo esperaba pacientemente, montada en sus piernitas flacas y sus pies casi descalzos, ya que las sandalias chatas de tiritas raídas – calzado que ostentaba como si proviniera de la mejor zapatería italiana- parecían proteger sus pies con un último hálito de fuerza. Cuando vio llegar al extranjero, la mujer sonrió, dejando ver una línea despareja de dientecitos pequeños y gastados, como toda ella. Vince se aproximó y ambos se saludaron con una sutil reverencia.
“Bienvenido a mi humilde morada, señor,” dijo en un inglés correcto con fuerte sabor a hindi. “Lo estábamos esperando. Es un honor poder alojarlo. Mi nombre es Shruti. Pase por aquí”.
Vince jamás hubiera imaginado una muestra tal de educación en una mujer tan humilde. Su sorpresa fue tan grande que no atinó a decir más que un “gracias” deslucido por el cansancio. Al trasponer el umbral se encontró con un cuarto grande y sencillo en el que un grupo de jóvenes mujeres, de cuclillas sobre una alfombra, rezaba en un susurro tan débil que Vince podría haberse quedado dormido a su arrullo en ese mismo instante. No era necesario entender sus palabras. Sabía que hablaban de dolor y pérdida, el mismo sentimiento que exudaba la aldea entera. Siguió a Shruti hacia el fondo de la morada, pasando por un pasillo semicubierto en el que se mezclaban las fragancias de inciensos con el aroma punzante de un curry recién preparado.
Ni bien apoyó la mochila en la cama angosta de su cuarto, Vince se dio la vuelta porque la mirada de la mujer parecía penetrar su ropa y hundirse entre los espacios de sus cervicales.
“Teníamos todo preparado para el Nag Panchami, señor, y ahora nadie sabe qué hacer.”
Vince la miró sin entender.
“El festival de Naag Devta, el Dios Serpiente,” agregó Shruti, y sin dar lugar a la pregunta, se apresuró a explicarle. “Naag Devta es una deidad muy poderosa, que necesita del cuidado de sus fieles. No hemos sabido responder a sus deseos. Al parecer no hemos hecho lo que debíamos…” La voz de Shruti se quebró en un sollozo que ella detuvo con su mano huesuda contra los labios gruesos. Vince la vio desaparecer de su vista con la rapidez con la que se desvanece un sueño. Sólo alcanzó a escuchar el chasquido de sus viejas sandalias alejándose por el piso de la galería.
El sol comenzaba su etapa final de descenso cuando Vince despertó. Tenía la impresión de haber recuperado todos los sentidos junto a un hambre voraz. Se levantó y salió a lavarse. Desde la galería vio que las mujeres ya no estaban en la sala, pero la atmósfera era aún pesada y cargada de impotencia y desasosiego. Se internó en el cuartucho que alojaba la ducha y pasó los siguientes diez minutos enjabonando cada poro de su cuerpo, en un afán por liberarse de ese peso que lo oprimía, con más conciencia que esa mañana. El agua fría le devolvió una mejor temperatura a su cuerpo, pero no le quitó la sensación atribulada.
Cuando entró a la sala, Shruti lo esperaba con la mesa puesta. “Espero que haya descansado bien, señor”, le dijo con suavidad, invitándolo a sentarse. Vince lo hizo mientras Shruti se apresuró a traerle varios platillos de comida sencilla y abundante. Los olores de la India… Si algo recordaría, pasada toda una vida, serían esos aromas intensos de las especias combinadas en curries picantes, desdibujando el límite entre olfato y gusto, cuando la experiencia de llevar a la boca esos olores convertía al paladar en un sensor múltiple de estímulos penetrantes y agudos. Le vino a la mente un sueño fugaz que había tenido apenas un momento atrás, cuando los últimos rayos del atardecer se posaron en su cama, despertándolo, para despedirse del día. En el sueño estaba en Central Park, y una joven india envuelta en un sari pasaba a su lado con una gran bandeja de manjares que despertaba en él una nostalgia profunda por un mundo perdido para siempre. Vince se llevó el primer bocado a los labios y la fuerza de su picor fue suficiente para traerlo de un empujón a la realidad. Alzó la vista para encontrarse con los ojos tristes de Shruti, que seguía de pie frente a él, como si necesitara decirle algo más.
“¿Me haría el honor de acompañarme?” le preguntó para animarla a quedarse y hablar.
Ella se sentó a su lado y no tardó en iniciar su relato. “Naag Devta reconforta al Señor Vishnu, conservador de la vida en toda su existencia. Esta noche, quinto día de la mitad brillante del mes de Shraavan, celebramos el festival de las serpientes, en su honor. Los hombres ponen platitos de leche para alimentar a las cobras. Un doble propósito, señor. Darles alimento para que sus familias queden protegidas de la mordida fatal de las víboras y asegurarse el hábito de la serpiente que, con gran inteligencia, volverá a abrevar de ese manjar regalado cada vez que le apetezca. Cuenta una de las historias que en tiempos remotos, mientras un campesino trillaba la tierra, mató sin querer unas crías de serpiente. La serpiente madre se vengó mordiendo al campesino y a toda su familia, con excepción de la hija menor, que adoraba a los reptiles. Ese acto de devoción de la niña despertó la piedad de Naag Devta, quien le devolvió la vida a toda la familia. Desde entonces, en la semana del Naag Panchami, los hombres apresan a sus cobras amigas para pasearlas por el festival y demostrar que han vencido el miedo y que la potencial enemiga ha hecho las paces con los hombres. Pero anoche…” La voz de Shruti se quebró en un sollozo que se apresuró en reprimir para retomar la narración. “Anoche Anu se había quedado sola porque su padre y sus hermanos estaban de preparativos para el festival. La dejaron dormida sin pensar que podría despertarse. Anu es pequeña y es algo así como la hija de todas las madres de esta aldea, señor, desde que la suya murió hace tres años, cuando la pequeña recién empezaba a caminar. Todos piensan que fue el hambre… el hambre y la pobreza de su familia lo que la hizo salir de su choza y buscar algo de alimento.”
Vince no podía dejar de mirar el rostro de esa mujer, bella y extenuada por el dolor y la miseria.
“Debió haberse perdido entre los árboles”, continuó Shruti. “Cuando los hombres llegaron a la casa y no la vieron, avisaron enseguida. Toda la aldea salió a buscarla con antorchas, porque la noche ya estaba cerrada. Finalmente la hallaron, junto a un plato de leche vacía, que su propio padre había dejado para una cobra que jamás logró ver. Anu parecía dormida, pero la marca en su cuello decía otra cosa. La serpiente, señor, la había encontrado bebiendo su leche…”
Shruti se quedó en silencio, con la mirada clavada en un rincón oscuro de la habitación, como buscando respuesta al absurdo que los había azotado sin clemencia. Luego prosiguió: “El padre trajo a su niña en brazos y la puso con dulzura en la cama sin decir palabra, pero luego bebió hasta caerse. Ahora los hijos mayores, devotos de Naag Devta, quieren dar el cuerpo de su hermana como ofrenda al dios, quieren pasearla en los carros floridos con las serpientes y soltar todas las cobras apresadas para saciar el hambre divino.”
Shruti miró a su huésped súbitamente. “Debo ser muy ignorante, señor, pero no puedo comprenderlo. No esta vez. Y sólo puedo decírselo a usted. Le agradezco tanto su presencia aquí esta noche.”
Shruti se levantó sin esperar comentario alguno de Vince. Retiró los platos en silencio y desapareció por una puerta. Vince salió de la casa. A medida que se acercaba al centro de la aldea, los tambores y cánticos se fueron haciendo más fuertes y sentidos. Una marea de hombres, mujeres y niños de todas las edades caminaba al compás de los ritmos a lo largo de una calle de tierra bordeada de guirnaldas de flores de papel y grotescos dibujos de serpientes. En los carros iban los hombres con sus cobras, ataviados con sus galas mejores. Adelante, en el carromato principal, orgullosos por ser parte de una historia divina encadenada a tantos otros mitos en torno a Naag Devta, se pavoneaban los hermanos de Anu, escoltando el cadáver diminuto de la niña, como si se tratara del mejor trofeo jamás ganado. Vince se sintió desbordado de incomprensión. India de pronto se tornó demasiado sobrecogedora para su occidentalidad confundida y por un momento temió perder el rumbo definitivamente. Corrió a la casa de Shruti y revolvió desesperado el fondo de su mochila en busca de su pasaporte. Cuando sus dedos palparon el papel coriáceo, el alma le volvió al cuerpo. Unas pocas páginas le decían quién era y de dónde provenía. Empacó por última vez, sintiendo los latidos en su pecho pulsando con urgencia. Ni bien despuntara el sol, iniciaría la despedida definitiva de un territorio capaz de tragárselo entero por la mera fuerza de sus creencias.