La medallita

La mañana estaba cargada de frío y nostalgia. Ese día, tardó el sol en dar calor al paisaje sanantoniero e introducía, de a poco, el brillo en los colores típicos del pueblito colgado en el noreste de una de las provincias del norte argentino. 

13 de junio, día del santo del pueblo, Juana caminaba por la calle central del que era su lugar en el mundo y, mientras tanto, sus recuerdos se trasladaban a otro día como aquél, uno de su infancia, que la había marcado para siempre. Entonces tenía 6 años, no se podía olvidar de eso porque precisamente fue la víspera de su natalicio, además de celebrarse el día del patrono del pueblo. Lo que no recordaba bien, lo que le aparecía como una nube confusa de personas, lugares y situaciones, era lo que había sucedido realmente … Claro, fue tan doloroso que no encontró otra forma de amainar el dolor sino a través de la negación. Constantemente trataba de transportar sus pensamientos hacia cualquier otra situación, cuando recordaba aquél trágico día en que había visto por última vez a sus padres.

Continuando con su andar pesado y silencioso, observó a lo lejos, un grupo de caballos con sus jinetes emponchados, entre los que se distinguían los más pequeños, que calzaban boinas tejidas con lanas de todos los colores. Siempre en esas festividades todo el pueblo se vestía de jolgorio. Iniciaban el día concurriendo a la procesión que se hacía hasta la “cruz alta”, como la llaman los gringos, “cruz de los pobres inocentes” como la definen los auténticos dueños de estas tierras. Una cruz en cuyos pies habían enterrado, a fines del siglo XIX, a unos 300 indígenas de las comunidades Tobas y Mocovíes, para “aplastar la rebelión” que ocasionaran los nativos por causas que son muy bien conocidas por todos, opresión y dominación. Según cuentan algunos relatos escritos de aquellas épocas, la gota que colmó el vaso, fue el pedido del Gral. Rudecindo Roca, de una “chinita, niña indígena”, que los militares habían arrebatado violentamente de los brazos de su madre; el Gral. que solicitara tal secuestro, era  hermano del entonces presidente de la Nación, Julio A. Roca, mentor de la campaña del desierto, genocidio de los indígenas del sur de nuestro país.

Prosiguiendo con el relato de la festividad, concluida la procesión, se celebraba la misa. Luego, venía la diversión. Se llevaban a cabo varios juegos como la ruleta, la lotería, carrera de embolsados, carreras cuadreras, pero lo más pintoresco eran las carreras de sortijas, se hacían alrededor de la plaza, los jinetes, los mismos que iban a los costados del santo en procesión, eran los dueños del espectáculo. 

Aquel día, frente al templo, declarado monumento nacional, un grupo de gente, esperaba al cura para dar inicio a la procesión, con esa actitud paciente y devota que caracteriza a los pueblerinos. “Esta es mi gente -pensó Juana- personas sencillas y de gran tamaño espiritual, de saludo fácil y de puertas abiertas, dispuesta a dar una mano cuando la ocasión apremia.” Cuatro vecinos sostenían sobre sus hombros, las andas recubiertas de tela blanca y, en la base del tablero que sostenía la estatua del santo, crisantemos amarillos y blancos suspendidos sobre hojas de palma, la adornaban.   

Tan ensimismada iba que no vio el auto, un Ford Falcon verde. Cuando escuchó la frenada se asustó y trastabilló hasta perder el equilibrio. Sentada en el medio de la calle levantó la mirada y reconoció el dolor, en su columna, pero también en su alma.  Se apresuró a levantarse, el dueño del auto trató de ayudarla, muy preocupado la quiso llevar al hospital, ella lo miró con sus grandes ojos fijos, no parecía conectar, no parecía entender. Ese auto -pensó-. Por alguna razón, su subconsciente soltó los mecanismos de defensas y recordó, de pronto, la tragedia de aquel otro 13 de junio, el de su infancia. Sintió en aquel momento un profundo escalofrío que se le coló hasta el alma.

Se paró como impulsada por una fuerza extraordinaria, apuró sus pasos y llegó hasta la esquina de la plaza, perdió su mirada en los puestitos de comida y de bisutería que se ubicaban en frente del templo. Su mente era como un túnel agrietado por donde se iban filtrando todo tipo de recuerdos. Entonces, sintió que se ahogaba, acercó su mano derecha al bolsillo y un gesto de preocupación volvió su rostro más duro.  Había olvidado su medallita, o seguramente la hizo volar cuando casi la arrolla ese auto. Sintió que la tierra se movía, a su mente confusa la invadió la imagen de su madre y entonces resonó su voz bien clara:

 —No olvides nunca todo el amor que te tenemos tu padre y yo. —Vio el dolor en sus ojos y se prendió fuertemente de sus manos. 

—Quiero ir con ustedes. No me dejen mamita, no me dejen. —Se vio de niña desgarrada por la angustia. Sus padres la dejaron con su abuela, no la podían llevar. “Los hombres malos” la iban  a lastimar si la llevaban, le dijeron.

—Cuando estés muy triste o estés con mucho miedo, apretá fuerte esta medallita junto a tu corazón y yo te estaré cuidando junto con San Antonio. —Se había sacado de un tirón la medalla que tenía en su cuello y se la había entregado. Y luego entraron ellos, los ocupantes de un Ford Falcon verde y se los llevaron.  Se había quedado llorando en los brazos de su abuela apretando fuertemente la medallita. Cuarenta y cuatro años después, ya no tenía los brazos de su abuela, sólo le quedaba la medallita que ahora buscaba desesperadamente en su bolsillo, pero no la hallaba. Todo se volvió oscuro. Se derrumbó justo frente al santo que habían comenzado a movilizar.  

Se armó un magnífico revuelo, una mujer pidió a los gritos un médico, un hombre vestido de gaucho, levantó a Juana en sus brazos. Como no había en qué acostarla, al director de la única escuela del pueblo, se le ocurrió bajar el santo y llevarla sobre las andas, sostenidas por los hombros de los cuatro vecinos, hasta la sala de emergencia que estaba a unos 80 metros del lugar.

Todo era agitación y griterío. Las piernas de Juana colgaban y se mecían al ritmo de los pasos apurados de sus conductores, el director daba las órdenes. Una mujer mayor dijo: —Hay que avisar a la familia. — Nadie la escuchó.

 Estaban cruzando la calle cuando sucedió lo inesperado, un caballo desbocado se les cruzó en el camino y produjo la caída de los hombres de adelante que la transportaban, entonces Juana voló por los aires y fue a caer sobre el techo del falcon verde con el que se había cruzado momentos antes. El director se agarraba la cabeza y gesticulaba dirigiéndose al jinete, que supuestamente, era dueño del caballo que provocó tamaña tragedia. Entre tres, la bajaron del techo del auto, la dieron vuelta. Le midieron el pulso y vieron que Juana tenía los ojos muy abiertos, parecía querer decirles algo, se hicieron una seña. Uno de ellos la tomó por los hombros y otro de las piernas, así entraron a la salita donde el médico ya la esperaba de pie junto a la camilla. Mientras la auscultaba, se hizo un silencio expectante. De pronto se escuchó una voz alterada que a lo lejos decía: —Hay que dar vuelta el santo antes de que ocurra otra desgracia. —En el apuro lo habían apoyado sobre la vereda boca arriba. 

Una de las creencias que sostienen los sanantonieros es, en torno a la forma en la que se debe hacer la plegaria. La más conocida cuenta que se debe poner la estampita o la estatua del santo boca abajo tapada con una tela roja hasta que se cumpla con el pedido. Como si el pobre santo estuviese en penitencia hasta que cumpla con lo solicitado. Los cuatro hombres que habían transportado  las andas fueron tras el pedido de la mujer. 

Inmediatamente, se asomó el médico a la puerta y les comunicó que lamentablemente la paciente había muerto atorada al tragarse una medallita.

Biografía

Eilsabet Honorat nació en Las Toscas en 1960. Es profesora de la Enseñanza Primaria y Operadora en Psicología Social. Sus poemas integraron los libros “De pueblo en pueblo” ediciones (2017/2018); en diciembre de 2021 presentó su primer libro de poemas y cuentos cortos “Fragmentos” editado por librería “De la Paz” de Resistencia Chaco. En 2022 formó parte de la publicación del libro “Delántandonos” y en 2023 de “De amor y otras cosas”.
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