Incontables veces le pedí a mamá que no me dejara sola con la vieja Moira, pero ella nunca escuchó. Ni siquiera prestó atención cuando le hablé sobre los seres que invocaba usando su mantilla negra bordada en punto cruz.
Mis ruegos de cada viernes, cuando se acercaba la hora de ir a su casa, se ahogaban en una telaraña de excusas que terminaba en la rutina de vestirme a regañadientes. El espejo frente al que mamá me peinaba, replicaba mi disgusto y sus manos lidiando con aquel par de trenzas que a la vieja le fascinaba acariciar.
“La Moira”, como yo le decía, se cubría la cabeza y la espalda con su paño de luto traslúcido y se entregaba a plegarias que tenían el poder de mover objetos e incluso de romperlos sin el menor contacto físico. Otras veces, le bastaba con desplegar la mantilla en el aire para que los espíritus tomaran forma debajo de ella.
Fueron meses crudos los de aquel otoño de 1988. Mamá, siempre en apuros, se pintaba los labios en el camino y me llevaba a los tropiezos, como quien traslada un juguete con la batería a punto de agotarse, una cosa movida por alguna cuerda invisible que nacía en mi casa y terminaba en la puerta despintada de La Moira.
La soga imaginaria que me obligaba a seguir el recorrido se enredaba en mi cuello; me sujetaba los brazos y yo iba como sonámbula; sin quejas; atada a la certeza de que nadie se atrevería a liberarme.
Recuerdo la primera vez que la vieja sacó la mantilla del armario. Esa tarde acercó su mandíbula a mi oído y confesó el poder que aquel cuadrado de tela le confería.
-Me ayuda a reunirme con las almas resentidas y con las más perversas– declaró en un suspiro.
La seguridad de sus dichos y la acritud de su aliento me abrumaron. El interior de su casa, lúgubre y semivacío, agrandaba una sensación de encierro confirmada por el ritual de llaveros agitándose en la cerradura después de mi llegada.
Rara vez La Moira cambiaba de atuendo. Solía vestir un camisón color ocre, con olor a moho y a orina. Pese a su dejadez, era evidente que me esperaba con ansias. En cuanto me tenía bajo su dominio, el semblante se le iluminaba. Poco después, cuando cubría su cabeza y parte del cuerpo con la tela bordada, toda ella se transfiguraba, como si entonces se revelara su verdadera esencia.
A mi manera, yo le confiaba a mamá que la vieja escondía poderes maléficos, pero ella se negaba a escuchar. Una tarde le conté que la mantilla se despegaba de su cuerpo y que, en señal de obediencia, flotaba sin maniobra alguna para después adquirir formas humanas. Eran siluetas precisas que por lo común guardaban calma, aunque otras veces susurraban al oído, o sollozaban por horas.
“No hay opciones; no tenemos a nadie y a la pobre vieja le hacemos un favor”- repetía mamá en un tono que clausuraba mis ruegos. Como fuera, pese a su terquedad, mi niñez no me impedía sospechar que había un pacto entre La Moira y ella, esas dos mujeres que se decían madre e hija, aunque no tuvieran lazo de sangre, ni vínculos de convivencia.
La primera señal de enajenación en La Moira se advertía en su manera de mirar. Cuando la mantilla caía sobre su pelo blanco, sus globos oculares se le endurecían detrás de una película opaca y se volvían estáticos; dos esferas inertes, despojadas de todo escrúpulo y piedad.
Demorar la ceremonia de las invocaciones se convirtió en mi único amparo. Durante las horas de estadía en la casa yo procuraba tomar distancia sin ofenderla; apartarme de su sombra; distraerme jugando con las cajas de verduras que ella acumulaba en un rincón sucio de la cocina. Recuerdo que en ese lugar me recluí después de descubrir su metamorfosis.
Aquel día un jarrón de porcelana cayó de la nada desde el estante más alto de un aparador. El estruendo me hizo sobresaltar. En cambio, La Moira no se movió de aquel sillón que parecía un trono. Como si el estallido hubiera sido silente, sus ojos mantuvieron la apatía gélida de los muertos.
Su lugar preferido para llamar a los espíritus era el hueco que se abría debajo de la escalera curva, en el salón comedor. En sus palabras, ese era “el refugio de las energías oscuras”, el que “imantaba” a las almas funestas que habitaban la casa. Ahí extendía su poder hasta que no quedaba más que mi espanto; un terror agudo que durante noches enteras me arrojaba en brazos del insomnio.
Una de las apariciones más extrañas que emergió bajo la mantilla fue la de un hombre de barba gris, brazos fibrosos y una herramienta estrecha, parecida a una gubia con la que tallaba un objeto. El espíritu estaba arrodillado en el suelo y se mostraba indiferente a nuestra presencia. Así se mantuvo hasta que, de pronto, giró el cuello hacia mí y empezó a repetir una frase en voz alta: “será tu calvario. Tu calvario. Será tu calvario…”
Me asaltó la mueca malvada del espectro. Cuando retrocedí, resopló con furia y, sin dejar de repetir el mensaje, clavó la herramienta en su mano izquierda una y otra vez hasta salpicar con su sangre la pared de la escalera y su propia cara. Miré a la vieja para observar su reacción. La vi responder con diligencia: en un movimiento breve, retiró la tela e hizo que el espíritu se esfumara, aunque no del todo. La frase repetida – “será tu calvario. Tu calvario…” – siguió sonando en la casa y me aturdió durante el resto de la noche.
La semana siguiente, la aparición fue tan vívida que me obligó a renunciar a los restos de incredulidad a los que me aferraba para no perder el juicio. Lo que se percibía era una silueta delgada, apenas más alta que yo en aquel momento. La Moira pidió que me acercara un paso más a ella; entonces vi que se trataba de una nena de trenzas rubias, atadas con cintas azules. Su perfil cabizbajo parecía un capullo iluminado. Se la veía ensimismada al principio, pero poco a poco empezó a mover los brazos bajo la tela traslúcida. Su cuerpo se movía con lentitud, como si intentara renacer de su propia muerte.
La escasa luz del salón dejaba reconocer la blancura de su piel, su boca de labios entreabiertos, su nariz pequeña. Al principio parecía no vernos, pero después me miró y estiró con fuerza los brazos hacia mí, como si pidiera ayuda para huir del círculo que la mantenía cautiva.
El silencio del salón comedor se agrandó cuando su voz pronunció un balbuceo y enseguida la el contacto que mantenían se tornó frágil. Primero la sacudió una convulsión ahogada, monstruosa. Por último, una mueca de asfixia se apoderó de ella.
Miré a la vieja esperando misericordia y me topé con su regocijo. Ella la contemplaba con ojos brillantes y una sonrisa que, por primera vez, dejaba entrever las encías y un par de colmillos desproporcionados.
El ahogo de la nena crecía en escalada bestial ante nosotras. Sus ojos claros, cansados, se hundían sobre sus órbitas en el intento de llenarse de aire. Y en un segundo, la mantilla negra, que antes envolvía el contorno de la silueta, se cerró con ira en torno a su cabeza y se ajustó como un anillo en su garganta. Así como estaba, ataviada en la negrura, como un monigote abominable, volvió a inclinarse hacia mí con los brazos rígidos.
La vi envuelta en aquel suplicio y me empeñé en ayudarla. No me importó siquiera aquel vértigo profundo, agrandado por semanas de insomnio intermitente, que empezaba a sentir. Me angustiaba el padecimiento de aquella alma infantil semejante a la mía. Por eso tendí mi mano hacia ella con la intención de desatar el nudo cada vez más cerrado que la estrangulaba.
Deseaba salvarla; aquietar el embrujo; concretar, tal vez en el mismo acto, mi propia venganza. Me concentré en mi objetivo, estiré mi brazo y, en un impulso certero, retuve en el puño una porción de la tela que caía sobre sus hombros.
En mi maniobra, intuí que la vieja intentaría detenerme, pero eso no me importó. Quería demostrarle que yo era distinta a mamá; que sí oía los ruegos; que era capaz de compadecerme ante la mueca expectante de una nena; frente a su mirada llorosa y su boca a punto de gritar. Pensé en eso y en la ausencia maternal repetida mientras aflojaba el nudo negro entre mis manos.
Lo que no sospeché entonces es que cuando, por fin logré liberarla, no pude evitar que la mantilla me atrapara. Y entonces, supe que no habría retorno.
Miré el salón oscurecido por el luto y sentí que el universo de aquella casa feroz se reordenaba. Muy cerca, oí la respiración acompasada de la vieja; percibí su aliento y el olor agrio que emanaba su piel. Ella y la niña me miraban; miraban mi ahogo con sonrisas de triunfo.
En vano intenté liberarme. La tela era áspera; densa como una capa de asfalto y actuó con fuerza sobre mí. La presión sobre mi garganta se extremó sin remedio. Pero antes de que mi cuerpo se enfriara, percibí desde la puerta los tres golpes con los que mamá solía anunciarse.
Aquella noche, mientras mi aliento se consumía, supe cuál era el sentido de todo aquel juego siniestro de invocaciones y ausencias. Comprendí además cuál sería, en adelante, mi misión en lo de la vieja.
Mi percepción, mi propia esencia, ya no eran las mismas. Ahora ansiaba ponerme al servicio de La Moira. Sólo tenía que engañar a otras inocentes; atraerlas con la ayuda del talismán maldito: la mantilla negra que tenía el poder de convocar a las almas más resentidas y a las más perversas.