Bajo el agua sigue un rastro, los movimientos de un ritmo que se mueve y ondea con divertida calma. Como una inmensa tortuga de panza blanca puede hacerlo con el mar verde, como puede flotar la espuma de mar sobre las olas -muriendo después en la fina arena de una playa-van las pantorrillas delante: dos plantas muy blancas de unos pies cerca, pero cada vez, un poco más lejos. Sin que pueda alcanzarlas, arriba y abajo, cortando con un cuchillo de burbujas, como un pájaro avanza en un cielo transparente.
Después el agua cobra un color rojizo, irisado y caliente, resurgiendo en un declive apenas más bravo, corre-que- te-corre, por dos arroyos apretados entre la piel rosada de los pequeños pechos turgentes. Vibrantes, perladas notas, cayendo como paraguas donde las gotas prenden sus manos cantando, mezcladas con pequeños cortes sin palabras ni ritmos- silencios suspendidos por miradas escabullidas- que encienden mensajes tras las cortinas.
Transparencias de cuerpos mojados. Risas, bajo una cascada de champú. Un sonido en los oídos llenos de espuma y el mismo, en la boca, en el tambor del pecho que canta. Cantan mujeres bajo el agua que les cae sobre una piel blanca y rosada y solo más oscura en aquellas partecitas aterciopeladas. Los cerámicos empañados de un baño de club. Un Patronato cualquiera en un pueblo, se pinta de blanco tras blanco por la espuma y las voces que le corren y resbalan. Al unísono resuena, la repetida estrofa de una canción:
“Li-i-ibertad, mi casa es un desastre, mi vida un poco más.
Co-o-orazón, que caros son los precios del amor…”.
Una y otra vez, el estribillo solo callado de a segundos, interrupto a causa de alguna risa que se cuela por el ahogo de la ducha caliente y pesada. Revoloteándoles la sangre que fluye por sus troncos desnudos, después de haber nadado como un animal marino en el agua helada de un pozo. Paradas sobre un gris pegajoso de perfumes, andando de a puntitas de pie para no resbalar en la gomosidad. Tomando las mallas de las canillas donde han sido colgadas hace minutos y que chorrean aún un poco de agua clorada, las enrollan en las toallas que desenganchan del cabello y se visten a la par, con mucho abrigo de gorros, guantes y bufandas. Encaramando la ropa sobre su piel encendida cayéndole en cascada sobre el rostro tirante lleno de pecas: un pelo corto y renegrido. Canto. Risa.
Se ríe porque a las dos, les chorrea tanta agua que les ha mojado todo hasta la cintura. El fucsia, naranja, verde, entre el dorado de sus bucles y el negro cabello lacio de la otra, que remarca un rostro blanco con enormes ojos, verdes o celestes, claros que brillan el vapor del espejo. Las manos con sus uñas pintadas de amarillo y turquesa, se tocan, pasándose un celular con fotos que miran mientras vuelven a reír.
Se siguen los pasos, la voz en la misma canción mientras salen.
Vuelven al agua, fría, tibia, más caliente según pasan los días donde se zambullen como cachorros: aprenden a nadar, como si ya no lo supieran desde que han nacido.
Pero después no, el olor del cloro en celeste calma y por delante, nada mueve el agua. Solo el ruido insoportable de pisadas desconocidas hace resonar el piso gris y caliente de una bañera mugrienta. Voces que no incluyen la de ella la aturden.
Repica el chorro de vapor sobre la puerta del cubículo donde se baña.
Cierra los ojos y aprieta fuerte los puños hasta sangrarse las palmas de uñas comidas.
La hoja de afeitar se clava sobre su piel tersa y blanca y licuadas gotas rojas tiñen el calor a sus pies, pero no siente nada. Salvo donde todo empieza a girar lento, como entrando a un sueño que llega por fin a posar su brazo para abrazarla.
Repica algo sobre la puerta, la pared: su cabeza. Algo da gritos, no ella.
Ningún rastro de tortugas marinas, ni de sus panzas blancas, ni tambores que toquen canciones en el pecho veladas por un aliento entrecortado solo por el vapor o la risa.
La mancha que ve ahora bajo el agua no es más blanca, sino rosa: se va abriendo paso en el piso caliente como una frazada pudo ir abriendo su madre para envolverla cuando tuvo frío, ya hace años.
En el pensamiento, la frase: “Cómo ayudarte, cómo lo siento. ¡Cómo te extraño! ¡Todo podía ser nuestro!”
Hasta la próxima vez que caiga al agua donde una fuerza la arrastre a sumergirse, no sabrá si respira. Cuando llegue el día en que quiera seguir otra vez, a un cuerpo que sube y que baja en el agua, aún, sabiendo que no está vivo, ahí recién respirará.
Ignorando todo lo que nunca supo, ni qué pasó con los pasos que antes seguía bajo el agua, lo que esas plantas pisaran hace quince años o más, ¿cuántos, desde su ausencia?
¿Cuánto? Ignorando por completo los motivos o, si los hubo, poco importan. Recién, cuando caiga en el agua otra vez, cuando llegue a buscar en la pureza celeste, sin hallar nunca la pinta de dos manchas que busquen iluminar lo profundo, como dos faros que alumbran su marcha o dos alas tiñendo su cielo de calma con un suave soplido: seguirá un rastro invisible. Para liberarse de todo el peso de un aire que arriba le cierra la garganta y la nariz buscará la nada sellando el aire solo para ella capturando todo lo que es abajo, en lo profundo, sumergida, hallando el vacío neutro.
Adentro respira. Afuera se asfixia. Donde todo muere afuera. Desaparece bajo el agua, adonde Bere ha muerto hace años, ¿cuántos, ya?, qué le importan los motivos, las causas o circunstancias, nunca lo supo entonces ni tampoco ahora. Tan solo un pensamiento mientras mueva sus propios brazos y piernas: “todo es nuestro” y avance sin saber ni sentir nada. Ella nada.
Y cuando estire la cabeza para que le enganchen otra medalla dorada, solo mirar el celeste de abajo vacío, sin ninguna mancha blanca: otra vez, asfixiada.