—¿A qué hora llega la enfermera? —preguntó Ricardo el primogénito y supuesto heredero de la dinastía de zapateros que por casi un siglo fue nuestro negocio familiar y maldito legado.
Vivíamos en una casa chorizo, una especie de conventillo, pero con la ventaja de tener cada uno su pequeño baño y la desgracia de estar unidos sanguíneamente a todos los energúmenos que ahí nos hacinábamos. Yo… aunque con gran torpeza… también me incluía en esa tribu, a pesar de todo, era mi grupo de pertenencia. Mamá, la hermana de Ricardo, le tenía la mano a Cacho, o sea, a mi abuelo. El olor a humedad mezclado con una baranda a meo concentrado no me dejaba atravesar la puerta de su dormitorio. Yo nunca le dije abuelo, para mí era una mala palabra, él tampoco me decía Julio, siempre me chirriaba “¡Nene, vení para acá!”, era una manera de sacarme identidad ya que el hecho de que mi vieja me hubiese tenido de soltera le generaba un rechazo que Cacho nunca pudo dominar. Yo era el bastardo de la familia, la vergüenza hecha pibe, lo tenía asumido, nunca un beso, nunca una caricia, nunca un regalo para reyes, solo en algunos raros cumpleaños me regalaban unos calzoncillos o algún pañuelo para cuando me resfriase, yo sabía que le daba asco verme con los mocos colgando. Ahora que me acuerdo, y para ser justo… para un día del niño me regaló un martillo viejo, usado, uno que seguramente lo rescató de la basura y me dijo que era para que vaya practicando para cuando termine la primaria ya que después de sexto había que ir a laburar sin excusas. Soñé varias veces en darle con el martillo gastado en el bocho a Cacho, pero algo me decía que eso no era lo correcto, la vida se iba a ocupar de poner las cosas en su lugar. Mi vieja no tenía ni voz ni voto, ella solo obedecía lo que decía el capanga. Al pie de la cama estaba Sofía, mi otra tía, con su marido Coco, el que trabaja en la curtiembre, ambos lo miraban y no emitían sonido alguno. Parecía que estaban esperando que cerrara los ojos, miraban el reloj como pidiendo “¡La hora referí!” y dar por finalizado de una vez por todas ese estúpido partido. Del Hospital lo habían mandado de vuelta. Según lo que había escuchado a escondidas, de mi mamá y mis tíos, “estaba todo tomado”. Yo sabía que a Cacho le gustaba el chupi pero no sabía que había tomado tanto como para estar en las últimas. Mi abuela, caminaba de una pared a la otra de la habitación como un león enjaulado. Su enorme rosario se bamboleaba como un indeciso balero. Una amiga que había ido a ver a la virgen, creo que por San Nicolás se lo había traído especialmente. Decía que estaba bendecido por Dios en vivo y en directo. También le había regalado una botella en forma de mujer con un manto en la cabeza que estaba llena de agua… bendita… eso también decía. Siempre me ponía unas gotas haciéndome unos signos raros en la frente para que sea más bueno y obediente.
La nueva mujer de mi tío Ricardo me dijo:
—¡Correte, nene!
La miré de reojo con desprecio, pero al toque me di cuenta de que venía con la enfermera y un tipo de blanco que, por el estetoscopio, no podía ser otro que el médico.
—¿Pueden dejarnos un momento? —ordenó el doctor y toda la parentela salió como tiro de la habitación.
Yo no dejé de ocupar mi lugar de privilegio. Yo podía ver todo, el sachet de agua sujeta de un fierro que le estaban cambiando con una manguerita que tenía pinchada en el brazo, las estampitas de santos que había formado como un ejército, mi abuela al pie de la cama, las jeringas que la enfermera pinchaba en unos frasquitos y luego se los clavaba cerca del cuello, podía ver todo, estaba en primera fila. Y el Cacho… seguía ahí tirado como si no le pasara nada. A mí me dolía solo el hecho de verlo. Se ve que el cacique de la familia, era un hombre fuerte, un cacho de hombre, un hombre como a mí me gustaría ser cuando sea grande. El bastón estaba al lado de la mesita de luz, a mí me gustaba escondérselo, era una especie de venganza por la forma en que muchas veces me trataba. Recuerdo que un día agarré jabón para lavar la ropa y le embadurné la punta, el viejo después de un rato de búsquedas y puteadas, lo encontró detrás de la puerta de la cocina de mi abuela. Cuando apoyo el bastón con firmeza se pegó una resbalada brutal dándose el porrazo de su vida. No se rompió la cadera de milagro. ¡Por Dios! Cuánto me reí ese día, viendo al viejo desparramado gritándome como un perro “¡Nene, vení para acá!”. Recuerdo que me acerqué sin miedo a que me revolee un bastonazo y lo abracé, lo abracé fuerte y con toda mi fuerza de nueve años lo ayudé a pararse y me sentí mayor, había sido el primero que había derribado al gran jefe. Mi jefe.
A pesar de todo yo lo quería al Cacho, él era el jefe de la manada, el capo mafia, el mandamás, siempre enojado, cascarrabias, puteando contra todos los gobiernos, contra todos los inmigrantes, contra todos los comerciantes, contra todos los vecinos, contra todos nosotros. Cacho había vivido dando martillazos a las suelas, con toda la bronca que se le puede tener al mundo entero cuando solo te alcanza para un cacho de pan para repartir con tu familia.
La enfermera y el doctor, terminaron con sus cosas y el Cacho gritó:
—¡Tengo frío!
Y todos mis parientes que estaban atrás mío abrieron los ojos sorprendidos, hacía semanas que no decía ni pío. En la habitación hacía un calor de cagarse, y el viejo tenía frío.
—Es que tiene un poco de fiebre, abuelo —le dice con dulzura la enfermera que ya le había tirado el ojo a mi tío Ricardo que no perdonaba a ninguna.
—¿Cuánto tengo, nena? —volvió a hablar mi abuelo.
El doctor agarró el termómetro lo acercó al velador y entrecerrando los ojos le dijo:
—Treinta y nueve y medio.
Mi abuela suspiraba y mi vieja no paraba de moverse, parecía que le corrían hormigas coloradas por las piernas. El Cacho, respiró hondo y con mucho esfuerzo le pregunta:
—¿Fahrenheit o Celsius?
Yo me reí como loco, la señorita Beatriz me había explicado que Fahrenheit era un chabón que había establecido la escala de temperatura de congelamiento del agua. Nunca lo había escuchado decir un chiste, y este era uno muy bueno. Cacho, o sea mi abuelo, escuchó mi risotada y sonrió. Inclinó con torpeza su cabeza hacia la puerta, me guiñó un ojo y me dijo:
—Julito, ¿dónde está mi bastón?
Y con la fuerza de su último martillazo cerró lentamente sus duros ojos.