La denuncia

Ese sábado hice la lista del almacén a escondidas de Ramón. Si veía que estaba anotando telas, iba a empezar con la cantaleta de siempre: ¿Acaso que en esta casa falta algo para que esté haciéndole ropa a extraños? ¿Acaso con lo que yo gano en la ferretería no es suficiente? Le podía durar el enojo todo el día, pero después se le pasaba. Yo le decía que toda la ropa que cosía era para los niños, y, como él no me prestaba mucha atención, yo pensaba que no se daba cuenta de que no era así. 

A los esposos no se les miente, pero esto no llegaba a ser una mentira, creo yo, cuanto mucho una mentirita blanca. A doña Roberta al fin se le casaba la hija mayor, y me había pedido que por favor le hiciera una blusa de terciopelo morado. La falda la mandaría a hacer después, si podía pagarla, dijo, y si no, se iba a poner una que ya tenía y que le combinaba. Cuando fui a tomarle las medidas me la mostró -¡para mí eso no le combinaba nada!- así que igual yo le tomé las medidas. Ella insistió que después me avisaba, que no me pusiera a trabajar gratis, pero con el tiempo que faltaba para la fiesta quizás encontraba cómo pagarla, y no tenía que andar yo corriendo, cosiéndole la falda a último momento, o buscando terciopelo del mismo color por todo el pueblo. Ni pensar si me tocaba decirle a Ramón que me llevara a la ciudad.

Ese día la lista del almacén tenía: fideos, café, una pelota para el mayor -y eso porque Ramón me había dado el dinero para regalarle por su cumpleaños-, tela de pijama para los dos muchachos -que ya los pantalones que tenían para dormir les quedaban como si fuesen a brincar pozos-, y el terciopelo morado para doña Roberta.

Aunque los niños se resistían, Ramón no permitía que durmieran sin pijama. Entre los temblores que nos sacudían en el pueblo y el frío que hacía todo el tiempo, era mejor para evitar que se enfermaran, o para no tener que andar pasando vergüenza con los vecinos si nos mandaban a evacuar las casas a media noche.

Con el señor Isidro, el dueño del almacén, teníamos un acuerdo: yo le fiaba las telas y, cuando me pagaban la costura, yo le abonaba a él. Así que el día del almacén anoté el terciopelo en el cuadro de pendientes, puse mi nombre, fecha y firma, pagué el resto de las cosas y me fui. 

Ese mismo día empecé a hacer el encargo de Roberta,  tardé menos de una semana y se lo llevé apenas terminé, le dije que se lo probara y me dijera cualquier cosa, sin apuro. Le hice blusa y falda como me había comprometido. Cuando se probó el conjunto, Doña Roberta me fue a buscar a la casa y no me encontró, entonces fue hasta la ferretería para dejarle el pago a Ramón. Le dijo que la falda y la blusa habían quedado perfectas, que no necesitaban ningún ajuste, que al final el marido le había dado la plata para todo. Me contó Roberta que apenas terminó de hablar se dio cuenta de que Ramón se había puesto como un tomate, los cachetes le iban a explotar, que le devolvió la plata a Roberta y le dijo que su esposa no trabajaba de eso, que lo tomara como un regalo, y ella no tuvo otra opción que irse.

Yo me entero de todo esto porque, esa misma tarde, Roberta me esperó a la salida de la misa de las siete para contarme y para darme el dinero. Se veía muy apenada, pobre, quién sabe si hasta estaría suavizando el asunto para no avergonzarme más. Yo la escuché pasmada, me entró algo, como una rabia, como el diablo, no sé. Le acepté el dinero, le dije que quizás había sido una confusión, pedí disculpas y me fui a la casa decidida a decirle a Ramón tantas cosas, que él no tenía derecho, que ese era mi trabajo y que él tenía el suyo y no andaba regalándolo por ahí.

Cuando llegué ni cerré la puerta de la entrada, lo vi sentado ahí en la mesa del comedor, los restos de la cena todavía estaban en la mesa. Le pregunté por qué habían cenado sin mí, por qué me apartaba. Él no me contestaba nada, pero yo seguía y seguía, le pregunté por qué no me miraba, por qué me había humillado con Roberta. Ramón como que no reaccionaba, no levantaba la cara del libro que estaba leyendo. En un momento me dijo que hablábamos después, que íbamos a asustar a los niños, pero que ya habíamos tenido esta conversación antes, sobre eso de trabajar, que no era necesario, que me lo decía por mi bien, para que tuviera más tiempo para mí, que por eso mismo les había dado la cena a los niños porque sabía que llegaba tarde de misa. Que era por mi bien, me repetía. Por más que no estábamos gritando despertamos a los niños, porque los dos salieron de la habitación y se nos quedaron mirando desconcertados, me dio tristeza verlos ahí con los ojos redondos, los rulos despelucados y los brinca pozos. Ramón me hizo una seña para que me callara, y se fue a acostarlos de nuevo. Después salió de la habitación, agarró la chaqueta y las llaves y antes de cerrar la puerta de la casa me dijo: me voy a la casa de mamá, y cuando vuelva no quiero volver a ver esa máquina de coser, no quiero tener más problemas.

Me quedé parada en la sala, mirando la puerta cerrada y pensando en esas palabras. ¿Qué esperaba Ramón de mí? ¿Qué iba a hacer yo con la máquina? ¿Venderla? ¿Regalarla? Si había sido un regalo de mi hermana mayor, que en paz descanse. No me imaginaba tampoco dejándola en la basura, era el único recuerdo que tenía de mi familia, él lo sabía, lo único que me conectaba a mi hermana. También era lo único que me conectaba a las demás personas que querían remendar un ruedo, o un vestido, o quizás un uniforme para sus hijos… A sus vidas, a sus familias. Cómo iba a renunciar a lo único que me apartaba de la rutina, de mi vida en el pueblo, de la repetición de un día tras el otro, una y otra vez lo mismo. Cómo iba yo a renunciar a eso que me hacía sentir necesaria -o al menos útil- en las vidas de los demás.

Me senté en la mesita de costura, la rabia se me estaba pasando -creo- y ahora me acogía como una desesperanza, no sé cómo llamarlo. Entonces agarré la tela de pijama para hacerles los pantalones a los niños, no paré hasta las dos de la mañana cuando quedaron listos.

Ramón no había llegado así que me fui a dormir, a las cuatro me desperté y no lo vi. Y me agarró la rabia otra vez, me dieron ganas de ir a buscarlo, me aturdió el pensamiento de que en verdad no estuviera en la casa de su mamá sino ¿por qué no había llegado? Me dieron ganas de matarlo o no sé bien de qué, es algo que no sé explicar, me dolían los dedos de los cortes con el hilo, y con esos dedos así no iba a poder ni traerlo arrastrado para la casa. Recogí todos los restos de tela, las tijeras, guardé la máquina de coser en su caja, agarré mi abrigo y las llaves y me detuve en la puerta. Parada ahí solté la caja de la máquina con cuidado, me di vuelta y entré despacio al cuarto de los niños, le di un beso a cada uno, agarré la caja de nuevo y salí.

No sabía bien a dónde ir, qué hacer con la máquina. Me pesaba tanto cargarla. Ya estaba aclarando, me dio hambre y recordé que la estación de autobuses estaba cerca, por la hora ya estaría abierto el restaurant. El primer bus salía a las cinco, entonces ellos siempre abrían a las cuatro y media para venderles el café a los choferes. Entré y pedí un chocolate caliente y una arepa de queso, la señora que me atendió es conocida de nosotros, yo le hice los vestidos de la primera comunión de las niñas. Me saludó con cariño, me trajo la comida y me preguntó por Ramón; yo le contesté cualquier cosa, le dije que trabajaba temprano o algo así, entonces me preguntó si viajaba sola, y no supe qué contestarle. 

Justo en ese momento llamaron del primer autobús que salía a la ciudad. Yo tenía en la mano el dinero de Roberta, pagué el desayuno y me levanté. El autobús se iba llenando, y yo ahí, parada al lado de la mesa, mirando a las personas subirse, repitiendo en mi cabeza todo lo que había pasado, tan confundida. Entonces pensé en Isidro, miré el vuelto del desayuno y conté para ver si llegaba a pagarle, jamás le había incumplido. ¿Y si se le ocurría ir a cobrarle a Ramón? ¿Y si la señora le contaba a Ramón que me había visto en la terminal?

De pronto me angustié mucho y salí corriendo para la casa. Cuando llegué, todavía no había ni rastros de Ramón, y los niños seguían dormidos. Como estaba todo en calma, me puse a lavar los platos sucios de la cena y empecé a hacer el desayuno, con eso me fui tranquilizando y me entretuve un buen rato, hasta que recién entonces me di cuenta de que no tenía la máquina, habría pasado una hora o algo así. Cuando llegué de vuelta a la terminal la máquina ya no estaba, pregunté por todos lados y nada. Revisé debajo de todas las mesas, la señora del restaurante me miraba con una cara extraña, como la que uno pone cuando se le cruza alguna loquita despelucada por la calle, de esas que piden una moneda. Les encargué a los del restaurant que me avisaran si la encontraban, pero no me han llamado. 

Entonces vine a hacer la denuncia, si de milagro algún policía ve mi máquina y puede hacer que me la devuelvan. Pagaría recompensa, si es que eso todavía se usa, ya dije lo importante que es para mí. Incluso soy capaz de comprarla otra vez, si es que la ponen en venta, porque de usarla, no creo, tiene sus mañas. Eso sí, me va a costar un par de matrimonios más, y, que, aunque sea a mano, me manden a hacer todos los vestidos desde la madrina hasta la novia. Al menos todavía quedan bastantes solteras en el pueblo. Y si no hay más trabajo, entonces hasta puedo ser como esa gente de la terminal, que va y viene todos los días a trabajar en la ciudad. Roberta dice que allá hay talleres donde buscan mujeres que sepan coser, que sean rápidas, así como que puedan hacer dos pantalones de pijama en una noche del puro enojo. Dice que lo ponen a uno en filas como en un salón de clase y se cose todo el día, excepto claro cuando se sale a almorzar con las otras señoras. 

Por ahora, dejo la denuncia firmada y me voy, porque mis niños ya a esta hora se habrán despertado y tendrán hambre, quizás estarán viendo la cocina vacía, y el desayuno a medio hacer, con sus ojos redondos, los rulos despelucados y los pantalones mochos. Ojalá Ramón no haya llegado todavía, quiero que encuentre el desayuno hecho, los niños comidos, la cocina pulcra.  Y entonces, cuando crea que todo está normal, cuando se haya tomado el café, cuando mire la mesita de costura y piense que no va a volver a ver la máquina nunca más, sólo entonces, voy a decirle tantas cosas.

Biografía

Sara Jiménez Molina es ingeniera industrial, venezolana y vive en Argentina. Desde muy joven inventa historias, que en los últimos años ha volcado en papel. En 2019 participó con un relato en la primera edición de la revista Arte Bluebee de Londres, y en Argentina formó parte de varias antologías como Mujeres empoderadas (Niña Pez Ediciones, 2020); Como las arañas (Peces de Ciudad, 2017) y Microrrelatos con conciencia social (Macedonia, 2016). En 2023 publicó la tercera edición de su libro de relatos Todos tus bichos (Editorial Autores de Argentina). Instagram @sarajimenezmolina
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