Todos los días cuando abrían la puerta y se colaba la luz desde la otra habitación, Martín guardaba en su mente un pedacito más de su entorno. Una morada de no más de dieciséis metros cuadrados, muy baja y con un techo de chapa que se podía ver por encima de esas bolsas de arpillera carcomida por las ratas. El piso polvoriento absorbía la humedad que se filtraba por las paredes, orines y heces, aunque no amortiguaba, ni siquiera en parte, el hedor.
Con el pasar de los años Martín entendió que las imágenes en su memoria ya no correspondían al aspecto actual de su claustro, ni de él mismo. ¿Cuántos años habrán pasado? Por lo menos diez, porque si bien jamás se había vuelto a ver en un espejo, notaba cambios evidentes en su fisionomía. Hurgando con sus dedos podía notar con precisión que la profundidad de sus ojos le daba un aspecto desfigurado; una cara diferente, de piedra, tan dura como la punta de su codo. El pelo largo y enmarañado sumado a sus harapos completaban el cuadro de su aspecto.
La última vez que vio la luz natural tendría cinco años y daba vueltas en la calesita del barrio, buscaba con excitación enganchar la sortija para ganarse una vuelta de yapa. Pero cuando aquel señor le dio la posibilidad, escondió su mano como si hubiera recibido la picadura de un bicho, tras haberse impresionado por una huesuda garra. Cuando el carrusel completó los trescientos sesenta grados, el hombre albino fue reemplazado por una jovencita que le ofrecía, con una sonrisa dibujada, el galardón. Fue así que Martín tomó con arrebato infantil el premio que lo llevó a la reclusión perpetua.