Crónica antologada en el Concurso de Crónica de Fundación La Balandra

Hay sol en el Fin del Mundo

No importa cuando leas esto: hay entre ocho y veinte mil aviones en el aire. Uno me trajo hasta Tierra del Fuego, a escaparme de todo. Acá me siento aislado, aunque haya casi doscientas mil personas.

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El tiempo en Ushuaia: amanece con lluvia, para, se nubla, sale el sol un rato, sopla el viento helado, para el viento, sigue el sol, llueve, llueve un rato con sol, sale el arcoiris, para la lluvia, vuelve el viento, ahora llueve en el mar y en tierra no, se nubla, cae aguanieve, se despeja, la luna incipiente en una punta y el sol en la otra. Así es Ushuaia, así estoy yo.

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En la calle se ven dos clases sociales: las camperas Columbia y los buzos de friza. Las camperas Columbia cuestan mínimo un sueldo mínimo, tienen colores brillantes y atractivos aunque sean verde militar o gris, surfean las paradojas con esas telas tecnológicas que no se ensucian, no se desgarran, no se mojan y que si en vez de telas fueran personas, serían mejores que uno. Sus plumas de ganso te mantienen siempre en la temperatura justa. Las camperas Columbia bajan de sus cruceros, barcos inmensos estampados con ventanitas, se sacan la foto, se enternecen con el pingüino, se comen sin ternura la centolla arrancándole las partes, se atiborran de chocolate suizo 3×2 y perfumes sin nariz como en una guerra de guerrillas del consumo, matan todo lo que pueden antes de que los maten, cargan las bolsitas como ekekos absurdos clase mundial. A veces las camperas Columbia también viven en la ciudad: son las dueñas de las inmobiliarias, de los centros de montaña, de las agencias de turismo, son las dueñas. Con sus botas de esquí carísimas y sus golden retriever. Las ves subir y bajar de sus 4×4 pero igual que los ekekos, para hacer lo suyo: compran, pagan, agarran, llevan; suben a la camioneta y se pierden en el horizonte.

Fuera del Centro, cada casa tiene un perro y, cada perro, un ladrido para vos. Solo caminan por esas calles los buzos de friza. Puede que tengan un pulóver debajo del canguro, a veces visera, a veces capucha, a veces las dos cosas. Debajo de la friza, quién sabe cuánto más. Si el frío está picante, la boca cubierta. Lucen como encapuchados, como manifestantes, como el que está a punto de prender fuego y romper todo. Pero no hay peligro. La Patagonia tiene su historia de rebeliones y matanzas, y los “salvajes” ya aprendieron su lección.

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Dicen que Magallanes vio las fogatas de los onas desde la costa, y por eso llamó a estas tierras, Tierra de humos. Al rey Carlos I no le gustó tanto el nombre y optó por algo más poético: Tierra del Fuego.

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Solo les ves los ojos. Todo está en los ojos. Algunas personas creen que, con solo mirar en profundidad el iris del ojo, se pueden conocer los estados de salud. La ciencia dice que es mentira. El estado de salud no sé, pero he visto el estado del corazón a veces, y tengo seguridad de que también se puede ver el atractivo. Hay días que hace tanto frío que a los buzos de friza solo les podés ver una tira, la franja de su mirada. Casi como si tuvieran una burka, pero a quince mil kilómetros de Medio Oriente. Creo que si hay dos lugares que no se parecen en nada son Tierra del Fuego y Medio Oriente, pero en los dos se sabe que se puede percibir la belleza con solo ver una franja, la franja de los ojos.

Fuera del Centro es imposible caminar mirando el celular y seguir vivo. Hay pendientes, veredas ásperas, bajadas, declives, terraplenes desnivelados, calles que no se deciden a subir o caer, barro, una cuesta que cuesta, barro, “lomas de burro y el burro entero” me dijo una taxista; superficies de cemento y piedras, en las que el cemento se gastó y solo quedan los filos de las piedras, barro, tablas de madera que tapan un agujero en el que no quisieras caer, barro, un poste de luz en el medio de la acera y no en el borde, barro, la rampa de un garage alta y punzante, un perro suelto igual a Lassie pero algo embarrado, y más barro.

En el gimnasio un cartel dice: Es obligatorio el calzado doble. No entiendo, ¿qué quieren? ¿Que me ponga una zapatilla dentro de otra? Miro a la gente a ver si tiene algo raro en los pies. Miro de nuevo el cartel a ver si el dibujo me tira alguna pista. La ilustración es de una zapatilla. Una linda, canchera, con cámara de aire. Si viene en algún color copado, tal vez me la probaría. Pero es solo una ilustración y el misterio sigue.

A mi alrededor no hay lockers para guardar las cosas, solo unos cubículos sin puertas ni candados en los que la gente deja billeteras, llaves del auto, camperas, celulares y zapatillas, muchas zapatillas. Nadie parece preocupado. Entra una chica vestida toda fitness. Lo único que desencaja en su outfit son los zapatos, unas botas de trekking ásperas, grandes, embarradas. Deja los zapatos con cieno en un cubículo y se calza una de esas zapatillas superlivianas para entrenar, con esos materiales tecnológicos que no se ensucian, no se desgarran, no se mojan y que si en vez de zapatillas fueran personas, serían mejores que uno. Por fin entiendo eso del doble calzado: zapatillas limpias en la mochila, reemplazan las sucias de los pies. Es por el barro.

Pregunto el precio para pasar un rato en el gimnasio: cinco dólares un día y diez el mes completo. No tiene sentido el precio, ¿acaso algún precio en la Argentina lo tiene? Crecemos con la constante sensación del sinsentido y nunca terminamos de acostumbrarnos. Pero si nos alejamos, lo extrañamos. Así somos.

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En la Patagonia los senderos son zafios. Unos cuantos de Ushuaia pueden iniciarse en la ciudad sin necesidad de tomar un transporte. Los más conocidos no siempre son los mejores y el premio se lo lleva quien se anima a investigar. La única fuente de investigación no es en internet: los locales tienen muy buena data si uno sabe cómo preguntar.

Los senderos de Ushuaia no son las pasarelas civilizatorias de Suiza o Canadá, en las que todo ya está dispuesto o decidido por las tablas. Hay algunos así, sí, y son buenos, sí, pero el misterio, lo mejor, está en los otros. Esos que son un esbozo, un brochazo, un rastro en el piso que se completa en la tapa de una lata de atún pintada de amarillo, clavada en un árbol y que sugiere el camino pero no lo impone. Al recorrerlos, se hace imposible no evocar a originarios y exploradores. Algunos, incluso, están dentro de la propiedad privada, que fue avanzando y se los tragó. Pero incluso esos se ofrendan siendo apenas atrevido. Wikiloc, la aplicación globalizada que los muestra al detalle, a veces se queda sin señal y solo somo nosotros contra algún surco, restituyendo la aventura original.

Para llegar a Bahía Cucharita: árboles bandera, avistaje accidental de aves, un banco con restos de madera justo cuando se lo necesita. La cima del monte Susana, que tiene su propio sendero, difícil de encontrar, pero que le compite. Un conchero yámana, un bosque que llega hasta el mar, una isla redonda. Hay otros: el Vinciguerra, la Submarino, el listado es enorme y pocos decepcionan.

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Dentro del Parque Nacional, uno de los caminos conduce hasta Chile. Un monolito lo demarca: “Chile”. Los turistas hacemos el mismo chiste que en la línea del Ecuador: ahora estoy aquí, ahora estoy allá. Nada nos detiene para cruzar y adentrarnos en el otro país: la selva helada y la desconexión con el continente funcionan como frontera natural. No hay a dónde llegar ni cómo sobrevivir a la travesía.

Ricardo Rojas escribió durante su confinamiento: “Toda Ushuaia es de por sí una cárcel natural. Más allá, en efecto, no hay sino enemigos y mares helados”.

También expresó: “el Estado argentino repite en Tierra del Fuego los mecanismos de control y crueldad que antaño había desempeñado España en su empresa colonizadora”.

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Hay cuatro ríos que atraviesan la ciudad: el río Olivia, que se presenta en la entrada; Arroyo

Grande, que fluye por debajo; Arroyo Buena Esperanza, del que extraen el agua, y el Río Pipo. Se llama así porque un presidiario, Pipo, se arrojó del tren en movimiento que lo llevaba a trabajar al bosque helado y escapó (o no, no se sabe) nadando en sus aguas casi congeladas.

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Mate. En los comercios de barrio siempre encontrás un termo y un mate. Alguien cebando. En los de cualquier barrio de cualquier ciudad del país y aunque Tierra del Fuego sea una isla, no es la excepción.

Fútbol. A las diez, a las once, a las doce de la noche, los pibes siguen jugando al fútbol en el playón. En el Fin del Mundo hay canchas por todos lados. Siempre que paso hay equipo. Chongos en short con cinco grados en verano. Piernas color tierra gambetean el viento de los Antartandes. “Once jugadores contra otros once corriendo detrás de una pelota no son especialmente hermosos”, dijo Borges alguna vez. Yo los veo hermosos.

Cumbia. Solo hay tres formas de llegar a Ushuaia: en avión, cruzando en ferry o en un crucero. La cumbia se las ingenió para llegar también, el chu-chucu-chú que exhalan ventanas anónimas me lo confirman. Lo sospecho hace tiempo: a veces son el rock o el folklore, rara vez es el tango. Hay una que está siempre: la cumbia, esa música que intenta hilvanar a la nación; romántica, cheta o villera, la única que trasciende todas las diferencias.

Mate, fútbol, cumbia. Tres figuritas del album de lo que todavía nos une.

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Al Parque Nacional se llega por la ruta 3, la misma que desemboca en la avenida Juan Bautista Alberdi de la capital. Como una línea imaginaria trazada por alguna divinidad, conecta al centro con la periferia de la periferia; una línea incompleta que se corta en Santa Cruz y se retoma en la isla. Desde 1972 existe la idea de un puente, más de cincuenta años de ser apenas una idea. “Ya existen conexiones energéticas subterráneas, solo falta el transporte de personas y mercancías”. Mientras tanto, el absurdo: para llegar a Tierra del Fuego desde Santa Cruz, hay que pasar por Chile.

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Ushuaia en verano es una buena opción para las personas a las que no les alcanza el día: aclara 5 am y oscurece, casi, a las 23.

Las dos o tres veces al año que la temperatura supera los 25 grados, en algunos trabajos dan asueto: ninguna oficina tiene aire acondicionado. La gente se convoca en forma espontánea en Playa Larga y se sienten bañistas por un rato. 

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En la tumba del Petiso Orejudo hay un cartel que la identifica. La mayoría de las sepulturas de su época tuvieron carteles de madera que el clima de Ushuaia disolvió. Ya no se sabe de quiénes fueron. En cambio, Cayetano Santos Godino -asesino serial y pirómano- pasó a la Historia y, por alguna razón, nos preocupamos de que su tumba no quede en el olvido.

Cuando me topé con la lápida, por un instante, sentí lástima. Pensé en su padre alcohólico y violento, en su aspecto heredado de la sífilis, en su hermano que también le pegaba, en todas las veces que siendo apenas un pibito lo habrán hecho sentir una mierda. ¿Acaso no construimos en sociedad a nuestros monstruos? ¿Acaso no transmitimos la violencia de una generación a otra, como en una tradición fatal que no logramos desenmarañar?

Un médico del presidio, siguiendo las teorías lombrosianas, decidió achicarle las orejas. Le hizo una cirugía estética porque pensaba que ahí, en las orejas, radicaba físicamente su maldad. Me recordó a esos médicos de la Edad Media que hacían desangrar a sus pacientes para purgarlos de sus dolencias. Pero lo de las orejas no fue en la Edad Media, fue hace apenas cien años. Después de la cirugía no hubo cambios significativos en su personalidad. Ya recompuesto, el Petiso Orejudo arrojó al gato del penal, vivo, al fuego. Dicen que los demás presos se enojaron y lo golpearon. También se dice que las orejas le volvieron a crecer.

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El Fin del Mundo esto, el fin del mundo aquello. En rigor, el poblado más austral del mundo es Puerto Toro, en Chile, donde viven apenas treinta y pico de personas. Están comunicados por una barcaza que llega una vez al mes. Fue fundado durante la fiebre del oro en la Isla Grande de Tierra del Fuego. Cuando se agotó el oro, los “oreros” se fueron. Pienso en cuántas veces somos oreros, fundando y abandonando cuando lo que buscamos, fútil, se agota.

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Para los yaganes todas las cosas de la tierra, del cielo y del mar son también personas: “lo mismo el hombre que la roca, el lobo, el árbol, la nube, la nieve, el viento y la estrella”.

Los selk’nam tenían la creencia de que ante la gente extraña debe mostrarse dominio de sí mismo para comer. Ser llamado kár kai (“comilón”) era considerado un insulto fuerte, que trataban de evitar.

Las pertenencias de un selk’nam, cuando este se moría, se quemaban. No existía la herencia: nadie tenía derecho a quedarse con sus cosas. Además, esos objetos (vestimenta, utensilios), de ser conservados, les recordarían al difunto, lo que constituiría un continuo motivo de tristeza.

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Si la Patagonia es en el imaginario del mundo el lugar al que huyen los fugitivos para seguir con su vida y ser injustamente libres (los nazis, los pistoleros), Tierra del Fuego aparece, discontinua, como el espacio del castigo: el borde, la cárcel, lo inhóspito.

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Lisa Simpson le lee un fragmento de Hojas de Hierba a la ballena atrapada en Springfield. Entonces se queda dormida. Sueña que la ballena es liberada y llevada al mar. Mientras se va, le dice: “Adiós Azuleta, envíame una postal desde Tierra del Fuego.”

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Me toca irme justo el día que hay un paro aeronáutico. Me cancelan el vuelo, nadie atiende el teléfono, no sé cuándo voy a poder embarcar: ¿Ushuaia decide atraparme? Por la mañana, llego a la oficina de la aerolínea a la hora que empiezan a trabajar. Cincuenta gringos me ganaron de mano, algunos, incluso, con valijas. Abren y la gente sigue sumándose, la mayoría de otros países. “Esto se va a poner bueno”, pienso. Para mí sorpresa, pasan por el mostrador para conseguir una nueva fecha y no siempre pueden resolverlo. Algunos pierden su conexión para llegar a tiempo al glaciar Perito Moreno. A veces la respuesta es que tienen que contactarse con su agencia de turismo. ¿Es porque tienen plata y no les duele? ¿Son educados? ¿Sabios que aceptan su destino? ¿Nadie va a gritar? ¡Qué aburridos!

Y nadie grita. Como en una Asamblea de la ONU cada país se pasea en forma diplomática.

En mi estadística mental, alguno tiene que ser un sacado que haga un show estridente. Entonces me doy cuenta: tal vez el sacado… Me freno a tiempo.

Ushuaia me atrapa y me obliga a pasar con ella dos días extra. Aprovecho entonces para una última aventura. Le pido al señor del taxi que me lleve hasta el final. Quiero ver dónde se termina el camino. Quiero verle la cara, de cerca, al Fin del Mundo.

Estamos andando por la carretera J: a esta altura las rutas ya perdieron sus números, tal vez por el viento. Suenan apenas como consonantes. Dejamos atrás la estancia Harberton. A medida que la ruta J avanza, como si fuéramos en un trazo imaginario hacia la Antártida, se acerca a la costa y el paisaje se suaviza.

En las aguas de Bahía Cambaceres hay bosques sumergidos de cachiyuyos gigantes y algas pardas, que confirman que ya estamos en la subregión antártica. Debajo de la superficie del agua, existe una continuidad que pasa por Alaska, baja por el oeste de Canadá y de los

Estados Unidos, llega al mar de Cortés, sigue por las costas de Perú y Chile, Nambia y Sudáfrica, el sur de Australia, Tazmania y llega hasta las Malvinas. Conexiones submarinas, misteriosas, delirantes. ¿Por qué y cómo? No se sabe casi nada.

—¿Seguimos?—, me pregunta el conductor. Le debo parecer un porteño ridículo, gastando la plata que me queda en un taxi a la nada.

—Sí, seguimos. Hasta que se acabe la ruta, seguimos.

Ahora también él siente curiosidad. Es cordobés. Me dice que vive en Ushuaia hace veinte años y nunca había llegado hasta esta parte. El agua atormentada, la costa apacible. Hay algunas tranqueras para proteger no se sabe qué, de quién. Unas yeguas con sus crías giran la cabeza y nos miran con cara de “¿qué hacen acá?”.

El sol está fuerte, en esta parte casi no hay capa de ozono. El agujero se fue cerrando, pero todavía hay mucha radiación UV en esta zona; se intensifica a medida que te acercás al polo.

Por suerte aparecen nubes, hay mezcla de sol y nubes, como un estampado animal print de vaca, pero en altura. El camino de ripio se termina. Más allá, hacia el este, solo un faro antiguo y media provincia deshabitada, para la que no hay camino.

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En la Patagonia Austral hay nombres maravillosos: una Bahía Inútil, una Isla Estorbo, un Islote Entrometido. Los dejaron como regalo en los mapas viajantes frustrados que venían a saquear y la propia tierra los desautorizó, negándose.

Hoy los viajantes se aventuran para experimentar algo similar al “fin del mundo”. Esto significa para mí el Fin del Mundo: el lugar en el que la civilización dice “hasta acá” y ya no puede con la Naturaleza, aquel paraje en el que la Naturaleza gana y recupera el equilibro original.

El chofer y yo bajamos más que a ver, a dar un presente imaginario. Somos irrelevantes a esta altura. La parte terrestre de la costa sigue pacífica, casi no hay fauna, o está esa fauna que solo un ojo entrenado puede advertir. En cambio el agua es aire, es masa de burbujas que se unen y se apartan por las olas; el cielo es agua, humedad rabiosa, gotas suspendidas que esperan gritar. Las nubes se arman y se desarman en cuestión de segundos, como si en la tierra todo estuviera tranquilo y el espectáculo se ejecutara en la inesperada continuidad entre cielo y mar.

—Quedémonos un rato, no te cobro la espera.

Nos sentamos en la playa, que es de piedras. Tenemos suerte: no sopla el viento, no sé por cuánto. Tenemos tiempo: hay sol en el Fin del Mundo y dura, casi, hasta las veintitrés.

Biografía

Rodolfo Omar Serio nació en la ciudad de Buenos Aires en 1985. Se interesó por la literatura con la obra de Truman Capote y, desde entonces, no paró de escribir. Participó de varios talleres de escritura, entre ellos, las clases de Hebe Uhart. A los 23 años publicó sus primeros textos en los diarios Página/12 y Perfil. Su novela “Los machos se duermen primero” fue finalista en la Bienal de Arte Joven ’17 y publicada por Omnívora Editora. También publicó un libro de cuentos “Wagner, mi malandro” (Trench), y otra novela,“Los brasileros”, elegida en la lista corta del premio Filba-Medifé 2022. Actualmente desde su cuenta @profugodeque (Instagram) dicta talleres individuales de escritura a personas de Argentina y Latinoamérica que lo contactan para perfeccionar sus textos.
Los que leyeron este relato, opinaron...

Como una película

Me gustó mucho la escritura. El texto se desliza y el lector con él. No conozco Ushuaia pero me sentí en el lugar, y que la escritura me produzca esa sensación para mí es maravilloso. Gracias.

María Teresa Espona

Me gustó la forma de escribir.

Sí, hay sol en el fin del mundo. Sentados en las piedras, el turista forzoso y el taxista lo aseveran.

Elio Francone