Guatemala

Mi bisabuelo se casó con su cuñada viuda de su gemelo y alimentó a mi abuelo como si fuera su hijo y no su sobrino. Esto no es algo que se hereda. Se lo digo porque ese abuelo que recibió el cariño de yapa no lo trató con el mismo afecto a mi papá. 

Una vez escuché a mi abuela gorda decirle a su hija en una tarde de sol y mates de limón, que mi papá sufrió ultrajes por parte de su padre, del mismo que había recibido mejor vida gracias a la muerte del suyo. Le hablaba de lo contento que se puso cuando se enteró que le tocaba hacer el servicio militar, pues no tendría que someterse al viejo. 

“Y cuando volvió se casó con vos para no volver a su casa”. Así se lo dijo a mi mamá. 

¿A qué viene todo esto? A que mi papá me trató apenas como un allegado a la familia con la salvedad de alimentarme y vestirme. ¿Me entiende? Con suerte le daba dolores de cabeza cuando me agarraba esas rabietas y rompía todo lo que estaba delante de mí. Lo que no funcaba debía destruirse. El objeto de mi deseo pagó siempre la culpa de mi frustración, tal como dice usted. Y mi padre respondía ante mis delirios como un ser indefinido e inútil. ¿Que si me trataron alguna vez? Sí, claro. Mi mamá me llevó con un neurólogo, me daba una pastillita como lo hace usted. Si, ya sé ya sé; usted me da tres.  ¿Quiere un ejemplo de la desidia de mi papá? Me acuerdo bien clarito la vez que fuimos a remontar un barrilete. Qué digo un barrilete, “él barrilete” porque mi mamá… si, ya sé ya sé, de mi mamá hablaremos otro día, pero acá mi mamá entra porque fue ella quien me lo compró. ¡Y claro que lo quería! Era un barrilete con forma de águila, el más caro, y así y todo me lo compró. Y resulta que después me dolió verla así. ¡Así! ¡Triste! ¡Qué sé yo por qué! ¿Por qué gastó mucha plata en el barrilete? La vi así cuando volvíamos caminando a casa; con la mirada vidriosa, clavada allá. Allá, no sé. Y yo con el barrilete armado. ¿Qué es lo que tenía que hacer? ¿Eh? ¿Ponerme triste para acompañarla? 

¿Compadecerme de mi propia estupidez?

Con papá fuimos el domingo a la tarde a un campito que me parecía de lo mejor en el barrio para remontar barriletes. Mucha mugre había, eso sí. Pero vio como éramos de chicos; esas cosas ni las mirábamos ¿no?. O no nos importaba, no sé. Igual que cuando me corté la planta del pie de punta a punta por meterme descalzo en un arroyo marrón: ¡qué me importaba a mí eso si lo que quería era meterme al agua! Se te va a infectar, me decía mamá. Pero eso fue años más tarde. El caso es que era un otoño adelantado; todos los barriletes truchos estaban arremolinados en los cielos comandados por felices mentores de mi edad y más chicos también, mientras que yo, con mi papá inerte a cuestas intentaba hacer volar mi águila enferma. El único barrilete con forma de pájaro incapaz de volar. 

¿Se acuerda que se lo dije? O es mi recuerdo deforme de una memoria estrecha y vencida la que me confunde, doctor. Creo que sí se lo dije. Que allá, en Guatemala, en el día de los difuntos los papás después de visitar las tumbas sostienen la piola de los barriletes mientras que sus hijos se encargan de mantenerlos perpendicular al cielo, a la espera de recibir la orden de soltarlos. Los barriletes se elevan impulsados por los fuertes tirones que acompasadamente se suele dar al hilo que los sostiene. Remontar un barrilete es enaltecer los sueños de sus difuntos y mantenerlos el mayor tiempo en el aire y lo más alto posible, es una de las aspiraciones más grandes que tiene cada uno de ellos. Y la de nosotros también, por supuesto. Lo veía a mi papá en ese estado catatónico y quería estar en Guatemala y que ese día fuera el día de los muertos. 

Se nos hizo tarde tratando de hacer que vuele sobre aquel campo sucio para que de una vez y para siempre lo entregue al dios de los barriletes, que no era guatemalteco, ¿me entiende?, porque el alma de mi águila y los setenta y cinco metros de piola nunca llegaron a ver el cielo. Sin embargo, creo que los dioses fueron testigos de la ira que descuartizó al ave y de la burla que los espectadores demostraron entre risas y cuchicheos delante del cuerpo frígido y helado de mí papá. 

Volvimos a casa tomados de la mano. En la otra llevaba el cuerpo del ave muerta. Pensé si no necesitaría darle cristiana sepultura. Una forma de que su alma alcance el cielo. 

La de la noche es rosada, no como la de la mañana que es verde esperanza. Quién sabe si me las habrá dado así ordenadas por color para mi tranquilidad. 

La de la noche es la más chiquita. La saco del blíster ni bien me acuesto y la deposito ceremoniosamente al lado del vaso de metal con agua, en mi mesita de luz. 

Siempre leo de noche. En la cama. También subrayo. Y cada vez que tomo el lápiz para hacerlo la veo ahí; esperándome para ir a dormir. 

¿Y si tomo dos esta noche? Para olvidarme del barrilete, digo. 

Mejor no. Ya sopesé varias veces esta posibilidad. Tendría que lidiar una noche sin dormir.

Creo que mejor sería dormir para siempre, ¿tendría que haberle dicho esto en lugar de hablar del águila estúpida? Necesitaría mucho más que dos para que me lleven al otro lado. Estamos a fin de mes y me quedan tres o cuatro de las rosadas y tomarlas juntas no harían otra cosa más que hacerme dormir casi todo el día de mañana y andar como un tarado lo que resta de él. 

Debería esperar la nueva receta. Treinta pastillas de las de color rosa, treinta de las verdes y treinta de las amarillas; noventa comprimidos. ¿Cómo será ese lugar adonde van las almas guatemaltecas? ¿Será un lugar para descansar o un lugar para vivir una tortura implacable? Se me ocurre insistir en que debimos sepultar al ave-barrilete. Se lo merecía porque sufrió una muerte violenta, sin oportunidad de lucirse por los aires. 

Mi última voluntad es que esparzan mis cenizas en Guatemala en el día de los difuntos. Volar rodeado de la libertad, impregnado de esos barriletes gigantes. Tal vez me encuentre con mi ave enferma. No sé.  

Biografía

Miguel Ángel Schernetzki nació en 1973 en Entre Ríos. Es químico, profesor y cuentista. Recibió menciones y premios en diversos concursos por sus cuentos, algunos publicados en antologías compartidas. La obra que lo define como cuentista se editó en 2020 en Amazon Kindle, y se llama “Cabos sueltos, micro y macro ficción”, un volumen de 46 cuentos que esconde otra historia entre sus líneas. Actualmente el libro se encuentra en las plataformas de Google Play Libros y en la Tienda Societaria de Fundación La Balandra.
Los que leyeron este relato, opinaron...

Un águila sin cielo

Cuento muy bien planteado,con esa mezcla de monólogo interior y diálogo que me fue llevando hacia un final que recién,avanzada la narración,empezamos a sospechar.Muy buen relato

María Lidia Karlen

sincericidio de una lectora

A veces uno se lee en las palabras del otro con un poco de vergüenza, como mirándose en un espejo. Luego recordamos que lo que estamos leyendo es ficción, y eso en vez de aliviarnos nos espanta, a quienes somos creemos como William Boyd que “los hechos pueden mentir y la imaginación te puede llevar a veces más cerca de la verdad que los hechos”. Aplaudo este relato y los recuerdos infantiles que despiertan vivamente aquellas emociones.

Carito

Chapeau

Me fascinó recorrer este corto pero intrincado laberinto, engañosamente simple. El mejor de los relatos que he leído en estos últimos tiempos.

Alicia Osipovich.