“La amistad no es menos misteriosa que el amor” (Jorge Luis Borges)
Si bien el hecho que se narra en este cuento ocurrió en realidad, así como la tira de historietas lleva su nombre cabal, los personajes y los pormenores futbolísticos del relato son ficticios. (N. del A.)
Romualdo Soriano, alias “el Gordo”, amaba el fútbol con pasión; más que a las bolitas, estampas, bicicletas, o cualquier otra obsesión infantil. Como no podía jugar mucho, porque era un poco entrado en carnes -de allí su primer apodo- volcaba toda su devoción en el equipo de Atlanta, del barrio de Villa Crespo, en Buenos Aires. Si bien el Gordo provenía de otro arrabal porteño, San Telmo, se había encariñado, vaya uno a saber porqué, con ese cuadro de humilde estirpe, santo patrono dominical de aquel barrio habitado en gran medida por inmigrantes judíos de Rusia, Polonia y Lituania. Sus esforzados jugadores habían logrado, por primera vez, subir a la Primera División, y estaban haciendo un honroso papel en el Campeonato Nacional, ese año de mediados de los cuarenta del siglo pasado.
Por esa, más bien rara preferencia -ya que la mayoría de los niños era hincha de River Plate, Boca Juniors, San Lorenzo de Almagro, Racing o Independiente, los equipos más famosos, que casi siempre ocupaban los primeros puestos de la tabla- a Romualdo le decían también “el Rusito”, eufemismo por judío. A él no le hacía mella, tampoco, ese mote, porque tenía un temperamento bondadoso que no recelaba de nadie, así fuese o pareciese distinto; si bien muchas veces tuvo que batirse a trompadas con sus condiscípulos en la escuela, como lo hacían los judíos, cuando les decían “rusos de mierda”.
Otro de los berretines del Gordo, ligado a su amor esencial, era la revista de historietas: “Gran Pensión El Campeonato”, de aparición semanal, que leían grandes y chicos. Diseñada por un dibujante genial de aquella época, se trataba de una casa de inquilinato para hombres solos, regenteada por una viuda con numerosas hijas, todas casaderas y buenas mozas, cada una de las cuales era el premio para el pensionista partidario del cuadro que salía campeón en ese año. El número de alojados en la casa debía ser igual, necesariamente, al de los equipos que competían, cuyos personajes eran tomados del estereotipo popular que cada cuadro tenía: River estaba caracterizado como un andaluz, aludiendo al origen de la mayoría de los socios de ese club; Boca, como un “tano” recién emigrado; Racing, la “Academia”, era un profesor con anteojos y libros; San Lorenzo lucía un aura de inocencia e Independiente, los “diablos rojos”, una mefistofélica sonrisa, y así sucesivamente. El guionista de la historieta poseía la habilitad, además, de inspirarse en los resultados de los partidos del domingo anterior para escribir el argumento de cada semana, con lo cual aumentaba el interés por sus tiras cómicas.
Aquel año de mil novecientos cuarenta y tantos, Romualdo se esmeró en recolectar todos los números de la revista, porque su idolatrado Atlanta aparecía por primera vez en ella con su camiseta a rayas negras y amarillas, en la figura de un “bohemio”, a causa de la notoria presencia de artistas, escritores y poetas que también vivían en el barrio de Villa Crespo. Juntaba una a una las monedas para adquirirla, y a menudo hacía los “mandados” de las familias vecinas u otras “changas”, cuando la mesada que recibía de sus padres no le alcanzaba.
El domingo pasado Atlanta había perdido uno a cero con Chacarita, su rival más denotado, a causa de un infausto recurso usado por gente que no pertenecía a ninguno de los dos barrios. La hinchada de los “funebreros”-llamados de este modo porque cerca de su sede había un célebre cementerio que ostentaba ese nombre- había sido invadida por ellos. Al final del partido, cuando todavía iban cero a cero, los foráneos comenzaron a cantar un estribillo ofensivo para intimidar a los partidarios de Atlanta y a su aguerrido equipo, que jugaba de local: “Hitler tenía razón, hay que hacerlos jabón”. Entristecidos y asombrados por la injuria, los hinchas bohemios se quedaron callados por unos minutos y sus jugadores perdieron el ritmo mantenido hasta entonces; lo cual llevó a los funebreros a consumar el gol de la victoria.
El “Rusito”, que no se perdía un partido de su adorado cuadro, no entendió, al principio, a qué se referían. Al preguntarle a su padre, quien siempre lo acompañaba a la cancha, éste le explicó el horrendo significado del estribillo con palabras que un niño de diez años podía comprender. Apesadumbrado y furioso como los demás, Romualdo se prometió a sí mismo no permitir que eso volviera a suceder jamás.
El próximo enfrentamiento entre ambos cuadros, una especie de “clásico” menor, tendría lugar cuatro meses más tarde, esta vez en la cancha de Chacarita; pero aún nadie sabía que ese partido iba a definir cuál de los dos llegaría a la final del campeonato, junto con el que iba primero en puntaje. Ambos equipos habían hecho un buen papel, y en las tiras cómicas de la revista el personaje del “Enterrador” se topaba a menudo con el “Bohemio”, para impedirle acercarse demasiado a la futura novia que, en esa ocasión, obedecía al rotundo nombre de Libertad y era la más bella de las hermanas, con su larga cabellera enrulada y ojos celestes. Haciendo un cierto paralelo con la realidad, el dibujante pintó al Enterrador como una figura agorera, que trataba de asustar al desprevenido Bohemio amenazándolo con la idea de una muerte inminente, y cuyo entierro sería pergeñado por él mismo. Lo amargaba preguntándole qué tipo de féretro quería, qué coronas, qué música fúnebre…El Bohemio, como buen poeta, recitaba versos para conjurar a la muerte expresando, a la vez, su esperanzado amor por la blonda Libertad.
El Gordo tenía un amigo, David Cohen, que había nacido y vivido en Villa Crespo, pero que concurría a su misma escuela en San Telmo porque sus padres se habían trasladado recientemente a ese otro, antiguo barrio de la Capital. Los dos habían peleado juntos contra aquellos niños que insultaban a todos los hijos de inmigrantes, forjando la férrea amistad que da el coraje y la lucha compartida. En uno de los fugaces recreos marcados por el tintineo de la campana escolar, comentaron lo que había sucedido en la cancha de Atlanta, el domingo anterior. David estaba tan furibundo y desconsolado como su camarada, y ambos se conjuraron para hacer algo que impidiera el uso de tan cruel estratagema. David sugirió que fuesen, cada uno, a su respectivo templo, a consultarlo con la autoridad religiosa del mismo; él lo haría con el rabino y Romualdo con el cura. Después de oír sus consejos, ellos decidirían…Cuando volvían al aula, David alcanzó a preguntarle:
– ¿Por qué te hiciste hincha de Atlanta, no siendo de Villa Crespo?
– No lo sé. Quizá porque, hace unos años, iba a la cola de la lista de Segunda División y le tomé cariño por eso. Siempre simpaticé con los perdedores, con los más débiles…
El rabí les dio una idea y el párroco otra. Para llevarlas a cabo, movilizaron en esos cuatro meses a los niños de Villa Crespo, fuese cual fuese su credo; insistieron en que debían impedir la repetición de la ofensa y, a la vez, lograr el triunfo de su equipo. La mayoría de los niños accedió sin hesitar, y muchos que nunca habían asistido a un partido de fútbol se plegaron a la misión. Incluso los de las familias más ortodoxas de ambas religiones, obtuvieron permiso de sus padres para asistir a ese partido inolvidable. El estadio de Chacarita estaba repleto hasta el tope y las similares divisas, a rayas blancas y negras o amarillas y negras, flameaban en las respectivas bandas de la cancha. Una llovizna intermitente desdibujaba los colores, y los funebreros, siendo anfitriones, tenían puesta la consabida camiseta blanca para facilitar la tarea de los jueces.
Cuando apenas habían transcurrido cinco minutos del partido, comenzó a oírse la nefasta cancioncilla en el sector de los forasteros y, para aumentar su eficacia, alguien arrojó desde el techo a la platea de los visitantes centenares de jabones pequeños, muchos de los cuales cayeron en el campo de juego. Entonces, todos los niños de Villa Crespo, podría decirse, se pusieron de pie a una señal dada por Romualdo, ostentando una estrella de David amarilla, como la que los nazis obligaron a usar a los judíos, que traían oculta entre sus ropas. Ésta había sido la idea del rabino; e inmediatamente, aprovechando el momentáneo desconcierto de todos, y a un ademán de David previamente convenido, empezaron a entonar el Himno Nacional Argentino a toda voz, siguiendo la sugerencia del cura. De este modo, impulsaron al resto de su tribuna y a los espectadores neutrales a unirse al canto, desbaratando la infame maniobra. Los hinchas de Chacarita callaron de repente y comenzaron también a corear el Himno, que finalmente fue cantado por todo el público presente. La llovizna, ya convertida en chaparrón, diluyó los jabones, que formaron blancos y efímeros regachos hasta desaparecer con la lluvia misma.
Después de aquello, bajo un radiante sol de enseña patria, los espectadores alentaron a sus equipos, sin que nadie cayera en bajos recursos. La lección había sido aprendida. El partido terminó en empate, lo que le bastó a Atlanta para jugar la final de ese año con River Plate. No obtuvo la copa, pero sí el honroso título de Subcampeón, gracias a Romualdo, David y los niños de Villa Crespo, quienes ganaron el campeonato moral, el triunfo del alma.
Y los dos amigos tuvieron la satisfacción de ver cumplido su juramento, amén de un pequeño regalo del cielo: Por primera vez en la trama de la historieta, se le concedió el anhelado premio anual al inquilino hincha del equipo subcampeón, el Bohemio, “por razones de ética deportiva”; así como lo aclaró el autor, ese pequeño dios que regía las ilusorias vidas en la “Gran Pensión El Campeonato”.
“Gran Pensión El Campeonato” fue un popular programa de radio que se mantuvo en el aire desde 1940 hasta 1952. El creador de la idea y autor de los libretos era Dátilo Enrique Giacchino (Enrique Dátilo), en tanto que la dirección artística corría por cuenta de Tito Martínez del Box, gran figura de la radiofonía argentina de esa época. También se publicó como historieta en “El Pato Donald”, con dibujos de Luis Destuet. (N. del A)