“Somos ángel y bestia, espíritu y cieno, albor y negrura…”
R.L.Stevenson
Cada tanto pasaba algún vehículo que sacudía la modorra en aquella tórrida siesta, hasta que, convertido en un punto negro, se perdía en el horizonte, dejando tras de sí el polvo blanquecino que se mantenía en el aire como una espesa neblina.
“Ya vendrá”, se dijo, y dejando la ventana volvió sobre la mesa y su trabajo. La había cubierto con papeles de diario para no ensuciar, y sobre ella había desarmado, pieza por pieza, el negro 38. Prolijamente, con cariño podría decirse, introducía el cepillo de la pequeña baqueta en su caño una y otra vez, mirándolo al trasluz hasta convencerse de su limpieza. Luego ponía aceite en todos sus mecanismos y, finalmente, con una franela amarilla impecable, frotaba lenta pero intensamente hasta quitar el último rastro del aceite. Abrió el tambor y extrajo cuatro cápsulas servidas y una bala intacta. De chico había aprendido que a un revolver de seis tiros había que cargarlo con cinco proyectiles y dejar libre el compartimento que se alinea con el martillo, por precaución. No fuera cosa que se cayera y golpeara en el percutor, haciendo que el arma se disparase. No se puede olvidar aquello de que a las armas las carga el diablo.
Olió con fruición el aroma que se desprendía de las capsulas vacías, siempre le gustó el olor a pólvora. Introdujo el proyectil sin usar en aquel terrible revólver Smith & Wesson calibre 38, de modo tal que quedó ubicado en la segunda recamara del tambor. Nunca en la primera, por las dudas. Depositó con cuidado el arma sobre la mesa empapelada y movió la cabeza afirmativamente, mostrándose satisfecho.
Luego se dirigió nuevamente a la ventana. «Va a venir, en algún momento va a venir», comentó para sí. Ahora estaba preparado. No lo estaba esa vez, cuando vino a pesar de las recomendaciones de la vieja.
Le había dicho en aquella oportunidad: “Preparate, tené cuidado y que no te sorprenda, porque va a venir, seguro que va a manifestarse”
Nunca le hizo caso y él llegó.
Se llevó al muchacho más grande primero, luego vino por el más chico. Insatisfecho, se cargó a la mujer y luego también a la vieja. “Maldito”, dijo casi en un llanto que despertaba el recuerdo.
Cuando logró retornar a la casa, ya se había ido. “Pero va a volver”, pensó en voz alta, «va a venir», repitió. “¡Va a venir!”, gritó con la voz ronca quebrándose en un sollozo.
Los habitantes del pueblo habían llegado, golpeaban a la puerta para saber qué había pasado. Les dijo que se fueran, que ya se había ido y que tuviesen cuidado ellos. Que buscaran refugio “porque va a volver, seguro que va a volver”, les advirtió a los gritos.
Atisbó por la ventana, varios vecinos señalaban su casa y hablaban entre ellos. “Deben saber que va a venir”, se dijo.
La cortina blanquecina de tierra, levantada por un vehículo que había pasado transformándose en el horizonte en una motita negra sobre la tierra del camino, se disipaba dejando a la vista, del lado contrario, pequeñas luces brillantes y otro punto negro que se agrandaba, que dejaba también a sus espaldas una estela blanquecina. Se aproximaba raudamente hacia allí, hacia donde se encontraba.
Dejó la ventana, desanduvo sus pasos hasta la mesa y se sentó cansinamente en la vieja silla. Tomó el 38, lo admiró una vez más, y esperó.
Ahora las voces del vecindario le llegaban claras. “Está ahí, lo está esperando preparado”, decían.
Percibió los pasos que llegan en tropel hasta su puerta. Observó el 38 de Smith & Wesson, lustroso y limpio, con una bala en la segunda recamara, por las dudas, como le habían enseñado. Lentamente pero con firmeza, tiró hacia atrás el martillo, dejándolo preparado.
Los golpes a su puerta arreciaban, así como los gritos y amenazas. “Maldito, nunca vas a dejarme en paz”, guturalmente perjuró.
Acomodó el cuerpo contra el respaldar de la silla, apretó con fuerza las cachas del lustroso 38 y afirmó decidido el dedo pulgar derecho en el gatillo. «Enfrentar el ojo de su cañón lo hacía aun más terrible, y más hermoso»; tiró hacia atrás el percutor, lo que hizo que el tambor girara en el sentido de las agujas del reloj, dejando en el ambiente un ruido metálico de engranaje bien aceitado.
Miró con infinito amor los cuerpos dispersos, accionó suavemente el gatillo ―como le habían enseñado―, y disparó.