Fuiste río

Sacó la mochila del tambucho de popa. Me la apoyó en las manos, metió las suyas hasta el fondo de la mochila y levantó una bolsa con la urna adentro. Caminó unos pasos hasta que sintió el agua en las pantorrillas. Destrabó la tapa de la urna, con ternura, y miró el cielo. Yo acomodé los kayaks fuera del agua, guardé las palas adentro y di unos pasos, encogido. No me animé a pararme al lado. Dio vuelta la urna en un movimiento indeciso y te soltó. Nada se movió. El viento se contuvo para que te derrumbases en una zambullida. La bandada de gaviotas enmudeció. No entendimos qué fue lo que no te permitió flotar como tanto te gustaba.  Te fuiste derecho al fondo. El río estaba transparente, tanto que distinguimos tu mancha sobre ese marrón confuso del fondo. Teo inmóvil, miraba a sus pies compartir una última vez ese espacio. Me acerqué mientras pateaba el agua. Las nubes se corrieron un rato, un tiro de sol te acertaba mientras te bamboleabas. Levantamos los ojos hacia ese rayo cálido. Bajaba decidido, cientos de brillos minúsculos se disparaban, como en una fiesta con su bola de espejos en un baile hacia aguas más profundas. La corriente entendió el mensaje y empezó a alejarse, llevándote con ella. El río se fue, dejando nuestros pies al aire, con la idea de que para volver íbamos a tener que caminar con el bote al hombro un buen tramo y la certeza de que volveríamos solo dos. No quedó ninguna señal tuya en ese lecho, pero todo sonó a vos. Nos dimos vuelta, sellando un abrazo por un instante eterno. El murmullo de una ola con un frío ajeno nos despabiló. La vimos ir detrás tuyo. Llevaba rodando un caracol, esa ola perdida de la Patagonia, que tanto te gustaba. Teo reaccionó primero. Me soltó, te dio la espalda y empezó a caminar. Llegó al kayak y sacó una bolsa con dos cervezas y tus incómodos vasos hexagonales con pentagramas. Al abrirse, el sonido de la cerveza quebró el silencio chiquito de esa naturaleza desolada. Dos garzas moras salieron volando entre las cortaderas, y pasaron sus alas livianas a centímetros de nuestras cabezas. 

—Vení a brindar, no sé bien por qué, pero a ella le hubiese gustado. 

Me quedé fijo, mirando tu rumbo. Te vi sonreír mientras desenterrabas mi matchbox blanco de Simón Templar, que habías escondido en el jardín hace cuarenta años. Nunca seguiste las reglas de juego, para mi solo eran carreras de autos. Esperé que el viento secara las lágrimas, busqué tu mancha ya ausente y fui en busca de esa cerveza. Teo sirvió los dos vasos, los chocamos en tu honor, sabiendo que no hubieses tomado. Algo tenía que sonar a nosotros. Él caminó hacia el agua. Yo, en sentido contrario. Seguí un instinto que no parecía mío. Me metí entre unos juncos que me disolvieron. La arena mansa, apenas húmeda, me acariciaba los pies. Subí una lomada tenue, desde donde se veía toda la tierra que se sostenía milagrosamente sobre el río. La bajé hasta un charco enorme repleto de patos marrones, alineados prolijamente, que salieron disparados aleteando. Un aleteo que hirió la lámina de agua. Volví de un salto a la arena, me sentí ajeno, con los pies frágiles. Me pareció oír tu risa socarrona entre los graznidos de los patos acomodándose nuevamente en el agua. Caminé rodeando el charco y llegué a la otra orilla, desde donde se podía ver la inmensidad del río. El agua corría con ganas y no tenía fin. Una  gaviota pasó con ese tipo de urgencia que siempre te mantenía en movimiento. Me sentí en un mundo ajeno. La incomodidad se me clavó en el alma. El islote, con olor a nuevo, no parecía estar acostumbrado a las visitas. Tres coipos se quedaron mirándome desconcertados. Dos caminaron hasta el charco, bajaron al agua y siguieron nadando hasta desaparecer entre los juncos. El tercero me miró un rato sostenido, dio media vuelta, volvió al agua más profunda, me miró y siguió su ruta. Un ruido lejano, que me pareció un trueno, me terminó de alertar. Era una señal definitiva para volver. Le puse ritmo por el lecho desaguado. Llegué a la punta de ese pedacito de mundo virgen con vista a la ciudad. Desde ahí, el monstruo de cemento era un mísero papel recortado con la forma de esos edificios hoscos. Giré y vi, sobre una superficie amplia y completamente libre de agua, a los kayaks, los vasos y la mochila apoyados directamente sobre la arena. El cielo enfrentado a la ciudad, todavía resistía sosteniendo algún celeste en el fondo. Teo acostado, cantaba con la voz húmeda y sin reparos. 

—Donde corre el agua.

—Donde sopla el viento.

—Puedo ver a través de tus ojos.

Empecé a acompañarlo y fui subiendo la voz hasta generar una competencia de aullidos, repitiendo como un mantra la estrofa de tu amado Frenkel. Nos reímos y terminamos en un abrazo. Me señaló el cielo de la ciudad que estaba en plena ebullición. Yo levanté el dedo hacia el del delta, que era bastante más tímido. Nos pusimos de acuerdo en que ya estaba, que era momento de volver a la realidad que esperaba detrás de la costa. Levanté un paquete de papas fritas vacío, algo desteñido, del que asomaba apenas una punta por debajo de la arena ondulada. Siempre nos hacías volver con basura de otros. Guardamos la mochila con los vasos y la basura en el tambucho. Teo se fijó que la tapa quedara bien trabada y cargó el kayak sobre el hombro derecho. Se plantó firme, metió el pié entre el remo y la arena y con un movimiento de su pierna hizo que llegara a su mano. Me miró, hizo un gesto con las cejas y empezó su andar discontinuo. Yo agarré con la mano izquierda el remo, con la derecha levanté el kayak y lo seguí con los brazos estirados por el peso y tratando de que la pierna derecha sirviese de descanso a cada paso. Cuando sentí el frío del agua en los pies largué el bote, con el cuidado que mis estados me permitían. La espalda me pedía parar pero Teo ya estaba en el agua y remando. Apoyé el bote, lo empujé para que se deslizara hasta algún lugar con agua suficiente como para poder empezar la vuelta. Me subí y comencé a remar tratando de no quedar muy rezagado. Te vi como si estuvieses con nosotros protestando por la bajante del río y repitiendo tu frase hecha “Esto sí que es remar en dulce de leche”, acompañada de esa carcajada ahogada que no te daba vergüenza. Tu imagen se esfumó cuando la profundidad del agua fue suficiente para avanzar más fácilmente. El viento de popa nos empujaba pero sacaba fresco. Teo le puso más ritmo y pudo aprovechar el impulso de las olas para barrenarlas. A mí, esas olas me hacían perder estabilidad y la posibilidad de avanzar en línea recta. El bote se movía inestable entre la corriente apurada del río y el viento creciente. Las nubes cerraron el cielo. El día agradable y limpio, que había prometido la mañana, se había transformado por completo. Maldije mi confianza en ese cielo tempranero que me había llevado a no ponerle pollera al kayak. Las olas me sacudían y dejaban una parte suya dentro del bote. Esa agua, que me enfriaba los pies, bailaba de un lugar a otro y me entregaba a un bamboleo inestable. Levanté la vista, el bote de Teo se había encogido demasiado. La araucaria, que siempre había sido la marca en las barrancas a donde apuntar, se perdió detrás de una nube espesa que había decidido apoyarse en la costa. El río pasó a ser una bronca vacía. Quedé solo con el bote en ese doloroso infinito. Saqué los remos del agua, cerré los ojos, quería verte una vez más.

Créditos de la foto: Pedro Bellmunt

Biografía

Fato Colillas nació en 1965, es diseñador Gráfico de la UBA de profesión, y escritor por perseverancia. Recorrió varios de los campos de la escritura como el Guión (Subiela, Guionarte), la Dramaturgia (Kartún, Tantanián, Vilo; Gatto, Flores Cárdenas, Olmos) y la narrativa (Cascallares, Travacio, Sancia, Mollis). Autor de varios cortometrajes. Algunas obras de teatro entre las que se encuentra, “Apergabolis un lugar a donde ir” formó parte del ciclo Teatro x la Identidad. Los últimos años los dedicó a la escritura de cuentos, por los que fue premiado en varios concursos.
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Me gustó mucho y me trajo recuerdos de la vez que soltamos al viento en las sierras cordobesas las cenizas de mi.madre. Imágenes hermosas, muy visuales, casi una prosa poética.

María Elena Camba