Esta vez tuve suerte. Conseguí subirme al tren de las seis, que no para en todas las estaciones y logré encontrar un asiento junto a la ventanilla. En una hora, más o menos, estaré en casa.
Todavía no me acostumbro a la idea de llamar ‘casa’ al espacio donde vivo, porque le decimos ‘casa’ a lo que pensamos como hogar y el lugar que habito, en estos días, no lo es. También fue afortunado conseguir donde dormir, a una distancia razonable de la ciudad cuando llegué a esta parte del mundo, tan lejos de mi pueblo. En el mejor de los casos llego con tiempo y energía para preparar la cena. Otras veces, si en el medio las cosas se complican, me desplomo en la cama sin ánimo de comer.
Ahora el tren avanza y me concentro en las imágenes que pasan, a toda velocidad, atrás del vidrio. Son casi las mismas que veo a diario. A esa hora, los habitantes de los pueblos que rodean la ciudad vuelven a sus casas. Así como por la mañana el paisaje parece una flor que se abre y despliega sus grandes pétalos como dedos enormes hacia afuera, desparramando lo que guardaba en su interior, por la tarde, esa misma flor gigante va recogiendo sus pedazos y los va guardando hasta que los pétalos se cierran y envuelven su contenido, como un puño cerrado, para pasar la noche a buen resguardo.
Un rato después siento que el día vuelca todo su peso sobre mis hombros. Bajo los ojos y mi mirada se pierde, deambula por el piso del tren esquivando pies. Veo zapatos que cargan kilómetros recorridos junto a zapatillas chiquitas, que están empezando a caminar. Botas gastadas, con arrugas profundas de tanto patear, al lado de otras nuevas, lustrosas y brillantes.
Lo que más me impresionó el día que llegué a esta ciudad fueron los pies: nunca había visto tantos pares juntos, caminando en distintas direcciones, amontonados en cualquier esquina. En todos lados los podía ver, yendo y viniendo, apurando el paso o andando lento. En mi pueblo guardábamos distancia entre los pies de cada uno.
¿Qué sentirán quienes portan estos pies, los que vienen conmigo en el tren? Tal vez les gustaría caminar por las calles de mi pueblo, saltar los charcos, cruzar la vía del tren, esconderse entre los árboles, correr entre las quintas, llegar hasta el río. ¿Habrán elegido venir a este sitio, como yo, buscando descubrir el mundo? O escapando, como mis abuelos, que llegaron a la Argentina corridos por la guerra.
De a poco el piso del tren se va despejando, los zapatos se alejan junto a las zapatillas, las botas gastadas y las nuevas. Mi estación es la última parada. Camino despacio por el andén, un pie delante del otro. La calle también se está vaciando. La escasa luz que queda de la tarde me acompaña hasta la puerta.
Hoy tuve suerte: llegué a la casa con tiempo. Me saco los zapatos y preparo la cena tratando de seguir las recetas que me anotó mamá prolijamente con su letra en un cuaderno cuando decidí cruzar el gran charco. Allá, en mi pueblo, en mi casa, estoy seguro de que ella estará pensando en mí. En mi pueblo, en el que no miramos los pies de los otros: nos miramos a los ojos.