Cuento antologado en el Concurso "Silvina Ocampo"

En el aire

Cuando Hernán está angustiado habla fuerte. Me pongo los auriculares para seguir hablando por el camino y no perder más tiempo. Bajo por la escalera; por momentos la señal se pierde, pero él no parece darse cuenta porque sigue como si nada.

—¿Te das cuenta de que cada vez pasa más seguido? —dice. Más que una pregunta parece un reproche, casi una advertencia. Le gusta jugar al hermano mayor, aunque no lo sea.

Salgo. Me aseguro de que la puerta de calle quede bien cerrada, desde que pusieron las cámaras, algunos vecinos se dedican a los escraches, a la caza del que pone en peligro la seguridad y la paz vecinal.

Podría tomar un taxi, pero la calle es un enjambre de autos así que decido caminar. Son nueve cuadras hasta la casa de mi madre. La voz de Hernán sigue, me cuenta como si a mí el portero no me hubiera llamado, como si yo no supiera, me repite casi las mismas palabras.

—La vio justo cuando salía del bar, no podía tenerse en pie, Vero. Eso me dijo, y que cuando llegaron al edificio ella no quería entrar. Imaginate, quería seguir de gira.

El semáforo de la esquina no funciona. Bocinazos, el altavoz de una ambulancia pide que le despejen el paso. Cruzo como puedo y me meto en el parque para alejarme del ruido.

—¿Me escuchaste Vero?

—No me grites.

—Ya no va a cambiar, y menos ahora, de vieja. El portero me dejó preocupado con otra cosa, me habló de alguien que va a verla seguido. ¿Vos sabés algo? Lo único que falta, un vivo que se aproveche.

Le digo que hay mucho ruido, que mejor hablemos más tarde. Si le llego a contar lo que sé, me mata. Me cubro los ojos para protegerme de la nube de plátanos que se levantó con el viento.

—Yo te llamo desde ahí —le digo. Y corto.

Cruzo el parque en diagonal, está desierto. No pensé que hiciera tanto frío, tendría que haberme puesto la otra campera. Empiezan a caer unas gotas gruesas, pesadas, se va a largar con todo.

Faltan dos cuadras. Ojalá que el portero no esté abajo. No me cae bien, me molesta que me salude con un beso como si tuviéramos confianza. No somos amigos, ni siquiera vivo en el edificio. Además, no me gustó la manera en que me habló cuando llamó para contarme, el tono de voz y la manera en que se detenía en los detalles. No eran necesarios, yo la conozco, la vi muchas veces así, no hace falta que él me diga. Seguro que después le anda contando a los vecinos. Mamá le tiene aprecio, dice que la ayuda cuando viene cargada con las bolsas, que le prende el calefón cuando se le apaga por el viento y que es atento. Sí, demasiado atento.

Por suerte no está. Entro y atravieso el patio. Silencio. Es increíble que existan estos lugares en medio del caos de la ciudad. Me pregunto si alguien más habrá visto a mamá hoy en ese estado, alguna vecina de esas que hacen su comidilla de las desgracias ajenas. Pongo la llave. Antes tocaba timbre, aunque tuviera la llave. Pienso que la vejez es también esto, que tus hijos entren a tu casa como si fuera la de ellos, que ya no te quede ni la intimidad de lo que ocurre dentro de tus cuatro paredes. El cuidado y la vigilancia se unen peligrosamente en una búsqueda de signos.

Yo misma, que soy bastante distraída, los percibí el día que entré y sentí olor a tabaco y en el baño el aroma a una de esas colonias para después de afeitar; además me di cuenta de que el toallón estaba húmedo y mamá no se había duchado. Ella se rio con ese gesto dulce de niña seductora y no quise indagar más, después de todo por qué tenía que meterme en su vida y en su cama. Ese día, entre copa y copa, me fue contando que lo había conocido en el bar, que era mucho más joven y que ella se había quitado diez años por temor a espantarlo. También me dijo que era casado, algo bastante obvio, pero que a ella no le importaba, no estaba buscando marido. Yo también terminé esa noche un poco borracha. Cumplí mi promesa de no decirle nada a Hernán, sólo se lo comenté a Vicky. No me imaginé que se enojaría. “¿No escuchás las noticias? Con las cosas horribles que pasan. ¿Para qué carajo vamos a las marchas del ni una menos?”, me dijo. Esa noche no pude dormir.

En el living, mamá duerme estirada en el sillón. Iluminada por la lámpara de pie, como si estuviera bajo la luz cenital de un teatro. Cuántas veces la vi así en un escenario, con su malla de baile, sus pies en punta y esos brazos larguísimos como cintas al viento. De niña, me hipnotizaba el movimiento de sus pies suspendidos en el aire como colibríes.

Respira profundamente abrazada a un almohadón. Me siento a un costado. Es tan menudita que entra casi estirada en el sillón. Nadie creería que esas piernas son de una mujer de ochenta y tres años. Me inclino y le doy un beso en el pelo. Huele un poco a alcohol, pero también a ese perfume dulzón que usa siempre.

Vibra mi celular. Hernán. Qué tipo ansioso, no podía esperar. Me levanto, voy hasta la cocina. Atiendo. La mesada es una mugre; una caja con restos de pizza, platos y vasos sucios. Hernán me habla distinto, ya no grita. Me pregunta cómo está mamá. Le tiembla la voz, me dice que no se perdonaría si a mamá le pasa algo. Se le quiebra la voz, tose, creo que para no llorar.

Busco las bolsas de residuos. Abro cajones, las puertas de debajo de la pileta. Detrás de los productos de limpieza, dos botellas de vino sin abrir, una de whisky. Las vacío en la pileta, dejo correr el agua.

—Tranquilo —le digo.

Hernán tose una vez más y su voz se recompone.

—Cuando corté con vos llamé a la residencia, la vacante no se ocupó. Si confirmamos, nos dan cita para la admisión. Es lo más razonable, Vero.

Puede que sea cierto, sólo que la palabra razonable me resulta gris, agrietada, como si la razón fuera lo último de qué agarrarse cuando se han perdido las ilusiones.

Hernán sigue argumentando, que no podemos esperar más, que tuvimos suerte de que no le pasara nada grave.

—No me lo perdonaría —dice otra vez.

Nos quedamos en silencio.

—Salgo del trabajo y voy para allá. Hoy mismo hablamos con ella. En la residencia me dijeron que esta misma semana pueden hacer la admisión.

Corto. Se me deshace el sentido de algunas palabras. Debe ser mi obsesión por el lenguaje. Residencia ya no es lo que era, ya no es una beca para pasar semanas o meses en una ciudad de Europa creando una obra nueva o dando talleres. Recuerdo lo feliz que se ponía cuando ganaba uno de esos concursos.

Me pongo a ordenar la cocina. Descarto los restos de comida en la bolsa donde metí las botellas. Salgo al palier y tiro todo en el tacho que está debajo de la escalera.

Cuando vuelvo, mi madre está sentada. Se acomoda el pelo y lo recoge en un rodete. Me mira.

—¿Tomamos un café? —dice como si nada.

—¿No me vas a contar qué pasó?

—Un bajón de presión, Vero. Otra vez. No voy a tomar más esos remedios, me caen pésimo.

—No tomar más, eso sería ideal. Si pudieras… Pero no los remedios.

—Fue sólo una copita que me invitaron los muchachos del bolichito, son un encanto y me conocen, soy clienta. Me quedé de sobremesa,

conversando. Con esos remedios que me dio el psiquiatra no se puede tomar ni un jugo de uva.

—Sí, claro, jugo de uva.

Preparo café para las dos, el de ella bien dulce (en algún lugar leí que el azúcar es buena para la resaca). Dejo la bandeja en la mesa ratona. Sopla su taza, toma unos sorbos de café. Yo también tomo. No le había visto los raspones, tiene uno en la mano y otro en la pierna, desde la rodilla hasta abajo.

Cuando termina, deja la taza y saca de la cartera una bolsita. Me muestra. Son volantes con una foto de ella, promocionando clases de danza para niñas, la dirección y el teléfono de su casa.

—No me contaste nada.

—Los fui a buscar ayer. ¿No están preciosos? —dice y me extiende uno.

La foto es bellísima, creo haberla visto en una publicación del teatro. Ella lleva un vestido de tul blanco con una hilera de flores azules y violetas.

Está inclinada hacia el piso, como haciendo una reverencia.

Me pregunta si me acuerdo de cuándo es la foto, pero enseguida se corrige.

— ¡Qué tonta! Si vos no habías nacido.

Sin embargo, sé de lo que me habla. Pero ella arranca como si fuera la primera vez. Y vuelve a contarme esa velada en la que compartió escenario con bailarines rusos con un vestuario que era copia exacta del que había diseñado Chanel para ese ballet. Vuelve a esos detalles que conozco de haberlos escuchado tantas veces. Se enciende recordando los aplausos, las ovaciones del público, las flores en el camarín, la euforia de los días que siguieron, las críticas en los diarios. No nombra lo que pudo haber sido el giro de su vida, porque fue después de esa función que le ofrecieron sumarse a la compañía rusa y mi padre inclinó la balanza para que ella se quedara. Y luego, a los pocos años, cuando ya nosotros estábamos en este mundo, se fugó con una bailarina alemana y desapareció de nuestras vidas.

—Poné el disco —me dice ella de pronto. Y parece fastidiarse porque no entiendo de qué me habla. Entonces se levanta, se descalza y se acerca

al tocadiscos. Ahora están de moda los vinilos, pero lo de ella es fidelidad pura, no una moda, ella nunca abandonó sus discos. Saca uno de la pila.

—¿Te acordás cuando eras chiquita y bailábamos juntas? —me toma de las manos, le tiemblan levemente.

Comienza a sonar la música. El volumen altísimo, como siempre. La consagración de la primavera, de Stravinsky. Aprendí a reconocer conciertos antes que a leer. Ella cierra los ojos, toma aire y lo suelta despacio. Después los abre y me toma de las manos. Me guía y me hace un gesto para que gire. Damos vueltas sin soltarnos. A su lado me siento torpe, pesada. Ella hace movimientos precisos. Me mira como pidiéndome que me concentre. Recuerdo haber visto coreografías de todos los tiempos de esta obra, desde la de Nijinsky hasta la de Pina Bausch. Ahora me hace un gesto con la cabeza, como de aprobación y me suelta. La miro bailar, cómo marca el ritmo con sus piernas, los brazos que acompañan.

Es delicada y a la vez firme. Se da vuelta.

—Vamos, vení —abre las manos hacia mí. Intento imitar sus movimientos.

De pronto, la puerta se abre. Hernán la cierra enseguida.

—Se escucha desde abajo —dice.

—¡Llegaste justo! —le grita ella. Le hace señas para que se acerque. Hernán va directo al tocadiscos, baja el volumen. Se sienta en el sillón, más bien se hunde como si se derrumbara. Con el maletín apretado contra el pecho, me mira.

Mi madre lo va a buscar, le da un beso. Sin dejar de bailar, le quita el maletín. Él se resiste un poco pero enseguida afloja y se para. Mi madre lo trae hasta donde estoy. Nos abraza a los dos. En realidad, nos toma de la cintura, pero somos nosotros los que la abrazamos, o la sostenemos, no sé. Siento que ella se aferra con fuerza. Suena la parte que más me emociona, el diálogo sutil entre los vientos y las cuerdas. Ahora los timbales y luego toda la orquesta que se suma. Ella marca el ritmo con energía, el piso de madera cede en cada pisada. Siento las lágrimas apretadas en el pecho. Hernán me mira. Baja la cabeza y los tres quedamos entrelazados, nuestras frentes pegadas en una ronda pequeña. Giramos y seguimos danzando. De pronto, mi madre ríe a carcajadas y por un instante imagino que sus pies se despegan del piso y que ella no tardará en irse volando.

Biografía

Irene Kleiner nació en Buenos Aires. Es escritora y psicoanalista. Participó en los talleres de escritura de Pablo Ramos. Dos veces finalista del Concurso Fundación Victoria Ocampo en 2013 y 2015, obteniendo el segundo premio por los cuentos “El plazo” y “Tan lejos siempre” respectivamente. Obtuvo el primer premio de narrativa en el Concurso nacional de cuento y poesía Adolfo Bioy Casares en 2016.
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amarga belleza

Hola Irene: ¡cuánta belleza para pintar la cruda realidad de la vejez!

MARÍA DÍAZ DE VIVAR