El vociferador

Cuando fui nombrado director, Andrés Lima ya estaba asignado a la Dirección de Países del Sudeste Asiático. Yo apenas lo conocía por algunas referencias acerca del tono elevado de su voz, su fama de multilingüe y sus supuestos contactos con la realeza británica y personalidades de la política internacional.

“Es amigo de la reina”, decían algunos cuando lo veían pasar. Me habían contado, en tono de chisme, acerca de un confuso episodio en una fiesta de disfraces en Tailandia, donde había llegado a ser detenido, décadas atrás. Siempre pensé que se trataba de habladurías malintencionadas. Para mí era un tipo pelado, gruñón y solitario con el que no me había cruzado más que un par de veces en algún ascensor del Ministerio.

Los primeros días de mi jefatura transcurrieron sin sobresaltos, en un clima de acomodamiento mutuo con mis subordinados. Ya se sabe cómo suelen ser los comienzos. Tenía una secretaria, Elsa, una señora de mediana edad, muy parlanchina y simpática. Una empleada más joven, que hacía las tareas administrativas del área. Un par de funcionarios recién iniciados, muy dispuestos para el trabajo. Y Lima.

Yo adivinaba sin querer, desde el rincón de mi despacho, el momento preciso en el que él cruzaba el umbral, bramando y lanzando epítetos que crispaban los oídos. Sus soliloquios telefónicos –hasta llegué a dudar de que del otro lado existieran interlocutores reales–, eran una mortificación a la cual nos sometía todos los días, que incluían escupitajos e improperios. Nos enterábamos de sus problemas de consorcio, de las canilla que goteaban, del perro de su vecina que ladraba por las noches, de la ropa que otra propietaria colgaba en el balcón, de los muchachos del delivery que llevaban pizza y dejaban el ascensor lleno de olores, entre otras vicisitudes, todas narradas a niveles de voz que taladraban el cerebro. Cuando las conversaciones se referían a cuestiones profesionales, los discursos solían incluir una mofa notoria hacia sus propios colegas. A veces, cuando salía de nuestra oficina rumbo al pasillo, solía verlo, a través de los vidrios, atormentando al personal de las otras áreas con sus anécdotas, narradas a todo volumen, repletas de jactancia.

Los papeles se me iban acumulando sobre el escritorio, evadía reuniones, me encerraba en la oficina. Me había vuelto un tanto ineficiente, sin serlo. En varias oportunidades junté fuerzas y lo llamé en privado para tratar de disuadirlo. Creí que apelando a mis mejores recursos componedores, podría tratar de convencerlo para que bajara la voz de su parloteo cotidiano.

—¿Sabés qué pasa, Andrés? La gente no se concentra para trabajar si vos gritás tanto…

—¡Qué van a trabajar, si son todos vagos! —me contestaba.

Pergeñé sutiles amenazas, intentando atemorizarlo.

—Escuché por ahí que te van a denunciar…

—¡Ja, qué payasos! ¡Denunciarme a mí!

Fue una empresa inútil. Entonaba arias de ópera y ejecutaba piezas de vodevil, improvisando breves coreografías. Mis intentos de convencerlo para que depusiera su actitud parecían incentivarlo aún más a desafiarme. Los demás empleados imploraban acciones de mi parte. Sin dejarme más alternativas, me vi obligado a solicitar que fuera removido de mi Dirección debido a la imposibilidad de llevar la relación laboral en buenos términos. Así, tras insistir tenazmente ante mis superiores, le inventaron una misión de reemplazo en un consulado europeo, donde iría a ejercer funciones durante tres maravillosos meses. Me aseguraron que, a su regreso, lo reubicarían en otra oficina.

Reviví. Aquellos meses fueron un bálsamo. El silencio o las conversaciones en un tono normal de voz eran un sosiego para todos, acostumbrados a la tiranía de sus gritos. Elsa reía. Alguien trajo flores alguna vez. Los funcionarios jóvenes producían informes que daban gusto. Hasta la planta, que a pesar de los riegos frecuentes solía estar mustia al lado de la ventana, se veía radiante. Yo recibía colegas y mi escritorio estaba ordenado.

Un día, cuando ya me había acostumbrado a la alegría, Elsa entró a mi despacho y se quedó parada frente a mí, mirándome con pesadumbre. Con la voz temblorosa, me dijo:

—Embajador, le tengo que decir que… Hoy se reintegra Lima.

Me quebré. Sentí agrio el sabor del café que me estaba tomando.

—Pero eso no es todo —agregó, casi gimiendo.

—Por Dios, pare con el suspenso.

—Es que… Lo mandan acá al lado.

Pensé que me estaba haciendo un chiste. Ya la noticia del regreso de Lima era devastadora, pero su ubicación en la oficina contigua, de la cual nos separaban finos tabiques de yeso, barría con lo poco que quedaba de mi entereza.

Y volvió.

Otra vez, los gritos desaforados. Otra vez la divulgación de sus desavenencias personales, sus contiendas a viva voz con multiplicidad de sujetos. Para mi desgracia, se instaló en un puesto de trabajo contiguo a mi despacho. Más de una vez, estando reunido con funcionarios de embajadas, me abochorné cuando un improperio despiadado de Lima cruzó como un rayo de fuego nuestro diálogo imposible.

Volví a saber de sus conflictos vecinales, de sus turnos con profesionales médicos con los consabidos insultos a secretarias, de sus quejas ante los organismos de defensa de derechos del consumidor. Volví a ser sometido a entonaciones de piezas musicales: gracias a su estadía en Europa, el repertorio se había renovado.

Tuve que oír por enésima vez que se había criado junto a la Princesa de Holanda, que era amigo personal del Príncipe Guillermo, y que asistía al cumpleaños de la Reina de Inglaterra en calidad de “caballero de su Majestad”. Me enteré de su afición por el ballet, de que en su caja de seguridad del banco guardaba el primer manuscrito de Voltaire comprado en una subasta (“cuando tengo ganas voy y lo miro”, decía), de que había estado en el Mayo francés, y que se sentaba a conversar con Jean Paul Sartre en el Café de Flore, de que recibía con frecuencia mails de Diane Keaton ─quien había sido alumna suya en la universidad─ de que Ronald Reagan le escribía todos los días, de que cuando llegaba a su casa, contemplaba con éxtasis un cuadro de pescadores desnudos que tenía colgado frente a la cama, de que había sido socio fundador de una conocida tarjeta de crédito, de que una jueza de la Corte Suprema de Justicia, su amiga personal, lo asesoraba en sus bretes de propiedad horizontal, de que en su vida de diplomático le habían hecho excelentes regalos ─tales como, por ejemplo, el lacrimatorio de Nerón. Me vi obligado a saber que en su juventud frecuentaba las alocadas noches de Mykonos, donde iba a bailar con sus amigos ataviado con ropas de cuero adheridas al cuerpo. Que en sus recorridos por el mundo no dejaba nunca de visitar la tumba de Kelsen, su “adorado padre académico”. Que había hecho su testamento y dejaba todos sus bienes a “su majestad”. Que tenía un loro llamado Pichón, su único conviviente, quien todos los días lo recibía diciéndole “quiero la papa, papi” (Lima parodiaba el discurso de su loro impostando la voz). Que se mantenía joven porque llevaba una intensa actividad sexual. Que era campeón de patín sobre hielo. Que había sido amigo de Marguerite Duras.

Las mujeres de la oficina también soportaban sus inconveniencias. Las pobres, en su respeto obligado hacia la autoridad de un superior, no se atrevían a contradecirlo y se quedaban con la garganta hecha un nudo, sobre todo cuando destilaba su misoginia.

—No hay que molestar a las hijas de Eva cuando piensan. Lo hacen con tan poca frecuencia…

O se refería a colegas del Ministerio con sentencias como: “Estos viejos se creen señoras de Barrio Norte, y son unas pobres maricas con olor a perro muerto”.

Yo iba a trabajar ─si así puede llamarse a mi derrotero diario─ con inconfesables ganas de golpearlo. Las jornadas eran grises. Lima me quitaba las ganas de vivir. Estaba harto de reclamar ante mis superiores para que lo reconvinieran. Suplicaba que se lo llevaran lejos, que lo confinaran a algún lugar donde no torturara a los demás con su vociferación acostumbrada. La respuesta llegaba esquiva, desprovista de la carga de urgencia y aflicción con la cual había partido mi súplica:

—Tranquilo, no le hagas caso… Es un loco.

Por sugerencia de Elsa, acudí a la repartición que se ocupaba de los temas edilicios. Ante mi pedido, una mañana vino uno de los arquitectos. Se sentó conmigo en mi oficina y allí pudo comprobar por sí mismo el motivo de mis penurias. Me reconfortó saber que alguien se solidarizaba con mis pesares.

—Una pared de plomo —dijo el hombre. —Eso podría aislar el sonido.

En unos pocos días, los obreros instalaron las placas de metal que alejarían el estrépito diario del individuo charlatán. La bulla de los trabajos, los golpes de martillo, los serruchos, las lijas, hasta el gruñido de la broca contra las chapas se sintieron como música. Al término de las reformas, casi como un escolar en épocas de finalización de clases, con mi candidez recompuesta, llegué a la oficina. Mi desilusión, la de Elsa ─quien en pocos meses había perdido su humor y tenía un aspecto deslucido─ y la de los jóvenes nuevos, fue aplastante.

Las paredes de plomo no sólo no aislaban la estridencia, sino que la acentuaban, tal como si en la boca de Andrés Lima alguien hubiese puesto un megáfono.

Traté de reclamar al arquitecto, en vano. En mi desesperación, fantaseé con acudir al consejo de embajadores, pero para qué: sería seguir arrastrando mi pena ante un sistema negligente, que continuaría repitiendo un único axioma: “Vos sabés cómo son las cosas”.

Pensé en subir al piso 16 y golpear el escritorio del Canciller, exigiendo una solución. Perder la compostura y gritar sin reparos, como Lima lo hacía. Pensé en irrumpir en la oficina contigua, tomar por las solapas al vociferador ─o por la corbata, me imaginaba que ya se habría quitado el saco, el cual solía colgar con obsesión enfermiza en una silla próxima─ y vomitar todo lo que yo sentía. Una trompada en plena cara terminaría de acallar esa lengua obstinada.

Mientras me imaginaba estas escenas, yo ya había salido al pasillo. Empujé la puerta de vidrio de la oficina de al lado. Elsa musitó un pálido “Cálmese, embajador”. En su cubículo, vislumbré la cabeza llana de Lima, que brillaba bajo los fluorescentes. Con la mano izquierda lo agarré del hombro y lo di vuelta y con la derecha, casi como garra, le tomé el cuello y lo levanté contra la pared. Soy un hombre fornido y el vociferador tenía una humanidad mínima.

Sus piecitos quedaron colgando en el aire como los de un muñeco de trapo. El verde de sus ojos se crispó hasta las lágrimas. Lloriqueaba como una criatura. No recuerdo demasiado los detalles, pero sé que no lo soltaba y que estuve a punto de matarlo.

Casi me exoneran.

Logré llamar la atención de todo el Ministerio. Durante unos días no se habló de otra cosa. Lima casi estrangulado fue el tema por excelencia en todas las conversaciones. Mi nombre sonaba en los ascensores, en los pasillos, en los baños, en los despachos, en los restaurantes de la zona, dondequiera que dos o más se reunieran a cuchichear. El personal de mi oficina vio aumentada su popularidad: los compañeros de otras áreas estaban ávidos de conocer pormenores de primera fuente.

A Lima le inventaron una figura simbólica de aislamiento, adscribiéndolo a una comisión de clasificación de archivos, o algo así. Nadie me hizo caso cuando aduje que debía dársele la baja por trastornos psiquiátricos. Creo que está elucubrando una demanda contra mí, según me comentaron, cultor como es de las disputas.

Yo me tomé una licencia obligada, que me trajo a los espacios abiertos del campo, donde mis días se suceden unos a otros, sin apuro. Aquí no hay paredes de plomo ni expedientes, ni reuniones, ni diálogos estentóreos. Hay vacas, caballos, cielos enormes. Olor a lluvia.

Chicharras. El gallo me despierta al alba. A veces, escribo, y un silencio plácido me arrulla.

Biografía

María Daniela Lescano Molina nació en San Miguel de Tucumán, en 1971. Es abogada y miembro del Servicio Exterior de la Nación. Participó en la Antología de cuentos Primer Vuelo (Universidad Nacional de Tucumán), el Anuario Literario Nosotras y en la Revista Ciudad Gótica, de la ciudad de Rosario. Obtuvo distinciones en concursos literarios del Colegio de Abogados de Tucumán, y en la Revista Bucanero Miraguano, de Madrid. Fue seleccionada en la primera instancia de lecturas del Premio Itaú de Cuento Digital en dos oportunidades (2022 y 2023). Publicó dos libros de relatos, Anécdotas imprescindibles (2017); y Mudanzas (2021). Participó en la antología digital Narval de papel. Fue seleccionada en la Primera Edición de la Convocatoria Héroe desconocido de mi tierra, de la Usina Cultural Tucumán. En noviembre de 2024 fue seleccionada para formar parte de la antología del Primer Concurso de Crónica de la Fundación La Balandra. Reside en la Ciudad de Buenos Aires.
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