—¡No sabés lo bueno que estuvo el velorio! —me dijo una amiga que había podido asistir.
Yo, para ser sincero, prefiero evitar todo lo que tenga que ver con cuestiones funerarias. Las ceremonias de la muerte me deprimen profundamente.
—¿Me estas jodiendo? —le pregunté.
Podrá estar bueno un casamiento, un bautismo, un cumpleaños, hasta una comunión, pero nunca un velorio, donde todo el mundo llora y te ven ahí metido en ese cajón de madera como si fueras un montón de tomates a punto de ser vendidos en el mercado de Abasto. Pero mi amiga no tardó en demoler mi preconcepto y contarme todo el acontecimiento con lujo de detalles.
Al parecer doña Lola había tenido una vida distinta al promedio de los mortales, que siempre estamos con un pie en la queja y otro en la puteada, una mano apretada de bronca y la otra aguardando el momento para dar el zarpazo. Ella era diferente, una mujer simple, sin pretensiones, sin maldad, con una sonrisa pegada en la boca que ni siquiera los momentos inevitables de mayor sufrimiento pudieron borrarle. Ella siempre decía: “Si pudiera elegir la forma de morir quisiera que fuese de risa”.
La anciana recién había cumplido noventa y cuatro y aparentemente Jesús, al igual que con Lázaro, le había dado de changüí un par de días extras para poderle decir adiós como corresponde a todos y a cada uno de los seres que había amado en su larga existencia. También tuvo el tiempo necesario para mandar a la mismísima mierda a la cuñada que tenía atragantada y no había tenido otra función en su vida que envidiarla y criticarla por cada hecho o decisión que Doña Lola había tomado sin joder a nadie. Hacía dos semanas que había estado internada en el Piñero, descompensada por un golpe de calor. Pero la vieja era más fuerte que un roble y había zafado.
Le habían dado el alta y ya en su casa organizó un asado apoteótico para toda la parentela y sus amigos del centro de jubilados. Tras encargarle al carnicero de la esquina tres lechones de unos veinte kilos cada uno se había pasado la tarde cocinando buñuelitos de banana y chichiriquiatas para el postre.
Todos estaban felices brindando a más no poder con la alegría inmensa de compartir con la viejita ese momento único e irrepetible. No dejaron botella sin abrir. Se tomaron hasta el agua de los floreros y la noche acabó con más de uno volcado en un zaguán.
Al otro día, al parecer por el atracón, Dios se la había llevado hacia el otro mundo. Las hijas y las nietas no tenían un mango partido al medio para contratar el servicio de una casa velatoria. Por eso, en el club de jubilados, el presidente había autorizado a preparar un saloncito para hacerle la despedida antes de la partida hacia su última morada. Los vecinos pusieron un pasacalle de esquina a esquina donde decía:
¡Adiós, Lola! ¡Nunca te olvidaremos!
Juana, su hija mayor, se había ocupado de ponerle un vestidito que tenía reservado para las Pascuas y, Mercedes, la del medio, la maquilló pintándole los labios y las uñas con un rojo carmín comprado a la vendedora de Avon. La habían peinado con matizador y le habían cubierto los ojos con unos Ray-Ban esfumados que Doña Lola lucía cuando iban a la playa de Punta Mogotes, mientras aún la salud y la guita se lo permitían. Una de las amigas, que conocía a la perfección los gustos de Doña Lola, le había puesto un grabador debajo del ataúd con los grandes éxitos de Cacho Castaña, su amor imposible. El aparato oficiaba de música funcional mientras los familiares y amigos se acercaban para despedirse y rezar una plegaria.
No había coronas, pero sí muchas flores provenientes de los jardines de vecinas que tenían la mejor onda con la señora. Las nietas inflaron globos rojos y azules y los colgaron junto a varias tiras de guirnaldas en las esquinas del salón, ya que la vieja era fanática de San Lorenzo al igual que el Papa Francisco, aunque no confiaba en los curas y prefería tenerlos bien lejos. Los bisnietos estaban disfrazados de piratas, payasos y hadas madrinas mientras un mimo entretenía a los críos para hacer más amena la velada y que no se pusieran fastidiosos. Uno de los yernos fue a comprar varias docenas de medialunas y bolas de fraile, pero el lechón que había sobrado del día anterior estaba más rico frío que recién hecho, así que también le entraron sin contemplaciones.
Juliana, la hija menor, trajo una bañaderita de esas de plástico para bebés y la llenó con varias latas de ensalada de frutas y vino blanco, mezclando un improvisado pero nunca mejor recibido clericó.
En una pizarra estaban todos los dibujitos que sus descendientes le habían regalado cuando eran pequeñitos e iban al jardín de infantes. En una pared del salón habían pegado una cartulina donde cualquiera podía escribirle un deseo a la difunta con marcador. Se formó una cola de asistentes, ya que nadie quería dejar de expresarle su afecto a doña Lola.
Dora, su mejor amiga —jubilada—, recitaba poesías mientras Roque, un amigo que le había arrastrado el ala, simulaba pasos de tango dando volteretas por el salón con una invisible compañera.
Doña Lola había tenido una vida sin excesos aunque sin límites. Ella era el equilibrio justo entre egoísmo y generosidad, características que pocas personas pueden ensamblar.
Con el trascurso de las horas, las risas y los chistes florecieron por doquier. Nadie lloraba sino todo lo contrario, era una verdadera fiesta de despedida a una persona que solo había trasmitido paz y alegría a todos los que la rodeaban. Hasta algunos médicos y enfermeras que la habían atendido en el último tiempo también se acercaban a saludar a la familia.
Llegó la hora de cerrar el cajón y llevarla al cementerio de la Chacharita. Los chicos correteaban por ahí, mientras los grandes discutían para ver quién tenía el privilegio de cargar el féretro. Una vez que se pusieron de acuerdo salieron del saloncito y la música de Cacho quedó atrás. Roque soltó la manija que le correspondía, corrió hasta la sala y recogió el grabador que habían dejado olvidado.
A toda velocidad abrieron el cajón y pusieron el grabador adentro, para que se lo llevara con ella y esas melodías pudieran acompañarla por siempre. La resonancia del cajón hacía que el sonido fuese mucho más contundente. Parecía oírse en estéreo.
El sol rajaba la tierra y el cielo parecía abrirse para recibirla como merecía.
De los balcones la gente arrojaba pétalos de rosas y aplaudía al compás de ese Garganta con arena que tantas veces había escuchado.
Doña Lola murió como había vivido, siempre dispuesta a ayudar a todos, pero sobre todas las cosas tomando la vida como una fiesta. Pusieron el cajón en el coche fúnebre y el cortejo los acompañó a marcha lenta por las calles de la Paternal. Llegaron caminando al lugar de los nichos y se fueron poniendo serios, la música se fue esfumando hasta que el silencio fue absoluto. Los parientes y amigos se miraban sin comprender qué había pasado. Roque pidió la palabra y le solicitó a la comitiva:
—Perdónenme, pero no podemos dejar a Lola así. Permítanme que vaya y vuelva en menos de lo que canta un gallo.
El viejo salió corriendo, hurgando con las manos en ambos bolsillos. Los que se quedaron estaban nerviosos. Pasaron unos veinte minutos y Roque no aparecía.
Ya habían decidido meter el cajón en el nicho y retirarse cuando Roque se hizo presente con el corazón en la boca y un paquete de pilas en su mano en alto. Les pidió como último favor que abriesen el cajón para poder cambiar las pilas del grabador.
Al abrirlo encontraron a Doña Lola con su sonrisa habitual dibujada en la boca y los Ray-Ban esfumados apretados entre sus manos.