Llovía intensamente. El tipo tenía la dirección exacta del escondite, aunque no sabía el nombre del perdido barrio suburbano. Dejó el auto a dos cuadras, donde nada ni nadie pudieran relacionarlo con la visita. Corrió buscando guarecerse bajo los árboles y algún toldo en el camino. Cuando llegó observó detenidamente la fachada del edificio. Se cercioró del número. Buscó en el panel del portero eléctrico mientras el agua bajaba por sus cabellos y le caía sobre los ojos. Lo encontró, apretó el timbre y lo sostuvo por unos segundos.
—¿Quién es? —dijo al rato la voz de un hombre maduro, molesto por la insistencia. El pensó que pudiera tratarse del macho. O de alguna visita inesperada con suficiente confianza como para atender el portero eléctrico. Tal vez otro osado amante desconocido. Dudó por un momento. Pero decidió seguir adelante.
—Soy Ricardo —contestó, dando por sentado que ese alguien pudiera suponer la visita de algún Ricardo.
No falló. Se oyó la chicharra en la cerradura, empujó y la puerta cedió. El ascensor tardó unos minutos en llegar a la planta baja. Después tardó una eternidad en llegar al octavo piso. Salió de la caja cuando todavía las puertas no habían terminado de abrirse. Se detuvo por unos instantes en el pasillo, sacó un Marlboro que temblaba entre los dedos de su mano izquierda. Fumaba con esa mano. Lo encendió e inspeccionó las letras de las puertas de los departamentos. Cuando tuvo la información suficiente dio una calada profunda y giró hacia la izquierda. A medida que avanzaba iba dejando un reguero de agua en el suelo y una nube de humo blanco acercándose al techo. Una, dos, tres puertas. Ahí estaba. Departamento S. Su verdadero nombre empezaba con la misma letra. Apoyó el dedo pulgar en el botón y lo hundió con decisión. Lo sostuvo unos segundos. Oyó sonar la chicharra desde un lejano lugar del interior. Tal vez la cocina. Metió su mano derecha en el bolsillo interno del piloto. Al cabo de unos instantes se abrió la puerta y un hombre de unos cincuenta años, de mediana estatura, de pelo entrecano ondulado y redonda cara lechosa, lo miró primero sorprendido y enseguida asustado.
—Usted no es Ricardo…—dijo, ahuecando la voz.
El visitante sacó la mano. Empuñaba una vieja Luger 38 con silenciador. Le apoyó el caño en la frente.
—Metete para adentro —dijo como si comentara el estado del tiempo.
—¿Qué te pasa? ¿Quién sos? —preguntó el otro temblando, mientras reculaba sintiendo el frío del caño en la cabeza.
—Te dije que soy Ricardo…
—Vos no sos Ricardo…
—Tenés razón.
El visitante dio otra calada profunda al cigarrillo. Lo sostuvo sobre la uña del dedo medio y ayudado con el pulgar lo catapultó hacia el interior del departamento. El pucho dio en la pantalla de una lámpara de pie y rebotó cayendo en el asiento de un sillón. Una aureola de fuego comenzó a expandirse en el tapiz y un delgado hilo de humo se alargó hacia el techo. Una osadía que preanunció tragedia. El hombre de cara redonda abrió la boca en señal de pánico e intentó retroceder. El visitante cambió de mano la pistola, la empuñó con la izquierda y la apoyó en la sien derecha del otro. Enseguida se oyó un sonido corto, hueco, sin eco. Apagado y breve como el rebote de un resorte. Ahora no había nadie delante de él. Cerró la puerta del departamento empujándola con el codo, esquivó el bulto en el suelo y enfiló hacia adentro. Escupió sobre el pucho en el sillón para evitar el fuego. Oyó ruidos en una pieza. Se oyó una voz femenina.
—Gonzalo, ¿quién es?
—Gonzalo se fue —dijo el. Esperando que la mujer apareciera.
Apareció una mujer. Cuando lo vio se frenó en seco. Miró al piso. Vio a Gonzalo tirado boca arriba, con un hilo de sangre que salía de un agujero de la cabeza. Del lado opuesto un enorme desquicio ensangrentado del que colgaban espantosos grumos blancuzcos. La mujer dio un grito.
—¡Hijo de puta! ¡Te mandó el! ¡Hijo de putaaaaa!
Fue el último grito y la última puteada de su vida.
—Claro —dijo el.
Dos sonidos secos de resorte. Separados por unos segundos. Un tiro dio en la frente y el otro en el pecho. Se oyó enseguida otro golpe en el suelo. Como de bolsa de papas soltada en el piso de un almacén. Ya solo, fue después hacia el interior en busca de la cocina. Repasó el lugar con la vista. Confirmó la presencia de la chicharra del timbre unos centímetros arriba del auricular del portero eléctrico. Pero no era eso lo que buscaba. Se acercó al costado de una alacena. Arrancó de un soporte dos hojas de Roli Sec, envolvió el arma y la limpió. Se detuvo en las partes más comprometedoras. Le quitó el silenciador y lo guardó en un bolsillo del piloto. Volvió al estar. Se acercó al cuerpo del tipo y calzó la Luger en su mano derecha. Acomodó el índice en el gatillo y el pulgar envolviendo la culata. Ejerció presión para que las yemas de los dedos hicieran lo suyo antes de resecarse. Abrió la puerta, salió al pasillo y, siempre valiéndose de las hojas de papel, la cerró. Hizo después con ellas un bollo que guardó en el bolsillo de su piloto. Al lado del silenciador. Ya en la vereda, se lo vio caminar de espaldas, sumergido otra vez en la cortina de agua. Al rato, iluminada por la luz de un farol, una caprichosa nube de humo blanco salía de sus costados. Poco tiempo después, un VW Gol se alejó velozmente hacia algún lugar. La densa lluvia de abril siguió limpiando el barrio perdido.