Salto, transpiro, trepo, bajo, subo, entro, salgo, abro, cierro, empujo, me confundo dentro de la masa de carne, me individualizo y resbalo.
Me deslizo por escaleras, túneles, los números giran, lo que parece un nueve se torna un seis, lo que creí un ocho se acuesta y me abre el infinito.
Me agoto; pero sigo.
Me tomo unos minutos para recuperar el aire. Me duelen las manos, los brazos, las piernas, los pies y la cabeza.
Trato desesperadamente de sacarme de los dedos ese chicle que alguien dejó pegado en el barral. Me imagino los bichos desagradables de su saliva subiendo por mi mano.
Me distraigo, al rato me acuerdo de lo que estaba haciendo y sigo, hasta que…
***
Por fin salió el sol, y voy subiendo la escalinata que me lleva a la puerta de ingreso.
Atestado de gente; no hay por dónde pasar.
Una voz impersonal y mecánica dice mi nombre. Presentarse en el séptimo piso con urgencia, la frase final del mensaje.
Pido permiso. No me dejan llegar al ascensor decenas de personas pegadas unas a otras, algunas alzando la voz con tono que revela fastidio y enojo.
Nuevamente esa señorita voz de robot que pronuncia mi nombre. Me sonrojo como si todo el mundo me conociera. Siento que todos se quedan pensando mientras me miran. ¿Qué está haciendo acá todavía? ¿Qué parte de urgente no entiende esta mujer?
Se abre paso un hombre vestido con un mameluco color caqui, que tiene bordado Mantenimiento en blanco y rojo.
Todos centran su esperanza en él. Se acerca a las puertas de los ascensores. Se queda unos segundos sometiéndolos a su mirada experta. Después, saca del bolsillo unos papeles doblados cuidadosamente y los pega centrados: Fuera de Servicio.
Algunos preguntan a los gritos si los van a arreglar, dicen que no pueden subir tantos pisos por las escaleras. El hombre no abandona su compostura, y como si no escuchara las protestas, se va por donde vino.
Corro para llegar a las escaleras antes que la masa de gente, que estaba esperando la lata mecánica que la podía transportar.
La voz vuelve a nombrarme, se solicita su presencia urgente en el séptimo piso. Como si se tratara de un humano, grito ya voy girando la cabeza hacia el parlante.
Los que me escucharon se apretujan para darme paso. Consigo llegar al primer piso. Miro el reloj: veinte minutos desde que entré.
No puedo demorarme más. Decido colgarme del caño, pongo mi cuerpo por fuera de la estructura de cemento y metal.
Con las puntas de los pies en los bordes de los escalones, trepando, forzando mis brazos a sostenerme, sigo subiendo.
Travesía larga, agobiante, la transpiración baja por mi frente y me rodea los ojos, que no puedo secar. No puedo soltarme; caería al vacío si lo hiciera.
Un piso, otro piso, sigo subiendo. Cargo sobre mis espaldas burlas, curiosidades, los ojos de los amontonados que a manotazos buscan alcanzar los primeros lugares.
Una puerta abierta. Pidiendo permiso y reptando para ingresar nuevamente a la estructura subebaja, llego al pasillo.
Estoy en el piso diez.
Veo la escalera de la salida de emergencia; debería estar con menos gente. No soy la única que lo pensó; esa escalera reproduce el escenario de la principal.
La puerta del ascensor está semiabierta. Me asomo al pozo. En un acto de la valentía que desconocía en mí, decido bajar por esos cables gruesos que deberían mover la caja.
Empiezo a bajar; las manos me queman. Ampollas primero se asoman y después una a una comienzan a reventar dejando la carne expuesta. Varios rasguños y cortadas por donde asoman gotas de sangre se mezclan con el líquido que liberaron las ampollas reventadas.
Otra puerta semiabierta; vuelvo al pasillo. Lo reconozco por su olor y por su pared despintada. Estoy en el octavo piso.
Tengo dos opciones: me desespero y me rindo o intento, con el último esfuerzo, bajar un piso más.
Octavo piso, vuelvo al cartel para asegurarme. Empieza a girar y se fija en posición horizontal.
Me duele todo, ya no tengo tiempo de distraerme. Falta tan poco…
No me acuerdo de cómo llegué, pero estoy en el séptimo piso.
Cruzo la puerta enorme de vidrios pintados de blanco. Sigo por un pasillo y me encuentro con mis colegas lavándose las manos.
Todos giran y vienen a mi encuentro. Aplausos, abrazos, felicitaciones. Uno, emocionado, me dice, de no haber sido por tu excelencia, no se habría salvado. Siempre aprendo algo nuevo cuando comparto el quirófano con vos.
No entiendo. Levanto la cabeza y veo a través del vidrio como ¿yo? me guiña un ojo y se va por el foro.