Nada es más fascinante que la autotransformación. A menudo me desconcierta y me maravilla por igual la sensación de haber vivido muchas vidas distintas, renacida una y otra vez de mis cenizas, después de muertes necesarias. De joven pensaba que era como mutar de oruga a mariposa, en esa búsqueda incesante de un camino propio, por momentos tan ajeno y por otros, tan íntimo, como si se tratara de un recorrido conformado por millones de kilómetros, surcando mares, andando rutas, navegando ríos, bordeando lagos a pie, escalando senderos de montaña, internándome en cavernas profundas, volando cielos. Una secuencia irregular de memorias siempre errantes en una permanente exploración de la esencia espiritual que me definiera.
Más adelante tuve la certeza de que la vida era un viaje de transformación espiritual y que, para lograrla, debería atravesar tiempos y universos diferentes, morir como el ave fénix, como el feng-huang chino, y encontrar mi esencia entre los despojos de mi propio cuerpo para renacer con la esperanza de haber entendido finalmente el sentido de mi paso por la Tierra. Sin los viajes no habría aprendido lo que aprendí, sin el aprendizaje de mi alma viajera no habría podido enfrentar los desafíos que esta existencia me tenía deparados, en definitiva, si no fuera un fénix, no sería quien soy.
En 1970 no era frecuente que las familias de clase media argentina viajaran a Europa. Mi amigo Pedro lo hacía cada tanto porque tenía familia en España, pero era el único de la clase así que, cuando los míos me anunciaron que viajaríamos a Suiza y luego recorreríamos Italia, sentí que el corazón se me ensanchaba con una alegría inimaginable. Sería un mes completo durante las vacaciones de invierno. ¡Eso significaba que perdería dos semanas de clase! A los trece años esa perspectiva, por sí sola, ya representaba una lotería doble.
“Los viajes son el mejor aprendizaje que se puede tener,” le dijo a mi madre la Sra. Martha, directora del colegio al que concurrí desde jardín de infantes, y al que seguiría yendo, no sin dificultades, hasta el final del secundario. Mi madre me contó la charla, y su compromiso a mostrarme cada piedra erigida por los emperadores romanos ni bien pusiéramos un pie en Roma. Con esta promesa no fue difícil conseguir el permiso de dos semanas que se agregarían a las dos de vacaciones invernales. Así, ese primer vuelo de KLM abriría un camino y un horizonte sin vuelta atrás.
El primer destino fue Suiza. Los días transcurridos en Ginebra se destacan como uno de los pocos momentos de unión y alegría constantes entre mis padres y yo, como si ese geiser artificial que brota del Lago de Ginebra, tan absurda e inesperadamente como nuestro Obelisco en el cruce de Avenida Corrientes y 9 de Julio, hubiese contagiado a mamá y a papá su fuerza optimista. De día, el surtidor parecía brotar una y otra vez desde el fondo de cualquier calle como un juego burbujeante de escondidas, pero caído el sol parecía aún más alto por los intensos reflectores que lo destacaban, multiplicando su esplendor. Una noche, a bordo de un barco que surcaba las aguas calmas del lago, cenamos y bailamos los tres, acercándonos más al monumental chorro de agua y riendo como niños inconscientes del dolor y del sufrimiento. La ciudad, iluminada y tan prolija como los armarios de casa, nos observaba muda desde sus orillas. Es sorprendente como, a veces, la vida nos muestra un filo de perfección tal, que nos convence. Ese Jet d’Eau de ciento cuarenta metros de altura quedó para siempre ubicado en el instante de la perfecta felicidad familiar.
Llegamos a Milán en un vuelo de la entonces Swissair. El hotel era antiguo y majestuoso, con un comedor amueblado en estilo Luis XVI ─ igual que mi casa─ cosa que a mi madre le fascinó y a mi padre lo tuvo sin el menor cuidado. Durante el almuerzo nos entregaron las llaves de un flamante Fiat 124, con el que viajaríamos rumbo al sur en un par de días. A mi padre se le iluminaron los ojos cuando salió a la vereda y descubrió el cochecito brillante. Nada lo entusiasmaba más que cuatro ruedas y un motor cero kilómetro, sobre todo si se trataba de un modelo nuevo, que aún no se veía en Argentina. Esa pasión por los coches fue lo único que heredé de él y resultaría una pieza clave para armar un rompecabezas inmenso que estaba próximo a desarmarse. Como en todo juego viejo, es fácil que alguna pieza se extravíe con los años pero, si se busca con perseverancia, se encontrarán las suficientes para tener la imagen casi entera que permita entender las aristas variadas de la vida de cada uno de los jugadores. El juego recién empezaba con ese primer viaje al exterior- El plan para esa misma tarde era visitar a María, una amiga de mi abuela paterna que pasaba su tiempo entre Buenos Aires y Alba, localidad cercana a Torino, donde acompañaba a un tío suyo, delgadito, solterón y simpatiquísimo.
Partimos rumbo al noroeste por una ruta nacional. Mi madre había entrado ya en un estado de perfecto embeleso. No era lo mismo conocer Europa por primera vez a mis trece años que a sus cuarenta y ocho. Todo lo que veía despertaba su hambrienta curiosidad, de modo que nos sobresaltó cuando le gritó a mi padre: “Pará, Andrés, ¿a ver qué es eso? ¡Qué hermosa puerta cancel!”
Él disminuyó la velocidad cuanto pudo para que pudiéramos descubrir qué maravilla se erigía detrás del hierro finamente forjado de un portón. Con extraña sorpresa vimos que se trataba de un típico cementerio pueblerino, con sus viejas tumbas de piedra y sus ángeles custodiando bóvedas erosionadas por siglos de abandono. Sin decir palabra, mi padre volvió a acelerar. Antes del final del pueblo, un cartel con el nombre del lugar nos erizó la piel: Mortara.
“Salgamos pronto de acá”, alcanzó a decir mi madre, mientras la aguja del velocímetro trepaba raudamente.
Ciertas escenas, que habrían quedado olvidadas para siempre por su poca importancia, pueden cobrar una magnitud incalculable a la luz de otras inmediatamente posteriores. En esa categoría entra la visita a la amiga de mi abuela y a su tío. Vivían en una vieja casa con un jardín apacible al fondo. Cada detalle hablaba de la prolijidad y la limpieza de sus habitantes, poco salidores y dedicados, en cambio, a que su hogar luciera impecable y grato. Era pleno verano, y el perfume de los azahares estaba instalado a la mesa como un invitado más, cuando María salió de la sala con una sonrisa amplia y una bandeja con bebidas y amaretti. Era la primera vez que probaba esos bizcochos de Saronno y no supe si me gustaba o no esa mezcla de almendras, azúcar y limón.
María y mi abuela Lita se adoraban, y el tío adoraba a mi abuela por extensión. Empezaba a aprender también entonces, que la gente sencilla y de buen corazón puede acoger en el alma, sin rodeos, a los hijos y nietos de sus amigos, por medio de un amor entrañable y dulce como el almíbar. Conversamos, tomamos algunas fotos y partimos al atardecer, entre abrazos y buenos deseos. María y el tío quedaron dibujados en la entrada de la casa, con las manos en alto.
Por la ruta circulaba poco tráfico. El coche nuevo tenía cinturones de seguridad, accesorio poco frecuente en los vehículos argentinos todavía, e insté a que mis padres se los ajustaran. La respuesta de mamá fue la misma que le había escuchado decir en otras oportunidades: “Ni loca. Que si el auto se incendia y te queda el cinturón atascado, te quemás viva.” Me parecía un argumento ridículo pero a mamá no se le discutía. Papá, por su parte, ni se lo puso, ni opinó al respecto.
No habían pasado cinco minutos cuando de pronto, como si un huracán se hubiese descolgado del cielo para atrapar al coche en su torbellino demencial, empezamos a dar tumbos, de un lado al otro de la ruta, hasta clavarnos en una zanja, a la vera del camino. No recuerdo más que los golpes iniciales y luego el estar de pie, mirando la ruta vacía, y pensando: “Esto no me está pasando a mí.” Mamá estaba tirada sobre el pasto, mal apoyada sobre el respaldo arrancado del asiento delantero, con media nariz apuntando hacia el ojo y cubierta de sangre. Papá caminaba con la cabeza contra el sol del poniente, y eran dos globos escarlata compitiendo por un último resplandor. “Esto no me está pasando a mí”, me repetía una y otra vez, hasta que se detuvo el primer coche que pasaba. Un muchacho se quedó con nosotros mientras otro fue a buscar una ambulancia, que llegó al rato. Subieron a mamá a una camilla y me sentaron a su lado, en la parte de atrás. Alcanzó a decirme que ella ahora se moriría y que yo no tenía que llorar. No sé cuánto tiempo pasó, sólo que al llegar al hospital nos separaron y mientras me sacaban los vidrios que tenía en la rodilla, escuché los gritos de mamá desde otra sala, cuando le pusieron la nariz en su lugar sin anestesia, por miedo a que sufriera un shock. “Esto no me está pasando a mí” era ya un sonido hueco en la cabeza.
Al despertar, lo primero que noté fue que no podía moverme. Tenía los pies y las manos amarrados con gruesas tiras de cuero marrón a la cama. Giré la cabeza y me encontré con la sonrisa de una monja que me miraba con compasión y me hablaba en un dialecto indescifrable. Le pregunté dónde estaba. “Ospedale Civile Sant’Ambrogio di Mortara, provincia di Pavia, nella regione di Lombardia,” dijo entonces, con súbita claridad. Me palmeó la mano y se levantó para ir a buscar algo, sin notar lo que habían producido en mí sus palabras. Mortara era esa hermosa puerta cancel de un cementerio que ahora parecía querer chuparnos hasta sus entrañas, por obra de la fascinación despertada en mi madre el día anterior. Mucho después me entero de que ese tipo de estructura hospitalaria se define como “presidio ospedaliero”. Presidio, prisión, sí, así lo sentí.
Estaba sola en una sala general con ocho camas, y la ventana, que se extendía desde la altura de los colchones hasta el altísimo cielorraso, me dejaba ver las tejas rojas del techo y el cielo turquesa de la mañana estival. La enfermera que vino a verme traía una palangana y unos apósitos. Me di cuenta entonces de que estaba desnuda bajo la sábana, y menstruando. Sentí una profunda vergüenza cuando la mujer me lavó, como si me hubiera convertido en esclava, a merced de gente desconocida que hablaba una lengua inasible. Le pregunté por qué estaba atada. No sé qué respondió pero comprendí que estaba relacionado con el golpe que me había dado en la cabeza y que no debía moverme. Acepté mi suerte, dejando caer una lágrima tras otra mientras pasaba las horas con la mirada fija en ese cielo turquesa por el que nunca surcó una nube. Los cambios en la luz me daban idea del transcurrir, pero posiblemente la medicación que me suministraban no me permitía tener mucha conciencia de lo que me rodeaba. Seguía pensando de a ratos que eso no me estaba ocurriendo a mí, como si se pudiera experimentar temporariamente la desdicha de otro, conservando el poder de despertar en cualquier momento a la realidad maravillosa que uno desea tener para siempre.
Nadie me decía si mis padres estaban vivos o muertos y yo no me atrevía a preguntar porque la idea de quedarme sola en un lugar desconocido era aterradora. Siempre había querido tener un hermanito, pero después del parto que casi le costó la vida a mamá, era un tema con punto final. De muy pequeña, tal era mi deseo, que cada vez que veía una mamá con su bebé corría a preguntarle si no me lo regalaría. Las madres siempre se reían y me explicaban de una manera u otra que no me lo podían dar, hasta que una se lo tomó en serio y se enojó conmigo y con mi madre. “¿Qué estupidez es ésta?” me gritó, “¡Los niños no se regalan!” Sin embargo, yo sabía que había mamás que regalaban a sus bebés porque un día le había escuchado a papá decirle a mamá que había una chica con un bebé que no podía mantener y que lo daba; que si ella estaba de acuerdo, lo podía traer a casa. La negativa de mamá fue una desilusión enorme para mí pero nunca me atreví a preguntar, ya que no se suponía que yo hubiera estado espiando esa conversación de los grandes. Papá no insistió y, que yo supiera, no se habló más del tema.
Una tarde vino María a vernos, alertada por la noticia aparecida en el periódico local, con la foto morbosa del coche destrozado. La vi pasar por delante de la puerta y no detenerse. Cuando grité su nombre volvió sobre sus pasos y entró a la sala. La expresión azorada de su rostro me dio la pauta del estado en el que estaría mi cara. Me dijo que había mirado al pasar, justamente mi perfil malo, y no me había reconocido. Se le llenaron los ojos de lágrimas pero se contuvo. Había visitado ya a mis padres y pudo explicarme acerca de su salud. Mi madre estaba delicada, con nueve costillas rotas, la nariz destrozada y varias uñas arrancadas. Creían que había perdido varios dientes, pero el riesgo mayor era el daño posible a sus órganos internos. Mi padre, por su parte, tenía muchos cortes en la cabeza, ya que había salido despedido del coche, detrás del parabrisas, aterrizando ambos entre los yuyos filosos del campo. También se había lastimado una pierna. Recuerdo que pensé en la suerte del parabrisas, lo único que quedó intacto del accidente. María me aseguraba que no había nada que temer, que estaríamos muy bien los tres y yo quería creerle.
Unos días más tarde me soltaron las ataduras y me senté en la cama, pero como seguía desnuda, no podía levantarme. ¿Qué habría pasado con mi vestidito blanco de flores? Tenía una falda en dos capas, terminadas en ondas perfectas, como un tulipán, y era uno de los orgullos del talento de mi madre, que cosía como los dioses. Una mañana, apareció en la cama contigua a la mía una muchacha del pueblo, a la que tenían que operarle un pie. Ella hablaba un italiano más claro, y si bien yo nunca lo había estudiado, pudimos comunicarnos. Muchos años más tarde, en posteriores viajes a Italia, la gente me preguntaba dónde había aprendido a hablar su idioma y jamás supe qué responder. Quizá la clave esté en esos momentos de desesperación, en los que la mente se agudiza para aprender en un segundo lo que necesitamos transmitir. Mi única compañera de sala me ofreció su bata y sus pantuflas. Así ataviada me levanté después de varios días que jamás supe contar, y salí a buscar a mis padres. Desde que María me había hablado de ellos unos días antes, nadie había vuelto a mencionarlos. Me encontraron unos médicos al final de un pasillo, y se habrán apiadado de mis ruegos, porque un momento después llegué a una habitación doble en la que estaban ambos. Nuevamente, la sensación de “esto no me está pasando a mí” me asaltó el alma entera: eran una sucesión indescriptible de horrores, como sucede con las heridas sobre los golpes, varios días después de recibidas. Mamá no podía hablar, pero con sus dedos vendados se tocaba la boca. Papá me dijo llorando que creían que se había tragado los dientes, pero cuando le di unas gotas de agua embebiendo una gasa en un vaso a medio llenar, me di cuenta de que sus dientecitos pequeños estaban todos allí, pegados por una gruesa capa de sangre al labio superior. ¿Nadie se había tomado el trabajo de tocarla? Nos reímos de nuestra propia masacre familiar, y mamá hacía gestos para que no lo hiciéramos porque nueve costillas rotas no eran el mejor tórax para una risa. Ellos me miraban aturdidos pero no me decían nada. Hasta que se me ocurrió tocarme la cara y percatarme de la inflamación grosera que había hecho desaparecer mi ojo izquierdo. Corrí al baño y me miré al espejo. Lo siguiente que recuerdo es despertar en mi cama, vestida con un camisolín. Mi compañera de sala me contó que había perdido el conocimiento en la habitación donde estaban mis padres. De inmediato llevé la mano a la bola blanda y morada que se había instalado en mi cara y ella me sonrió con pena.
Esa tarde confluimos los tres en la sala de rayos. Mi padre y yo íbamos en sillas de ruedas, mientras que a mi madre la llevaban en camilla. Estábamos en el pasillo, esperando que nos atendieran, cuando mi madre miró lo miró con un gesto de reproche que jamás le había visto, y con gran dificultad le preguntó: “¿Por qué nos quisiste matar?” Él se puso a llorar en silencio y nadie dijo una palabra más.
Cuando mi tía Rosita, en cuya casa de Catania habíamos previsto terminar el viaje, se enteró del accidente, ya habían transcurrido más de dos semanas. Como era pleno verano, ella y Marcello, su marido siciliano, se habían ido unos días con mi primita Ellen a descansar a la casa de Aci Trezza, sobre el mar. En la década del setenta, una decisión semejante significaba quedar incomunicado. El vínculo de la hermana de mi padre con María era fluido, pero todo lo que la amiga de mi abuela sabía era que se habían ido unos días. Lo peor de todo fue que también ella se enteró de la noticia por el diario, y armó tremendo escándalo hasta que logró localizarnos. Su llegada a Mortara desencadenó una serie de acontecimientos impensados.
El jefe médico del hospital le dijo a mi tía que mamá estaba muy grave, debido al hundimiento de una de sus costillas rotas en el hígado. Por esa razón, no se la podía trasladar, hasta tanto mejorara su condición general y fuera sometida a una intervención quirúrgica apropiada. Adujo también que mi padre tenía un coágulo en la cabeza y que yo padecía conmoción cerebral debido a los golpes. El panorama nefasto habría descalabrado a cualquier persona, pero el temperamento de mi tía no se dejaba amedrentar por nadie. Los comentarios que hizo Rosita a mis padres ante una ocasional enfermera que los atendía, hizo que la mujer les confesara en voz baja que ella misma había visto las placas radiográficas y que mamá no tenía ningún aplastamiento ni hundimiento costal. La verdad era que querían retenernos ahí porque éramos extranjeros, sin cobertura médica italiana, y nos estaban esquilmando. Así que, transcurridos unos veinte días desde el choque, y puesto entre la espada y la pared, el jefe médico tuvo que redactar el informe final de los tres y dejar que mi tía firmara la hoja de responsabilidad correspondiente, por si nos moríamos en el viaje a Sicilia.
Ver el Duomo de Milano desde una ambulancia no es lo mejor, pero mamá dijo llorando que al menos estábamos vivos, y eso no era poco. Entramos al aeropuerto por una zona especial, de aeronaves privadas. Nunca había imaginado que iba a volar en un avión-ambulancia, pero aprendí que uno puede jugar carreras con la realidad, a ver si la imaginación es capaz de batirla. Esa vez la imaginación perdió. Pronto descubrí también que mucha gente lo único que tiene es la realidad, y se aferra a ella con perseverante miedo.
El departamento de los tíos era confortable porque para un arquitecto y una canceriana la pasión por la casa es siempre inmensa: ya entonces habían decidido cubrir las paredes con cuadros hasta el techo: dibujos, acuarelas, tintas y, aún, unos pocos óleos. Marcello pintaba muy bien y sus dibujos eran una buena parte de la colección que crecería a lo largo de los años, en proporción igual a los metros cuadrados de paredes que se sumarían en sus casas posteriores. El gusto de la tía se centraba en dos adicciones artísticas. Por un lado, empezó a surtirse de maravillosas cerámicas sicilianas de fondos blancos sobre los que estallaban sin pudor el colorido de flores llenas de luz y frutas jugosas. Por otro, y debido al hallazgo de una pintura religiosa del Quattrocento en un cuarto abandonado de una de las viejísimas casas que tenía la familia de Marcello, la tía se dejó cautivar por la figura de la virgen María, la Madonna, sola o en su rol de madre santa, hasta armar una colección digna de una muestra pública, que incluye íconos traídos de varios países de la Europa del este.
Todo el daño, el miedo y la angustia vividos en Mortara se evaporaron de pronto el día que entré a Taormina, convertida desde entonces y para siempre en mi llave al mundo de la maravilla. Emanada como un sueño de la montaña, el pueblo que supo de suspiros y encantos desde que un grupo de prisioneros griegos escapados de Naxos la fundaran a mediados del siglo IV antes de Cristo, Tauromenion, que así se llamó en un principio, abrió en mi espíritu un cántaro de bellezas, y lejos de dejarme una imagen cristalizada de preciosidades, fue canal de descubrimientos a lo largo de mi vida. Lo que sucedió después, no había sucedido aún entonces, cuando la vi con inmensos ojos vírgenes y jugué a ser una actriz griega montada en sus coturnos, mientras les recitaba a mis padres y tíos el único pasaje de la Odisea que había aprendido a leer, acaso porque tantas veces me sintiera como Penélope cuando decía: “Jóvenes pretendientes míos, puesto que ha muerto el divino Ulises, aguardad, por mucho que deseéis esta boda conmigo, a que acabe este manto -no sea que se me pierdan inútilmente los hilos-, este sudario para el héroe Laertes, para cuando lo arrebate el destructor destino de la muerte de largos lamentos.”
Como ella, tejería yo ilusiones de día para destejerlas de noche y amanecer de ese modo, una y otra vez, con el deseo del amor intacto, esperanzada en retornos jamás ocurridos.
Pero nada de eso sabía a los trece años, al treparme como una ranita flaca por las tablas montadas sobre el escenario semicircular del anfiteatro griego, preparado para alguno de los tantos espectáculos de verano. El público se sentaba en las gradas gastadas y asistía a la doble fiesta del teatro y de la naturaleza magnánima, que se explaya como fondo de escenario: el Etna nevado, los pinos y los agaves gigantescos sobre las rocas de la ladera, las playas escondidas más abajo y el Mediterráneo dolorosamente índigo, fundiendo horizontes con el cielo. Comprendí que la emoción no sabe de fronteras de tiempo ni de espacio, y agradecí que los griegos y los romanos, los bizantinos y los árabes, y finalmente los normandos y los españoles hubieran estado allí antes que yo. No dudo de la pasión compartida entre todos por ese diminuto espacio en el que cabe cualquier sortilegio. Es que es imposible no querer dejar una impronta indeleble en algún lugar de Taormina, un “aquí también estuve yo”, como si de esa visita dependiera el ingreso al paraíso. Me gusta pensar que mi entramado de lágrimas y risas, vertidas casi por igual con el correr del tiempo sobre las balaustradas de sus miradores, son el signo que he dejado en ese nido siciliano de mar, cielo y tierra; un signo acaso visible para generaciones futuras, sensibles a la acumulación de estilos arquitectónicos tan diversos en armonía con la geografía escarpada y el clima propicio para el vuelo interior; un signo personal que logre dar un color más dorado a los muros de la Iglesia de San Agustín cuando el sol se va hundiendo, o un rocío más fresco a las Santa Ritas de rojo intenso trepando por las escalinatas contiguas a la Piazza IX Aprile.
Sicilia es una pieza del rompecabezas griego, y con cada nuevo sitio descubierto sentía que iba armando el juego de una antigüedad que en cierta forma me explica quién soy. El recuerdo de la primera Siracusa que vi es nuevamente un anfiteatro, y no en vano, porque desde mucho tiempo antes, las historias contadas en un escenario eran un modo de comprender al mundo de manera más precisa. La realidad acotada al ejemplo de una obra de teatro era el símbolo, la síntesis, la interpretación que me permitía asir el todo por partes, por géneros, con maquillaje y escenografía; un puerto seguro donde poder asistir a la tragedia de la vida y aterrorizarme por un rato, para luego salir de la ficción como por una puerta, un poco más segura, y con la esperanza de poder repetir esa entrada y salida cuantas veces quisiera, sin riesgo alguno.
A esta altura no sé si las idas semanales al teatro con Lita durante mi infancia fueron producto de la elección de mi madre o de un pedido mío. Hoy elijo seleccionar la segunda opción, como lo hacen mis hijas con decisiones que tomé por ellas cuando eran pequeñas y que, de tanto vivirlas como lo natural, en su juventud aseguran haber sido ellas quienes las tomaron. De uno u otro modo, a los cinco años, no había rechazo ni indiferencia, sino puro y profundo deleite en ir al teatro con mi abuela paterna. Nuestro ritual comenzaba inmediatamente después del almuerzo del sábado. Mamá me vestía de punta en blanco y papá ponía dinero en mi carterita de cuero. Montada en algún coche nuevo que papá había comprado, íbamos a buscar a Lita. La veo saliendo de su edificio como una diosa alta y blanca, con su peinado recogido y su tapado negro con cuello de zorro plateado. Al subir al auto, me daba un beso manchándome con rouge. “¡Ay, mirá vos, te manché!” decía guiñándome un ojo. Yo sonreía y ella esparcía ese resto rosado de lápiz labial por mis dos mejillas con cuidado, como si fuera colorete. Era nuestro primer secreto de maquillaje que nadie más compartía. Papá, al volante, no se daba cuenta de nada y eso hacía la travesura femenina mucho más deliciosa. Papá nos dejaba en la puerta del teatro y se iba. Empezaba entonces la gran fiesta. Asistíamos a la obra infantil que nos tocara ese día y a la salida íbamos a tomar el té a La Ideal, en la calle Esmeralda. Una vez, a Lita se le ocurrió contarle al mozo que su nieta cantaba. El hombre, que nos atendía siempre, le hizo saber esto a los músicos y no sé ya ni cómo, al rato estaba yo subida a la tarima, cantando la canción de Pinocho a voz en cuello, acompañada por una orquesta que se me hacía tan impresionante como una sinfónica, aunque, de seguro, no tendría más de cuatro o cinco intérpretes. Como no aparentaba más de cuatro años, debo haber impresionado a la concurrencia, que me aplaudió con efusión mientras mi abuela se jactaba, ante cuanta persona alcanzara a escucharla, de que yo era su única nieta. Desde ese día, y durante los años de la infancia dorada en la que el ritual de los sábados se mantuvo incólume, cada vez que poníamos un pie en La Ideal, los músicos dejaban de tocar la melodía que estuvieran ejecutando para regalarnos los primeros acordes de Pinocho. Llegado el momento de pagar la cuenta, Lita declinaba la factura levantando su mano ya enguantada y con gran orgullo le decía al mozo: “Me invita mi nieta”. Abría yo entonces mi carterita y pagaba con la plata que me había dado papá, sintiéndome una mujer adulta, capaz de proveerle una salida a mi abuela. Lita fue, sin duda, uno de los pilares de mi autoestima. Esa seguridad en mis capacidades fue dada por la confianza que se depositaba en mí desde una edad tan temprana. Pero como cada moneda tiene dos caras, también hubo un lado atroz en ese sentimiento acendrado de poder con todo en la vida, de ser capaz de hacer todo bien siempre.
Volviendo a Sicilia, Siracusa y su teatro no fueron entonces más que otro peldaño en la escalera mágica que conectaría para siempre el pasado con el futuro de mi pasión: la de crear historias. El viaje continuó cuando mamá dijo sentirse mejor. Eso ocurrió un domingo, en la casa de Aci Trezza. Era una casa muy antigua sobre el Mediterráneo, con una inmensa terraza y un muelle desde el cual podíamos zambullirnos. Marcello me enseñó cómo respirar mejor debajo del agua y ahí nomás, ante la desesperación de mi madre, mi tío político me tiró al mar y buceamos quizá a no más de un par de metros en busca de erizos frescos para el aperitivo. Nunca había estado antes “en el fondo del mar”, pero desde esa vez, no pude dejar de pensar que alguna vez habré sido pez, alga o sirena, tal fue la sensación de ritmo conocido, de sonido familiar y de colores cotidianos encontrados bajo la superficie del agua.
Los guantes reforzados de neoprene me quedaban grandes, pero eran necesarios para agarrar esas pelotas espinosas pegadas como ventosas a las rocas oscuras, y ponerlos en unas bolsas de red que habíamos llevado con ese fin. Unos segundos más tarde emergimos con el tesoro submarino. La madre de Marcello rápidamente se los llevó a la cocina, quejándose porque no eran de gran tamaño. Ese mediodía todos probamos los bichos extraños a nuestro paladar argentino, embebidos en una salsa de limón y especias. Estábamos invitados a pasar el día con la familia de Marcello a pleno: sus padres en discusión italiana permanente, sus tres hermanas menores y el novio de la mayor de ellas más todos nosotros. La hermana de Marcello me llevó al aljibe del jardín para que nos laváramos el pelo con agua de pozo. Después de la experiencia inicial de buceo, me dijo que el cabello sólo podría recuperar su suavidad si nos sometíamos al lavado con esa agua helada. Nunca olvidaré la sensación de congelamiento del cerebro cuando me hizo bajar la cabeza y me tiró el primer baldazo. Nos reímos haciendo peinados locos con la espuma del champú y por turnos sacamos el balde de madera cargado de agua para enjuagarnos. Queda una nostálgica foto de mi primita Ellen sentada en los peldaños de piedra con una flor de hibiscus roja en su mano de bebota.
Unos días más tarde volvimos a alquilar un coche y encaramos Italia de sur a norte, en sentido opuesto al plan original. Fue remar contra la corriente del sueño, porque ese estado original de felicidad que sentimos en Ginebra se había quebrado para siempre. Trepar por la Autostrada del Sole rumbo a Roma fue como acariciar un gato a contrapelo. La sensación iba a contramano de lo que naturalmente despertaban lugares maravillosos como un sitio de casas rodantes sobre el mar en plena Calabria. Allí pasamos un día y una noche. Fue tiempo suficiente para conocer a un italiano llamado Maurizio con el que soñé largo tiempo y para notar un cambio de ánimo en la relación de mis padres. Luego llegaron pueblos únicos como Positano, Amalfi y Praiano. La Costa Amalfitana en plena temporada de los años setenta era una atractiva mezcla de hippismo sofisticado, yates multimillonarios, ancianitas llenas de oro paseando su holgura del brazo de jóvenes amantes, macetas exultantes de geranios y los mejores helados y granitas del mundo. Pero mamá no podía caminar mucho con sus costillas rotas y una pérdida de peso excesiva para su diminuto tamaño, así que los paseos estuvieron acotados. Hubo también un paseo por Capri, del que no recuerdo nada, salvo por una foto en el famoso mirador, sin la cual podría jurar no haber estado allí en esa oportunidad.
Desde el accidente me aterraba ir en el auto y había encontrado un mantra que cantaba cuando papá encendía el motor: Let It Be, la canción de los Beatles. Sentía entonces que, si entonaba esa melodía salvadora, no volveríamos a chocar, no habría más tristeza con sólo entregarme a los brazos de Mother Mary, quizás esa Virgen de Luján a la que me habían consagrado al nacer. Dejarlo ser significaba para mí una entrega a una voluntad suprema que atajaría los golpes con tanta anticipación como para no enterarme siquiera de su existencia. El álbum había salido a la venta en abril y yo ya lo sabía íntegro de memoria, pero sólo Let It Be lograba apaciguar el miedo. El inminente final de la banda de Liverpool de alguna manera coincidía con el final de mi grupo familiar tal como había sido hasta nuestro paso por Mortara.
Nos despedimos de los tíos en Positano y no recuerdo en qué circunstancias llegamos a Roma. Sólo que al llegar al hotel mamá quiso ir al Vaticano de inmediato. Ver la Capilla Sixtina era uno de sus sueños, junto con La Piedad de Miguel Ángel. Entonces no había mampara de vidrio que separara al visitante de la luz emanada por el mármol de la escultura. Nadie había atacado la obra de Miguel Ángel aún y la imagen transmitía todo el dolor por la pérdida de ese hijo único. Mamá lloró desde su silla de ruedas y yo lloré en silencio, detrás de unos anteojos enormes que disimulaban el hematoma que aún persistía en mi pómulo izquierdo. ¿Qué lloraba entonces? Quizás el terror de haber estado a punto de perder a mi madre. Fue ésa la primera de muchas de sus muertes posibles, la que instaló la posibilidad de que alguna vez ocurriera. A veces se puede sufrir por miedo a que lo temido suceda, incluso más que cuando ocurre de verdad. Quizá porque la imaginación se sale siempre de las fronteras. Esa noche mamá tuvo mucha fiebre y el médico que vino a verla aconsejó que descansara. El esfuerzo del viaje había sido demasiado para sus fracturas. Había que regresar a casa de inmediato, pero el primer vuelo disponible a Buenos Aires no partía hasta un par de días después.
A la mañana siguiente, después de prometer que no me alejaría más de una cuadra del hotel donde nos alojábamos, mis padres me permitieron salir. Recuerdo el piso de damero negro y blanco en el lobby del Excelsior, igual al de la entrada de la casa de mi tía Chepi en Buenos Aires. Me detuve en esa sala bordeada de columnas de mármol sintiendo la adrenalina de estar a punto de salir sola por primera vez en una ciudad desconocida. En ese momento algo extraordinario me dejó sin aliento. Sofía Loren entró al hotel sola, con su andar desenfadado y finísimo, enfundada en una solera blanca que realzaba su figura exquisita. Quizá yo estuviera apostada justo entre la puerta y la recepción, pero para mí Sofía caminó a mi encuentro, sin otra razón que la de sonreírme con sus ojos de aceituna, tomarme el mentón con su mano y decirme: “Ciao, bella!” Allí me quedé, quietita, sin atinar a responder, cautivada por esa película propia, filmada para mí en pleno corazón romano. Ella siguió de largo y yo la seguí con la mirada. Era tan hermosa de frente como de espaldas, con su mata de pelo castaño rojizo, sus caderas cinceladas y sus piernas perfectas.
Salí a la Via Veneto, una especie de torre de Babel con calzada. Era la primera vez que caminaba sola en otro país y toda la gente que me rodeaba era de otra nacionalidad. El temor a perderme cedió ante otra sensación mucho más agradable que me acompañaría a lo largo de una vida de viajes: ser parte de un todo complejo e integrado por otros seres humanos, tan humanos como yo, aunque vistieran sari, llevaran turbantes, hablaran lenguas incomprensibles o tuvieran la piel macerada en ciruelas pasa. Crucé una calle sin darme cuenta y al rato me encontré en una plaza seca, rodeando una fuente de mármol en la que un Tritón, montado en una valva abierta y suspendida sobre cuatro delfines de inmensas bocas, toca un caracol, y el sonido que emite es un chorro de agua que cae sobre sus propios brazos y rebasa los bordes en una danza final sobre la piscina de aristas delicadas. Una preciosa plaza cualquiera para una jovencita de trece años, Piazza Barberini para el recuerdo imborrable de lo acontecido en unos instantes. Cuando bajé los ojos y miré a alrededor, las calles que confluían en la fuente se habían multiplicado. Las ciudades italianas son así: nunca una vía corre recta por ningún lado, aunque los italianos se empecinen en decir: “Sempre diritto!” cuando nos dan instrucciones para llegar a algún sitio. Jamás es derecho, y son tantas las posibilidades que es preferible no preguntar y perderse una y otra vez hasta encontrar el camino. Cuarenta años más tarde, el sistema de señalización de caminos de Italia sigue siendo un desastre. Los italianos protestan, pero nada cambia. Y quizá eso sea lo interesante ya que, siempre hay cómo contarle a la gente que está esperándote por primera vez cómo lograste llegar a destino. Salir de casa en auto es siempre una aventura en ese país de pasiones fuertes.
Aún no sabía nada de esto cuando entré a la plaza. Sólo vi la fuente y para mí no había otro acceso a ese lugar lleno de sol y de agua saltarina que el que me llevó hasta allí, pero la cuando quise regresar, la plaza era el centro de un sol del cual partían como rayos no menos de siete calles, bordeadas todas por edificios parecidos. Cualquiera podía ser la correcta. Un lustroso Mercedes Benz se detuvo a mi lado con una señora al volante tan glamorosa como Sofía Loren. Me preguntó en un inglés con fuerte acento italiano si estaba perdida. Le dije que me hospedaba en el Hotel Excelsior y con una gran sonrisa me dijo que era muy cerca y me ofreció llevarme. Se trataba de una señora bien educada, a bordo de un coche que yo conocía porque papá había tenido más de uno así. Además había sol y estaba en una ciudad donde todo era maravilloso, así que le di las gracias y subí al coche. La señora era muy amable y lamentó profundamente el accidente que habíamos sufrido y el estado de salud de mi mamá. Más aún lamentó que yo fuera a perder la oportunidad de ver su ciudad. Si yo tenía un rato libre, ella podía dar una vuelta por el Coliseo, por el Foro, por las Termas de Caracalla. No nos llevaría más de una hora y al menos podría recordar los lugares más significativos. Le dije que contaba con media hora porque mis padres se asustarían si demoraba más, y a ella no pareció importarle mi restricción de horarios. Me dijo que era un gusto ser mi compañera. Me ofreció unos caramelos de menta muy picantes y puso música. Pasamos frente a Piazza di Spagna con sus escalinatas al cielo y cuando le dije que Roma me parecía bellísima, ella posó su mano en mi pierna y me dijo que bellísima era yo. Algo hubo en su movimiento que me alertó de pronto. Algo desconocido y no deseado que lanzó un chorro de adrenalina en mi pecho como si el Tritón de la fuente me hubiese soplado su caracol en el oído con inusitada fuerza. Le pedí que detuviera el coche, abrí la puerta y salí corriendo sin saludarla. Impulsada por vaya a saber qué brújula interior en pocos minutos entré jadeando y empapada de sudor frío en el vestíbulo del hotel. Desde el ritmo pausado y burgués su interior, nadie notó mi arrebato, aunque detrás del calor incandescente de mis mejillas no podía creer que toda la concurrencia no se diera vuelta para mirarme y preguntarse de qué infierno procedía. El último aprendizaje que Roma me había reservado había sido el de que había mujeres que compartían su erotismo con mujeres. No era mi caso, y fueron varias las circunstancias en años posteriores que reafirmaron esa elección, captada ya en el preludio de mi adolescencia.