El patio

El patio es un lugar misterioso, aunque no haya en él nada de extraordinario y parezca que nada se escapa al primer vistazo. Más allá de la franqueza del día, de las baldosas rosadas y de las paredes descascaradas, más allá de los saltitos de los gorriones en los tapiales, es posible notar que las manchas de humedad guardan un silencio deliberado, y que los malvones de las macetas saben algo al respecto. Lo sentimos. Nunca lo dijimos, por no provocar que la tristeza chorreara de los ojos de mamá.

Por encima del tapial, nos llega la voz de mamá que conversa en la casa del fondo. Cada tarde, después del almuerzo, va a tomar un café con la vecina que vive al final del pasillo. Mientras charlan, la señora teje; mamá fuma un cigarrillo. Después vuelve y lava los platos. 

Marco y yo jugamos en el patio, buscando los sitios donde cae el sol a esta hora. Esta vez, la atracción es la montaña de arena en una esquina del patio, que nuestra imaginación transforma en castillo, en pista para autos de carrera, en túneles. Pero Marco se abusa de ser el hermano mayor y corrige todos mis aportes. No me deja abrir un túnel por ahí, ni pasar con un auto por allá. Pronto me aburro, y un instante después me distraigo con el paso de una hilera de hormigas, o de una nube que mancha el cielo perfectamente azul. Marco lo nota. Se sacude las manos llenas de arena, se las limpia contra los bolsillos del jean, y propone: 

—¿Querés ir a ver dónde está el calafate? 

—Vamos— le contesto levantando un hombro.

El calafate llegó el 12 de octubre, y con entusiasmo escolar lo llamamos Cristóbal. Con un vuelo bajo y atontado se metió por la puerta de la cocina y trató de encontrar una salida escaleras arriba. Papá lo persiguió con una caja de zapatos hasta que consiguió echársela encima, luego le hicimos unos agujeros a la caja para que el animalito pudiera respirar. Más tarde conseguimos que un vecino prestara una jaula; era demasiado pequeña, pero compraríamos una más grande.

En la jaulita colgada en el patio, el pájaro se lanzaba contra los barrotes todo el tiempo, pero nosotros encontrábamos interesante la nueva tarea de cambiarle el agua y  el recipiente de la comida. 

La noche siguiente, papá entró trayendo en una mano una jaula nueva, más grande, con el techo a dos aguas, pintado de rojo. En la otra mano traía una bolsa de dos kilos de alpiste. Un rato antes, el pájaro se había muerto de desesperación con un ala enganchada en los barrotes de alambre. 

El baldío de la esquina parece destinado a ser cementerio de todas nuestras mascotas. Mi hermano no recuerda muy bien el sitio. El terreno está cubierto por un pasto desparejo, duro y descolorido. 

—Me parece que era por acá… 

Busca entre las matas de yuyos mientras yo me impaciento. De pronto se agacha y dice: 

—Acá está.

Me arrodillo junto a él y comenzamos a remover la tierra con las uñas. Sacamos dos o tres puñados y ya está. En el hueco hay un manojo de plumas con un ojito cerrado. 

—Bueno, listo. Tapalo, vamos.  

Volvemos a la casa. Mamá nos sorprende y nos reta por haber salido a esa hora.  Según mamá, sólo las lagartijas salen a la hora de la siesta. 

—¿Dónde estaban? ¿Qué fueron a hacer? 

La explicación y las manos sucias de tierra provocan un nuevo reto que cae como un chubasco y nos deja perplejos. 

—Ustedes están locos, cómo se les ocurre, desenterrar un bicho muerto, se pueden agarrar una peste. 

Lo de la peste nos hace lavarnos las manos enseguida. Sin embargo, en el enojo de mamá parece flotar algo más grave, algo que no se nombra le entristece el rostro mientras se pone a hacer cosas de espaldas a la ventana que da al patio, donde las paredes comienzan a extender su sombra sobre la tarde. 

—Movete, haceme el favor, andá a buscar esa bolsa de alpiste que compró tu padre y llevaselá a la señora del fondo, que le dije que se la iba a mandar. 

La orden se dirige a mí, y la tarea es ineludible. Cruzo el patio en dirección al galpón. Comienza a hacer frío. Encuentro la bolsa sobre un estante. Antes de salir, no puedo evitar detenerme unos instantes a mirar la gran jaula sin estrenar. 

Al pasar junto a la arena, aplasto con la zapatilla la mitad de un castillo que aún está en pie. La arena está allí desde hace varios meses; cuando la trajeron mamá nos dijo que era para hacer otra habitación, porque pronto la casa nos iba a quedar chica. 

Golpeo en la puerta maciza de la casa del fondo. La puerta tiene una ventanita alargada por la que oigo unos pasos de pantuflas acercándose lentas.

—Ah, sos vos querido, ya te abro— dice la señora por la ventanita, y la llave hace un ruido. —Pasá, Daniel. Decile a tu mamá que muchas gracias.   

Me hace pasar a la cocina y dejar la bolsa sobre una mesada. 

—¿Ya están de vacaciones, eh? A tu mamá se la ve más animada. Debe ser por tenerlos en casa.  

Al hablar mira por la ventana hacia su patio, que está pegado al nuestro. Veo sobre una silla dos ovillos de lana color celeste y un tejido que parece recién interrumpido, pero ella no lo retoma. Distraídamente se apoya una mano sobre la panza y la acaricia. De pronto se da cuenta de que la estoy mirando y saca la mano.

—¿Querés una galletita?—  me ofrece las que están arriba de la mesa.

—No, gracias. Ya me voy.

 —Saludos a tu mamá. 

La puerta hace un ruido fuerte al cerrarse detrás de mí. Pienso que la vecina podrá continuar con lo que estaba haciendo.

Me detengo en la vereda porque veo el auto de papá que llega y estaciona. Baja, me saluda y me pregunta de dónde vengo. Yo le explico. Después le digo lo que estaba pensando: si la señora del fondo no querrá que le llevemos también esa arena que está en el patio, que no vamos a usar. Papá no me contesta y entramos.

Mamá empieza a preparar la cena. Está oscureciendo, y se cierran las persianas que dan al patio. Se enciende el televisor. Mamá no le cuenta a papá lo que hicimos a la tarde. Pronto el aire dentro de la casa se pone tibio y hay olor a comida. Mi hermano pone la mesa.

Biografía

Juliana Accoce nació en La Plata y es narradora, escritora y profesora de Letras. Inició su formación en el oficio con Leopoldo Brizuela, gracias a una beca de estímulo de la Fundación B. Houssay, renovada durante cuatro años consecutivos. Ha sido finalista de distintos premios literarios, entre ellos el 1° Premio Edenor de Cuentos Infantiles de Suspenso, en 2005, con el cuento “El reloj”, publicado en la antología Cuentos sin respiro, y el 5° Concurso de Narrativa Breve Eduardo Mallea, en 2019, por su cuento “Vida apócrifa de San Ildeberto”. Su cuento “Shibori” ha sido incluido en la antología del 1° Concurso de Narrativa de Fundación La Balandra, en 2020.
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