Pocho apareció en la víspera de nuestras vacaciones, cuando todos en la casa estaban atareados. Había bolsos por doquier, reposeras, lonas, conservadora con víveres, alguna que otra frazada para el fresco veraniego de las sierras, ropas esparcidas, la mesa todavía con los restos de la merienda y las mujeres de la casa tratando de apurar la preparación de la cena.
Cuando sonó el timbre, mi abuela fue a atender, presurosa, restregándose las manos en el delantal, imaginando algún evangelizador sectario al que despacharía rápidamente. Sólo nos esperaba a nosotros, que aquella noche íbamos a pernoctar en su casa para partir en caravana a la madrugada del día siguiente. Ya tenía preparadas las camas improvisadas: a mí me tocaba un catrecito angosto en el comedor, en el que mi niñez cabía perfectamente por aquellos años; mi papá y mi mamá iban a acomodarse en colchonetas sobre el piso. Mis tíos y primos, en diversas habitaciones o espacios acondicionados para pasar la noche. Abrió la puerta y se encontró con la cara radiante de Pocho, apenas iluminada en la vereda por la luz mortecina del atardecer, que la estrechó en un abrazo incómodo.
—¡Tía, tía querida!
Mi abuela respondió sin ganas a los brazos inesperados, debatiéndose entre decirle que no era un buen momento para visitas, u ofrecerle un mate rápido y tratar de despedirlo cuanto antes.
—¿Qué tal, m’hijo? Mirá, justo estamos viajando mañana, pero pasá, pasá…Está todo muy desordenado, con cuidado.
Pocho llegó hasta la cocina sorteando valijas y bultos, mientras explicaba que había venido hasta la ciudad a hacer algunos trámites y a comprar el regalo de cumpleaños para una de sus nenas, que se le había hecho tarde para tomar el último ómnibus hasta el pueblo y que no tenía dónde pasar la noche.
—Ay, Dios mío… —dijo mi abuela, en un hilo de voz, mientras veía cómo Pocho devoraba un pan con manteca y sostenía una taza humeante de mate cocido.
Los grandes iban y venían con objetos a cuestas, tratando de acomodar el equipaje sin olvidar nada, mientras los chicos andábamos de un lado a otro, con nuestra ansiedad infantil a cuestas, parando la oreja y haciendo preguntas relacionadas con el viaje. Nadie se detuvo más que a saludar de pasada al pariente lejano que venía del campo: casi nunca lo veían y la atención de todos estaba puesta en los preparativos.
—¡Pocho querido! ¿Cómo te va? ¿Qué hacés aquí? —dijo mi abuelo cuando lo vio. Venía desde el fondo cargando el portaequipaje metálico para colocar sobre el techo del auto.
Mi abuela se adelantó para explicarle que una de las hijas cumplía años y Pocho había venido hasta la ciudad a comprar el regalo, que se le había hecho tarde y que buscaba dónde parar.
—Ningún problema, Pocho —dijo mi abuelo. —Tenemos poco lugar, pero vos te podés acomodar en cualquier parte.
Mi abuela lo miró fijamente, con los labios apretados, procurando que se retractara, de algún modo, de semejante ofrecimiento. No sólo no había más camas, sino que ella ya estaba suficientemente nerviosa y atareada para lidiar con un huésped más.
—Gracias, tío, son unas horitas, se me fue el último ómnibus… Pero estoy contento igual, por suerte alcancé a comprarle el regalo a la Verito.
—Pero claro, hijo, faltaba más. ¿Y qué le compraste?
Pocho sacó la caja de la muñeca de su bolso, orgulloso y satisfecho, tratando de compartir su pequeña felicidad burguesa. Explicó que abría y cerraba los ojos, que tenía un mecanismo en la espalda que la hacía decir algunas palabras, que se le podía cambiar la ropa y los zapatos.
Mencionó que había recorrido varias jugueterías del centro hasta dar con la muñeca indicada, que le había costado unos buenos pesos, pero que valía la pena porque la chica iba a estar feliz. Qué bien, qué bien, murmuró mi abuelo, mientras les pasaba un trapo a los tirantes del portaequipaje, ya sin mirarlo.
Si no era mucha molestia, pidió Pocho, le vendría bien una ducha: había andado el día entero caminando y el calor en la ciudad era inaguantable.
Para hacerle un lugar hubo que reorganizar los turnos del baño y acortar los tiempos de permanencia. Todas las habitaciones estaban repletas de visitantes y de múltiples bártulos. Las mujeres, sobre todo, se quejaban de tener menos tiempo para lavarse el pelo. Mientras mi mamá me ayudaba a bañarme, resoplaba y decía: “Qué desubicado este tipo, aparecerse justo ahora.”
Cenamos unos sándwiches sencillos. Los chicos nos fuimos a acostar después de una breve sobremesa, un poco obligados por los adultos, que no nos concedieron ningún permiso antes de dormir. Ni siquiera pudimos ver la finalización del horario de protección al menor en la tele. Aunque lo intentamos, ni yo ni mis primas logramos unos minutos extra para jugar. Ellas anduvieron escapándose de las habitaciones, descalzas, tratando de llegar a mi catrecito y contrabandear alguna diversión. Las sentí murmurar y reír un rato en el living, hasta que alguna de mis tías las mandó a dormir con una reprimenda terminante.
Desde mi cama improvisada, hasta muy tarde seguí escuchando el movimiento de la casa que continuaba preparándose para el viaje. Mi tía con el marido y mis primas ocuparon el cuarto de mi tía soltera, que se las arregló en la habitación de mis abuelos. Tras varias vueltas, no lograban ubicar a Pocho en ningún lado, hasta que finalmente se le ofreció el sofá del living, de donde hubo que despejar algunos bultos para dejar espacio libre. Como no había sábanas suficientes, se recostó sobre la cuerina. Usó su pequeño bolso a modo de almohada. Desde el comedor donde estábamos, ya bien entrada la noche, se podía oír cuando Pocho se daba vueltas y se le quedaba la piel pegoteada al material plástico del sillón.
Seguro, durmió bastante incómodo.
Mucho antes de que amaneciera, todos estaban levantados, desayunando en la cocina, algunos de pie. Pocho esperaba en la puerta del baño para lavarse la cara, con su bolso en la mano. Mi abuelo, en medio de directivas varias, le dijo:
—Apurate, m ́hijo, te acercamos de pasada.
Me tomé sin ganas la leche que mi mamá me preparó, con la sensación de arena en los ojos. Mi papá me alzó y me acomodó en el asiento de atrás de nuestro auto, donde seguí durmiendo varias horas, hasta despertar, ya con el sol alto, en algún Automóvil Club del camino.
Nuestra estadía en las sierras duró el tiempo eterno del verano en la infancia, incluyendo la llegada de los Reyes, los días laxos, el mate a la orilla del río, los asados y las caminatas entre eucaliptos, quebrachos y mistoles, que lideraba mi abuelo. Alguna de esas tardes, con el rumor del agua de fondo, los adultos nombraban a Pocho.
—¿Y habrá llegado bien? —se preguntaban.
—Pobre, quedó al borde la ruta, todavía era de madrugada —comentaba alguien.
—Y estaba desvelado —agregaban otros.
A veces reían, reclamándole a mi abuelo no haber entrado por la senda vecinal para acercarlo un poco más a su casa, para que Pocho no tuviera que caminar tanto en la oscuridad. Él respondía que la gente del campo conoce perfectamente el terreno y que su sobrino estaba más que satisfecho por el breve hospedaje y el transporte de regreso que él le había facilitado, sobre todo, considerando los tiempos acotados que teníamos.
El viaje de vuelta de las vacaciones fue larguísimo —o, al menos, así lo percibí desde mi niñez, que se resistía a la idea de los tiempos escolares inminentes y sentía cada vez más lejos el murmullo del río, el olor de las montañas y los juegos con mis primos. Ya en la entrada de la ciudad, cada familia tomó su camino rumbo a su respectivo hogar.
Tras desarmar las valijas, mi abuela se puso a acomodar las habitaciones. En el living advirtió la presencia de la muñeca, sentada, levemente camuflada entre los almohadones del sillón. Se sobresaltó un poco, porque en el silencio de la casa, que todavía guardaba la ausencia quieta de las semanas anteriores, escuchó el sonido agudo y lúdico: “Hola, soy Mara, quiero ser tu amiga”. “¿Quieres jugar conmigo?”.
Mi abuelo, cada vez que resurgía el tema, decía que Pocho era un desagradecido por no haber vuelto nunca más de visita. Aunque estaba un tanto molesto, había decidido guardar la muñeca para devolvérsela algún día, resistiendo al pedido insistente de mis primas, que trataban de convencerlo para quedársela.
Varios años después, en un encuentro azaroso en la calle, Verito le contó a la familia que su papá había fallecido tras un accidente. Había caído en un zanjón a apenas un kilómetro de su casa una madrugada de verano; el golpe había tan sido grave que no resistió más que unas horas desde que lo internaron en el hospital. Llevaba consigo un bolso pequeño y la caja vacía de una muñeca. Algún testigo dijo que antes de la caída se había bajado de un auto y a los pocos segundos salió corriendo detrás para alcanzarlo, como si hubiera advertido algo repentinamente. Vero estaba convencida de que alguien lo había asaltado, lo raro era que no le habían robado el dinero que tenía en los bolsillos.
Para aquel entonces, cuando el encuentro con la hija de Pocho fue tema de la mesa familiar, ya todas habíamos crecido y casi ni recordábamos la muñeca sin caja que quedó en el sillón aquel verano. Nunca indagué entre mis primas si, en algún momento, alguna de ellas habría manipulado el bolso de Pocho. En aquella madrugada estábamos todas medio dormidas.
Yo apenas me había fijado en aquella muñeca reluciente, de vestido celeste con botoncitos de perlas, zapatillas blancas, cabello rubio y sedoso y ese aroma riquísimo a plástico nuevo de juguetería.