“Santiago se agarró la cabeza con las manos” ─escribió Santiago, y se agarró la cabeza, apoyando los codos en el escritorio. Tenía que entregar el minicuento semanal para el diario y todavía no se le había ocurrido nada.
“Todas las ideas ya están escritas, Santiago” ─tecleó. Escribir me ayuda a pensar, pensó. Hacía calor. Se sacó la remera y la tiró al suelo.
Hizo una lista. “Pasado, presente, futuro: indagados. Lugares: ciudad populosa (no decir “populosa”, puso entre paréntesis), bosque encantado (ni se te ocurra), lugar turístico, banco, ascensor, carretera, baño, nave espacial. Trillado. Conflictos parentales, pareja, amigos, trabajo, dinero. No queda nada por decir.
“Santiago estaba frustrado, cansado y con hambre” ─escribió. Sacó el celular del bolsillo y pidió una pizza napolitana. El cursor quedó flasheando en el monitor de la computadora junto a la “a” de “napolitana”. Le agregó el punto, como si tuviera importancia.
Cuando sonó el timbre se levantó de la butaca apoyando las manos en el escritorio, se miró la panza, (estoy pidiendo pizza demasiado seguido) y se dio cuenta de que no tenía puesta la remera. Con un quejido la levantó del piso y se la fue poniendo mientras caminaba.
Siempre que quedaba con la cara dentro de la ropa, aunque fuera por un segundo, le daba un poquitín de miedo. Quizás un vago recuerdo infantil. Hizo emerger la cabeza tirando de la tela, ya llegando a la puerta. Tanteó la billetera en el bolsillo.
Abrió, se miraron, y al repartidor se le borró la sonrisa.
Empujó violentamente la caja contra el pecho de Santiago. Él sintió a través del cartón el calor de la masa, el olor de la mozzarella gratinada.
El chico, mientras lanzaba un alarido de horror, giró y salió corriendo. Los gritos se oían cada vez más lejanos mientras corría escaleras abajo, en lugar de esperar el ascensor.
Santiago no se atrevió a moverse por un rato, no entendía; quedó ahí parado con la caja de pizza entre las manos. Pero sonrió. Ya tenía algo que contar.Hasta la semana que viene, queridos lectores.