El año del caballo

Horse is just like a human being.
He’s just gotta know his limits.
Once he finds that out he’s a happy camper.
“The Remedy Man” Sam Shepard

1.

Hay silencio. Los gritos y los golpes están en la cara, en el cuerpo de Kika. Mirarla es como abrir una ventana y presenciar una pelea callejera, con sus gestos y sus ruidos. Kika está acostada en mi cama. Lupe y Franco, en la cuna de Lupe. Kika duerme hace veinte horas. Yo me pasé la noche despierta, amamantando a los dos bebés, a la mía y al de ella. Ahora siento que los dos son míos. Tengo un rato para descansar pero prefiero mirarlos y pensar qué voy a hacer para ayudar a Kika. Por ahora soy la nodriza de leche de su hijo de dos meses y velo su sueño.

Pienso en qué hubiera pasado si yo no hubiera vuelto de vacaciones. Si no hubiera tenido ganas de verla un martes a las cinco de la tarde. Si me hubiera quedado una semana más en Mar del Sur. Sacudo la cabeza para espantar las imágenes. Tiene la cara hinchada, desmesurada en su cuerpo delgado, los ojos, ahora cerrados por el sueño, desaparecen en un marco sanguinolento que se expande y toma los pómulos y la nariz, la boca permanece semiabierta porque los labios están tan inflamados que van a explotar, en el pelo se le pegó la sangre que le salía de la nariz. ¿Cómo se describe lo monstruoso?

Fernando se llevó a los mellizos a lo de su mamá en Junín. Sé que no me estoy tomando un tiempo para mí, pero hay algo liberador en la idea de que se vayan. Yo me quedé con Lupe. Le pedí a Fernando que se fuera una semana, confiá en mí, yo voy a resolver esta situación con Kika, necesitamos estar solas. Fernando no está de acuerdo, cree que hay que hacer ya la denuncia. Pero yo sé que Kika necesita sobre todo descansar, antes de someterse a fotos y peritajes. Ya habrá tiempo para eso.

Preparo una taza de leche con miel. La entibio. Me da miedo que Kika duerma tanto. Le toco un hombro y la muevo con suavidad. Kika se despierta, se acomoda. Trata de abrir los ojos pero le duelen. La llevo al baño para que haga pis. Toma la leche. Mientras toma, llora, tose. Le limpio las lágrimas. Dice, ¿Franco? Le digo que está bien. Vos tenés que descansar. Vuelve a dormirse. No estuvo despierta ni quince minutos.

2.

– ¿Por qué no me avisaste antes, Elisa?

– Porque no tenía sentido. Y ella me lo prohibió.

– Mirá cómo está…

– Pará, Lisandro, necesito que me ayudes un poco cuando tu hermana se vaya sintiendo mejor. Y que mantengas a tus viejos al margen. Ya vamos a encontrar la manera.

– ¿Cómo hiciste con el bebé, Eli?

– Le di la teta. Lupe todavía toma, así que tengo leche.

– ¿Y tu marido y los nenes?

– Se fueron a Junín, a lo de mi suegra.

Lisandro está sentado en un sillón. Puso la cabeza entre las manos. Los dedos sobresalen de los mechones de pelo rubio. Kika y Lisandro son rubios de ojos verdes. Sus abuelos vinieron de algún país de Europa que ya no existe. Son altos, flacos, con cintura fina y brazos fuertes. Boca grande y ojos redondos. Uno no puede dejar de mirarlos.

Kika siempre me robó los novios. No a propósito, pero todos los que salían conmigo terminaban enamorándose de ella. No se daba cuenta, se hacía amiga y les rompía el corazón. Y yo me sentía un poco vengada.

Con Fernando tuve miedo, traté de que no la conociera enseguida. Pero cuando él la vio, me dijo, No quisiera despertarme al lado de esa chica. Y yo pensé que tenía razón, que Kika amanecía con unas ojeras terribles y de mal humor. Y durante mucho tiempo disfruté de que Fernando me levantara con caricias, besando mis ojos. Me sentía afortunada, mucho más hermosa que Kika.

3.

Kika se despierta a las cinco. Yo bañé a los bebés. Hay perfume en el comedor y un poco de vapor que viene del baño. Franco está en el cochecito y Lupe en la cuna, sentada. Juega con unos cubos de colores.

Kika sale de la pieza. Su remera está manchada por la leche de sus tetas. Camina despacio, arrastra los pies, los brazos le cuelgan largos y pesados. Mira la escena con ojos entrecerrados. Tratando de adivinar lo que ve. Yo no intervengo. Cuando descubre al bebé en el coche, sigue caminando hasta el baño. Entra y cierra la puerta. Me paro del otro lado y le digo que hay un toallón limpio en el armario y que me llame si me necesita.

Aprovecho para cambiar las sábanas y ventilar. Arriba de la cama le dejo una muda de ropa limpia. Algo de lo que pude meter en bolsas cuando me la llevé.

Salgo de la habitación sobresaltada porque escucho la puerta del baño. Está parada, se sostiene del marco, envuelta en el toallón. Me da la impresión de que está recién nacida. Voy a tener que cuidar a tres bebés. El pelo le chorrea en el piso. Ahora que está mojado es más largo. Entro al baño y agarro una toalla. Tira la cabeza para adelante y envuelvo el pelo en la toalla, como hago con Camila. El pelo de Kika sobresale del turbante.

Se sienta en un sillón. Llevo el cochecito al lado. Franco duerme.

– ¿Le compraste leche?

– No, le di teta.

Kika me mira. Nos sostenemos la mirada. Trato de ignorar el gesto que supongo detrás de los rasgos hinchados.

– ¿Sabe alguien?

– Tu hermano vino a verte un ratito. Necesitamos un cómplice para ocultarte, para que tus viejos no se enteren y Osvaldo no te encuentre.

Se lleva un dedo a la boca para comerse una uña y el dolor en los dientes no se lo permite.

– Podés quedarte acá. Tenemos una semana para arreglar todo esto. Andá a ponerte el pijama que te dejé preparado, que así te vas a enfriar.

Kika vuelve y se recuesta en el sillón. Junta las piernas y se hace un bollo. La tapo con una manta. A pesar del verano, es un día fresco y ella está frágil.

– Contame algo, Eli.

Pienso en qué contar. No se me ocurre nada. La urgencia del relato me paraliza. ¿Qué sería adecuado para esta situación?

– ¿Sabés que estoy leyendo otro de Mc Ewan?

– ¿Cuál?

Operación Dulce. Mucho oficio. Pero no se luce.

– Difícil escribir algo mejor que Expiación.

Kika estudió Química. Yo hice Letras a pesar de todo. Y parte de ese todo fue Kika diciéndome que para ella la literatura era un hobby. Nos pasábamos tardes durante la adolescencia escribiendo poemas y cartas de amor. Nos gustaba prestarnos los libros, llenarlos de marcas, señaladores y flores secas. Era un código secreto que solo nosotras compartíamos.

4.

– ¿De qué se trata Operación Dulce?

Kika pone a Franco en su pecho y lo mira mientras yo hablo.

– Una espía inglesa que recluta escritores. Se enamoró de uno, Tom, y no puede contarle quién es ella en realidad. Me pone nerviosa. Creo que Tom también le miente. Hay algunas escenas de sexo cuidado.

Nos reímos. En realidad, yo me río y ella lo intenta pero el dolor se lo impide, se toca la boca con la mano libre.

Empezamos a hablar de sexo después de los treinta. Hasta esa edad fuimos reservadas. Nos habíamos casado jóvenes. Yo a los veintitrés, ella a los veinticinco. Con alguna experiencia anterior poco notable. Yo quedé embarazada enseguida de los mellizos. Ella no tuvo hijos, aunque lo intentó desde el primer día, y se divorció cinco años después.

Cuando superó la separación, Kika no tenía ganas de acostarse con nadie. Me lo confesó cuando quise presentarle a un amigo de Fernando.

– Cinco años tratando de tener un hijo. El sexo para mí es una misión imposible. Martín era tan bueno, tan cuidadoso, pero te juro, Eli, nada, no me pasaba nada el último tiempo, era como estar con mi hermano.

Y yo traté de ahuyentar la imagen de Lisandro y Kika juntos, tan hermosos.

Sigo hablando de la novela y Kika bosteza. Me interrumpe.

– ¿Cómo te fue en la playa? Contame de ese loquero.

Mar del Sur. Ese loquero.

Carpa 34. Leen las predicciones del horóscopo chino. Cada uno dice el año de nacimiento y la dueña del libro otorga distintos ritmos según el animal que se describe. Si el buey es paciente, ella aletarga la lectura. Para el conejo es vivaz y dice que los conejos son felices por naturaleza. El conejo del grupo se pone contento. Quiero que cuente del tigre, pero lo saltea porque no hay tigres en la carpa 34.

5.

Lisandro llega a las diez de la noche. Me llama al celular porque dice que el timbre podría despertar a los bebés. Le abro. Sube los escalones de la entrada con saltitos cortos. Hace esos movimientos forzados para que no se le note lo del pie.

– Tomá, guardalo en la heladera, es un tiramisú. Hubiera traído vino, pero ustedes están alimentando a los bebés.

Le avergüenza decir amamantando.

– Disculpá, Lisandro, pero Kika se fue a dormir. Hoy estuvo toda la tarde despierta y le dio la teta a Franco. Pero a las ocho no daba más. Le hice una sopa de vitina y se planchó.

– ¿Sabía que yo venía?

– Sí, te dejó un beso.

– ¿Los golpes?

– Tiene la cara más deshinchada pero es un horror.

Le hago una seña a Lisandro que me sigue hasta la pieza. Espía a Kika desde la puerta, pero no ve nada porque yo no prendo la luz. Franco está dormido en el coche al lado de la cama.

Cierro la puerta despacio y volvemos al comedor. Se acerca a la cuna de Lupe y le acaricia la cabeza. Lupe juega con los chiches.

– ¿Te quedás igual? Nadie hace el tuco como yo.

6.

La primera media hora cuesta encontrar un tema de conversación. Lisandro y yo compartimos mucho cuando éramos chicos, pero los años de distancia nos volvieron desconocidos.

– Estás bronceada. ¿Dónde fuiste de vacaciones?

– A Mar del Sur.

– ¿Y eso dónde queda?

– Al sur de Miramar.

– ¿Y qué hay ahí?

Me río.

– Nada, es la nada misma. Tu hermana le dice “el loquero”.

– ¿Por?

– En realidad no es que no hay nada. Hay cosas raras, gente rara.

Ximena. La única casa de comidas de Mar del Sur. Entro y saludo a Eduardo. Daniel no está. Cuando giro, veo una foto suya enmarcada y me doy cuenta de que es un homenaje. Mientras espero el pedido (torrejas de arroz, croquetas de papa y tres milanesas), Eduardo le cuenta a una pareja acerca de Daniel. Sobre el final del relato, llora. Les dice que eligió ese decorado porque era lo que más lo representaba. Alrededor de la foto cuelgan cuatro camisas hawaianas envueltas en papel celofán. Recuerdo a Daniel sentado en las mesitas de la vereda, con la cadena de oro y los botones desprendidos. La última vez que lo vi, en enero del 2013, pensé que se iba a morir. La pareja consuela a Eduardo. El hombre paga la comida y le dice a Eduardo que se fije si tiene deuda en su cuenta. En Mar del Sur, las mujeres pocas veces manejan dinero.

7.

Lupe nos deja comer en paz, pero a eso de las doce se pone molesta. La saco de la cuna y me siento en el sillón. Vivo en la planta alta de un PH. Se accede por una escalera lateral que la independiza de la planta baja. El ambiente común es un comedor amplio que tiene espacio para la mesa redonda y un sillón de dos cuerpos que siempre está ocupado por revistas, juguetes y ropa. El tapizado, que usualmente no veo por la acumulación de cosas o por la costumbre, me avergüenza ante Lisandro. Está sucio como puede estarlo un sillón en el comedor de una casa en donde viven dos nenes y un bebé. La casa que dos docentes pueden pagar.

Le doy la teta mientras sigo hablando. Lisandro me mira a los ojos todo el tiempo con miedo de bajar la vista.

– ¿Cómo podés pegarle a una mujer que tiene un bebé chiquito? ¿Qué vamos a hacer con ese hijo de puta?

– Kika lo tiene que decidir. Supongo que denunciarlo.

Hablo despacito para que Lupe no se distraiga.

– ¿No dio señales de vida, el sorete?

– No, no sabe dónde está Kika. Él no estaba cuando yo la fui a buscar, si no me mataba a mí también.

Lupe se duerme enseguida.

– ¿No toma más?

– Ya había cenado un súper puré. Esta es la teta de la noche. Ahora duerme de un tirón. Es una santa.

Le pido a Lisandro que me ayude a mover la cuna a la habitación de los mellizos que es la que estoy usando. Le dejé a Kika la cama grande. Acuesto a Lupe y cierro la puerta.

– ¿Sabés qué? Lo del vino que no trajiste me tentó.

– ¿Podés?

– Un vaso de vino no hace nada. Lupe hasta mañana a la mañana no va a tomar teta.

– Puedo ir a ver si consigo.

– Vamos, te acompaño, a la vuelta hay un 24 horas.

8.

Caminamos juntos. Él me lleva una cabeza. Tiene puesto un jean flojo, alpargatas de diseño y una remera negra del tour de los Stones, Voodoo Lounge 94-95. Papo y los Ratones de teloneros. Mi pollera india se vuela con el viento y lo roza. Digo:

– Yo fui a River la noche que Juanse se cayó y se quebró.

– Los vi en San Pablo unas semanas antes.

Lo dice con vergüenza, como si hubiera algo de malo en haber tenido ese privilegio.

– Impresionante el show, no me lo voy a olvidar nunca, con los muñecos inflándose atrás del escenario.

Mi comentario lo relaja y hablamos del recital como si hubiera sido una experiencia compartida, la entrada de Mick Jagger en ascensor, subiendo del infierno mientras sonaba  “Sympathy For The Devil”, con esos instrumentos del voodoo que agitan las negras para convocar a los espíritus.

– Me quedó tan lejos eso, parece otra vida… Lo que daría ahora por ir a un buen recital. En fin, por lo menos me pude ir de vacaciones. ¿Vos vas a algún lado en el verano?

Lisandro hace un gesto triste con la boca.

– Buenos Aires tiene todo lo que necesito. Y además tengo que estar cerca por si surge algún trabajo.

Yo no pregunto para no ponerlo incómodo. Pero cuando alguien no tiene trabajo necesita explicarse. Es como si supiera que el otro está pensando, y de qué vivís.

Agrega:

– Trabajé un tiempo para Osvaldo. Hijo de puta.

Vuelve a meter los dedos entre los mechones rubios y se alisa el pelo para atrás. Lo hace con bronca, para revertir algo que se le va de las manos.

– Bah, no para él. El sorete me había conseguido trabajo como corredor de un laboratorio. Pero terminó todo mal.

Quiero preguntarle qué es lo que terminó mal. Lo miro. Es un chico viejo.

– ¿Qué hace un corredor de laboratorio?

– Es el che pibe entre las farmacias y los laboratorios. Pero viste que en ese ámbito se mueve mucha plata, así que para mí estaba re bien. Hasta que un día faltaron algunos productos, qué sé yo, mejor ni profundizar.

9.

Kika conoció a Osvaldo en una fiesta de fin de año. Ella había ido con una chica del gimnasio. Invitaban amigos que podían llevar amigos. La condición era aportar una bebida a los barriles con hielo.

– Nunca había estado en una fiesta así- me contó Kika.

A eso de las cinco, quedaban pocos. Ella había estado charlando con Osvaldo. Era más bajo que Kika. A la madrugada mantenía el mismo aspecto impecable. No había tomado hasta que trajeron el ajenjo.

Kika recuerda haberse despertado al lado de Osvaldo. Y quedarse todo el día siguiente. A Osvaldo nunca se le fue el perfume.

El departamento de Osvaldo parecía un hotel lujoso. Cada cosa tenía su lugar pero no como lo tiene en una casa ordenada. El jabón era nuevo. En la heladera no había comida guardada. El arreglo floral del centro de mesa tenía pimpollos.

Entre las sábanas, Osvaldo acarició el abdomen de Kika.

– ¿Por qué no tenés hijos?

– Porque no puedo.

A la semana siguiente, le pidió que se mudara con él.

10.

El 24 horas está cerrado.

– Debe ser la hora 25, quedamos fuera del espacio-tiempo- lo dice serio.

Algo de la frescura de la infancia permanece en Lisandro. Recuerdo que me reía mucho más con él que con Kika. Un día, fuimos a comprar bombuchas al kiosco para armar una guerra de carnaval y pasamos por la puerta de una casa de sepelios. Lisandro se metió y yo lo seguí. Les dimos el pésame a los deudos y nos fuimos muertos de risa.

– Bueno, volvamos- me resigno.

Es una señal del universo de que estoy haciendo las cosas mal. Una ráfaga de viento me endurece los pezones.

– No, vamos a buscar la camioneta que yo sé dónde nos pueden vender.

Caminamos hasta mi casa. Siento que no me puedo oponer, que ya estoy metida en esto. Me abrocho la campera de jean.

Lisandro me agarra del brazo porque tambaleo en la vereda poceada. Sus dedos son fuertes.

– Qué flaca que estás, Eli. Para tener un bebé de ocho meses.

– Es el trabajo que me da.

Yo no me veo flaca. Pero sé que soy muy flaca y nunca lo niego para no quedar como una imbécil.

– No es lo mismo tener un bebé a los veinticinco que a los treintaicinco.

– Bueno, pero Kika y vos son hermosas. No se les nota la maternidad.

No, Kika es hermosa y sigue teniendo el abdomen chato. Yo solo soy flaca, si es que los demás me ven así. Se me nota la maternidad a la legua. Soy una vaca vieja. Un vaca flaca. En lugar de tener las tetas grandes, más amamanto, más se achican.

– En serio, mi mamá engordó un montón cuando nos tuvo a nosotros.

– Antes era distinto, nene. A las mujeres, la maternidad las volvía señoras.

Le dije, nene. Qué pelotuda.

Siento mi piel bajo la pollera, en las piernas, en los límites de la bombacha. No sé qué bombacha tengo puesta. Es piel suave pero empieza a envejecer. Trato de imaginar qué ve Lisandro cuando me mira. Me da ganas de ser joven. Tiene las manos bronceadas. Se come las uñas como Kika. Mueve los dedos. Pienso que me puse el perfume de Lupe, el de Johnson.

11.

La camioneta de Lisandro está estacionada frente a mi casa. Se acerca y me abre la puerta. Disimula su cortesía diciendo que tiene su maña, que después del choque, me lo dice como si yo supiera de qué habla, que después del choque cuesta abrirla.

Yo meto un pie adentro y dudo. Eso me hace perder el equilibrio. Lisandro se ríe. Es la primera vez que lo veo reírse en toda la noche.

– ¿De qué te reís?

– Sos torpe, Eli, casi te caés dos veces.

– El equilibrio está sobrevalorado. En Mar del Sur hasta tienen un bosque mágico dedicado al equilibrio.

El Bosque Energético. Clavo una ramita en la arena y le cruzo otra arriba. Quedan en equilibrio permanente. Y la de arriba gira. Ese es el truco. Lo que atrae a los turistas. Dicen que son los árboles, que trasmiten energía. Veo cómo la gente se abraza a los árboles. Yo también me abrazo, no pierdo nada con probar. 

– Esperame. Tengo que ver que esté todo en orden.

Lisandro asiente con la cabeza y un parpadeo largo. Ojos verdes. Grandes. Redondos. Se queda apoyado en la camioneta.

Entro a la casa tratando de no hacer ruidos.

Espío en la pieza donde duerme Lupe. Prefiero no abrir la puerta de Kika.

Asumo que duermen. Aunque podrían estar todos muertos y yo no me daría cuenta.

Abro una lata de té chino y saco un toco de billetes. Guardo algo en la cartera. Pongo la lata en su lugar y apago la luz de la cocina. Cierro la puerta con suavidad, amortiguando el golpecito con la mano libre.

12.

– ¿Dónde vamos?

– Un amigo tiene un reparto de bebidas en Chacarita.

– Ah.

Pienso que existe un mundo que convive con el mío y que desconozco. Gente que vende bebidas de manera clandestina, gente que las compra, fiestas a cuadras de mi casa en Villa Urquiza mientras yo hago los deberes con los mellizos. Tipos sin trabajo con camionetas que no pueden pagar. Asesinos de mujeres. Todo eso está ahí en mi nariz.

– ¿Sabés quién es, Eli? ¿Te acordás del Topo?

Por supuesto que me acuerdo del Topo. Cuando teníamos catorce años habíamos ido a una fiesta parroquial, Kika, Lisandro, el Topo y yo. Estaba llena de gente. Los padres nos dejaban ir tranquilos porque era una actividad organizada por los Jóvenes de la Acción Católica. En un pasillo apretujado me tocaron con un furor que me hizo trastabillar. Me di vuelta y no pude identificar al dueño de la mano. Pero el Topo estaba demasiado cerca.

– No, no me acuerdo. ¿El Topo?

– Diego Terssi, ¿no te suena?, uno que era amigo nuestro cuando éramos chicos. Bueno, de él es el reparto. Era un pibe tranqui, trabajaba en Ezeiza con no sé qué historia de los aviones. Se había casado con una azafata. Y en un vuelo, a ella le dio un ACV.

14.

Mientras suena Peter Gabriel transitamos en silencio. you could have a big dipper. A medida que nos alejamos de casa se acentúa en mí la idea de que estoy haciendo una locura. why don’t you call my name. Cada vez me siento más ridícula, fuera de lugar. cos i will be your honey bee. Las circunstancias me forzaron, pienso. put your mind at rest. Pero yo sé que no.

En el verano del noventa, Kika y yo teníamos dieciséis. Habíamos ido juntas a Pinamar con mi familia. Salimos y conocimos a dos pibes. Uno se llamaba Alejandro (el de Kika), el mío no me acuerdo. Terminamos en un bosquecito a los besos. Habían sido solo unos besos pero yo no era ese tipo de chica. Y nadie me había obligado a ir. Lo relaté orgullosa durante un tiempo, hasta que empezó a avergonzarme mi pelotudez y lo enterré, no sin antes torturarme con unas secuencias horribles de posibles finales de la historia que nunca se dieron. Ahora me lo acordaba.

No hay boliches en Mar del Sur. Los chicos esperan el colectivo que los lleva a Miramar y vuelven en el primero de la mañana. La noche de Mar del Sur es de los preadolescentes (todos rubios, todos Franciscos o Bautistas o Mercedes o Trinidades). Se manejan en bicicletas alquiladas que abandonan en un playón durante el rato que toman helados, comen papas fritas y juegan a los fichines. A la una, hay un toque de queda acordado. Cada uno recupera su bicicleta y vuelven a sus casas.

Yo me acomodo varias veces la ropa y el pelo. Lisandro maneja en silencio. Un semáforo en rojo lo hace hablar.

– Elisa, ¿vos te acordás de cuando éramos chicos?

– Sí, bastante.

– Yo no me acuerdo mucho, pero hay algo…

Miro hacia sus pies aunque la oscuridad no me permite distinguir. Sigo moviendo los ojos para disimular esa primera mirada humillante. Veo ese caballo hace casi treinta años, veo a Lisandro tirado. También veo mi maldad.

El semáforo cambia a verde y Lisando acelera.

– Nada, algo de la piba esa que molestábamos.

Estoy segura de que Lisandro no me iba a preguntar eso.

– María del Carmen. La tonta del Carmen- respondo.

– Pobre. Tenía feo olor.

15.

El lugar a donde llegamos no está escondido ni mucho menos. Centro Cultural Libertad, un club de barrio con pista de patín y biblioteca. Pintado de colores, con banderines en la puerta. Hay tres chicas que fuman en la vereda. Se escucha música.

Lisandro se baja del auto y me abre la puerta. Ya que está, me da la mano para bajar.

– No te tropieces de nuevo, Eli.

– Es para conseguir un caballero que me dé la mano.

Nos miramos divertidos.

Entramos al club Libertad y caminamos hasta el fondo saludando a la pasada. Subimos una escalera y Lisandro golpea una puerta que tiene un poster de Ganesha.

Abre un tipo chiquito, con bigote a lo Dalí. Bombacha de campo y camiseta de Boca.

– Topo querido

– Charlie Brigante! How you doing?

– Ella es Elisa, Topo, amiga de Kika, ¿te acordás?

El Topo me mira. Se acerca. Lisandro le toca el hombro.

– Portate bien, Topito.

Yo no me muevo.

– Nos llevamos una cajita de Cabernet. Del bueno, loco, eh.

– Papi, vos sabés que yo no vendo porquería. ¿Lo vas a compartir con la dama?

Lisandro va a contestar pero la puerta se abre y entra un hombre.

– ¡Lisandrito!! ¿No me digas que tengo que sumar algo al paquete de Vicente López? Tengo todo embalado.

– Rober, ¿no ves que Lisandro está acompañado? Después hablamos.

– La entrega en Retiro ya está hecha, ¿algo más?

– Nada, Rober, te veo mañana.

Lisandro camina adelante con la caja de vinos. Yo lo sigo, mirando el piso. Tengo frío. Abre la camioneta y guarda la caja. Después entra. Yo me quedo parada esperando. Le toco la ventanilla. Se baja y golpea mi puerta.

– La puta madre.

Abre.

– Subí, Eli.

16.

Osvaldo es dueño de tres farmacias. Kika pasó a ser su mano derecha ni bien se conocieron. Manejaba a los empleados y supervisaba el inventario. A Osvaldo no se lo veía. Se reservaba el negocio con las droguerías y los laboratorios.

La tarde en que me enteré que estaba embarazada de Lupe, me había mareado en la calle. Kika me dijo que me fuera a la farmacia, que me tomaba la presión. Me quedé un rato ahí mientras la veía trabajar.

No me prestó demasiada atención, pero en un momento se acercó a donde yo estaba sentada.

– ¿No estarás embarazada, Elisa?

– Me muero, Kika, los mellizos están grandes, yo ya terminé con eso.

Sacó un Evatest de una vitrina y me lo dio.

– Hacelo.

– No sé qué hacés trabajando acá, Kika. Vos sos doctora en química.

– Estoy bien, Eli. Dejate de joder y hacete el test.

Los domingos a las seis de la tarde la playa se vacía. No más guitarras que tocan los Beatles ni voces que las acompañan en perfecto inglés. No más familias numerosas. No más labradores con identificación de huesito. Hora de ducharse para ir a misa de siete. Hora de caminar por las calles con sombrillas y heladeras, aunque sea un atardecer para aprovechar. Se repite un grafiti en las paredes viejas: No al aborto.

17.

Las botellas de Cabernet chocan entre sí. Lisandro maneja despacio, como si tuviera que empujar el auto. Me parece que no vamos a llegar nunca.

– Eli, estos tipos son tarados, ¿sabés? Tienen un poco de vino para vender y se la creen.

– ¿Y vos qué onda, Lisandro?

– Yo nada, los conozco, les hice algunos contactos, nada más.

Lisandro estaciona el auto en cualquier cuadra. Apaga el motor y baja la cabeza.

– ¿Qué te pasa?

Se me acerca en un solo movimiento y me besa. Pega el cuerpo contra el mío. Me aplasta contra el asiento. Mis tetas flacas se endurecen.

– Tengo unas copas de vino especiales, se las compró un cliente a mi abuelo en Dallas mientras oía los disparos que mataron a Kennedy- digo trastabillando la frase.

– Vamos.

Lisandro vuelve a su lugar pero antes de arrancar tantea sus bolsillos.

– No tengo la billetera.

– Se debe haber caído acá adentro.

Buscamos en el piso, en los buches. Yo tanteo debajo de mi asiento y saco un paquete de Marlboro y el cargador de un celular pero me parece que hay más cosas ahí. Me sacudo las manos.

– No está. Seguro la dejé apoyada sobre la mesa del Topo cuando agarré la caja. Tenemos que volver.

18.

– ¿Y si me dejás en casa, Lisandro?

– No, dale, acompañame.

La vereda del centro cultural ya no está iluminada. ¿Tanto tiempo pasó? Cuando nos fuimos, todo parecía vibrar ahí. Unas vueltas y unos besos después, no hay ni una luz prendida.

– Acá no hay nadie, vamos.

– Pará, tengo llave.

Frunzo el ceño y achino los ojos.

– Quedate acá, Eli, ya vuelvo.

Cinco minutos y Lisandro está de nuevo en la camioneta. Lo miro para que me diga.

– No estaba. Se la debe haber llevado el Topo.

– ¿No se te habrá caído en la calle?

– Qué sé yo, Eli.

El gesto de meter los dedos entre los mechones se repite. Los problemas se le pegan a este pibe en el pelo, pienso. Soy yo la que se acerca ahora. Soy yo la que mete las manos por debajo de su remera. Somos diez años más jóvenes que cuando salimos a comprar el vino.

– No soy pelotuda, Lisandro, ¿me vas a decir que hacés con esos tipos?

– ¿Para qué querés saber, Eli?

– Me decís que no tenés trabajo, que terminó todo mal con Osvaldo, andás en una camioneta zarpada y este desagradable del Topo te dice Carlitos Brigante.

– Charlie, me dice. Y la camioneta no es mía, me la prestan.

– Qué suertudo.

– Hay gente que no tiene tu vida perfecta, Eli.

Me aliso la pollera como si pudiera acomodar algo.

19.

Kika y los bebés siguen durmiendo como si nada hubiera pasado. Eso me hace sentir un poco menos culpable. Le saco peso a las cosas, me fui un rato y volví. Soy la misma persona. Estamos todos a salvo.

Saco dos copas, mientras Lisandro abre el vino.

Las lavo porque hace mucho que no se usan y una se me resbala y se parte. Veo los vidrios en la pileta y un corte chiquito en mi dedo. Lisandro se acerca y se pega a mí.

– ¿Te lastimaste con la copa de Kennedy?

Me da un beso en la mejilla.

– Me parece que yo no voy a tomar- le digo y me aparto.

Me sirvo agua en la taza de pokemon de Manuel.

Lisandro baja la cabeza para chequear el teléfono, luego me mira por entre los mechones que insisten en estorbar.

– Tengo cinco llamadas perdidas de Osvaldo.

– No le contestes.

– La debe haber estado llamando a Kika.

– El celular de Kika quedó en el departamento de él, ya lo debe haber encontrado.

– ¿Vos pensás que mi hermana va a querer denunciarlo?

 – No sé, le tiene terror.

– Yo te tenía miedo a vos, Eli. No sé por qué.

En Mar del Sur nunca me sentí segura, la primera vez que fui con Fernando, la marea subió con fiereza en una zona de acantilados donde habíamos pasado la tarde y tuvimos que levantar todo y caminar entre las olas y las piedras hasta llegar a la escalera rocosa que habíamos usado para bajar. Todavía no tenía a los mellizos. Hacía poco había ocurrido un asesinato resonante, de sesgo mafioso, pero nadie hablaba de eso y no podíamos darnos cuenta de si el muerto, un tal Rubi, formaba parte de una trama turbia o no. También estaba el temita de los nazis y el hotel Boulevard Atlántico. Y los vampiros. Solo faltaba que el Opus Dei construyera su casa de retiros para completar el panorama, cosa que iba a ocurrir unos años después cuando un tal Neuss donara un terreno majestuoso cerca de la Virgen de la Rocas Negras.

20.

El día antes de que me hicieran la cesárea de Lupe, Kika me visitó. Yo estaba en reposo. Charlamos un rato y cuando Fernando se fue a buscar a los mellizos al colegio, me dijo, Eli, estoy embarazada.

– Pero no era que… ¿Estás contenta?

– No, Osvaldo no quiere hijos.

– ¿Y ya le dijiste?

– Sí, se lo dije. Lo voy a tener igual. Estoy de tres meses.

Kika se pasó la mano por los brazos como si quisiera borrar algo. Tenía puesta una polera que solo le dejaba la cara y las manos a la vista. Dos uñas estaban rotas.

Cuando Franco nació, fui al hospital. Esa fue la única vez que me crucé con Osvaldo. Me dijo que Kika estaba descansando y que no recibían visitas. Una semana más tarde, Kika me invitó a tomar el té a lo de su mamá para conocer al bebé. Le llevé una mantita para Franco y un libro para ella. Sin abrirlo, se lo dio a su mamá y le pidió que lo dejara en la biblioteca del que había sido su cuarto.

– No me lo puedo llevar, Eli. A Osvaldo no le gusta que haya libros en su casa, dice que juntan tierra. Igualmente, no podría leer con un bebé recién nacido.

21.

– Eli, ese lugar, Mar del Sur, ¿te parece que sería una opción tranquila para Kika, para que se escondiera un tiempo? Yo podría quedarme con ella. De hecho, si Osvaldo me encuentra en Buenos Aires, hoy, mañana, cosa que va a pasar, la va a encontrar a ella. Sería mejor que desapareciéramos los dos. Yo le puedo dejar mi camioneta al Topo y él me conseguiría un auto que Osvaldo no pueda rastrear.

– Lisandro, ¿se te acaba de ocurrir todo esto ahora, mientras… mientras…? Dejalo ahí, mientras nada.

Lisandro deja la copa y se acerca a mí. Nuevamente evito su cuerpo. Me acaricia la mejilla.

– Hacés bien, Eli. Yo soy un tipo oscuro. Más vale tenernos lejos.

– ¿A vos y a quién más?

– Vos ya me dejaste solo una vez. Yo me acuerdo, Elisa.

Quiero irme de ahí y correr hasta caerme en la boca de las tortugas. Siempre pensé que solo yo iba a recordar ese episodio que me condenaba, yo tenía ocho y él cinco, y no contó nada. Nunca lo hablé en terapia, nunca lo confesé cuando iba al colegio católico. La maldad toma formas irreconocibles.

Le digo a Lisandro que es tarde, que se vaya y vuelva mañana a buscar a Kika, que yo voy a hablar con ella, que se le ocurrió una buena idea con eso de Mar de Sur.

22.

Cuando Lisandro llega a buscar a Kika, ya tenemos todo preparado. Acomodamos los bolsos en el baúl de un Mercedes viejo con olor a cigarrillo. Pienso en el Topo fumando ahí adentro con su chica azafata.

Kika se sube al auto en la parte de atrás. Tengo a Franco en los brazos y tardo un minuto más de lo deseable en pasárselo. Kika tira los brazos para que le entregue a su hijo.

– Ponete el cinturón, amiga.

Me mira y sonríe con malicia. Los gestos ya empiezan a definirse, no puedo engañarme.

Lisandro se me acerca y me abraza.

– Gracias por ayudarme esta vez, Eli.

Veo cómo rodea el auto con esos saltitos que pega. Es hermoso. Y oscuro.

En el vidrio de atrás, hay una calcomanía a medio arrancar de un caballo. Me pregunto si Lisandro tuvo tiempo de despegarla y se quedó a mitad de camino o si habrá venido así.

Mientras el auto se aleja, veo el caballo y a Lisandro que arranca con furia la imagen del vidrio, veo el campo al que me habían invitado a pasar el verano, veo al niño de cinco años que me pide que lo ayude a subir al caballo durante la siesta de los adultos, veo el banco que le alcanzo para que suba aunque nos prohibieron acercarnos al caballo, veo al niño arriba del caballo, veo cómo me ruega que lo ayude a bajar, que le da miedo, veo cómo le pego al caballo y cómo sale al galope, veo cómo el niño se cae, cómo el caballo lo pisa, veo el pie del niño destrozado por el caballo y al niño inconsciente, veo cómo me escondo sin pedir ayuda.

En seis horas con suerte, llegarán a Mar del Sur, son un hombre y una mujer rubios, con un bebé. Los van a recibir bien. Les recomendé que fueran los domingos a misa de siete y que Kika no manejara dinero.

Me meto en mi casa, donde Lupe todavía duerme. Y sé que para mí, tigre de madera, nunca, ningún lugar será seguro.

Biografía

Evangelina Caro Betelú (La Plata, 1974). Estudió Letras en la UNLP y fundó en 1999 el espacio Argos Cultural en La Plata. Allí da talleres de escritura y literatura. Publicó el libro de cuentos “La felicidad es un revólver caliente” en 2014 (Editorial Textos Intrusos). Varios de sus relatos han sido premiados y publicados en diversas antologías (Itaú Digital, Audiocuentos de la Nueva Narrativa Argentina, Cuentos Breves de la Universidad Nacional de Moreno, Relato Breve Osvaldo Soriano y Concurso Nacional Abelardo Castillo). En el 2022, lanzó el sello editorial Doradas Manzanas, donde se publicó su novela “Diagonal”.
Los que leyeron este relato, opinaron...

No hay ninguna opinión todavía. ¡Escribe una!