Ecosistema

 “Los humanos nunca deben olvidar que solo se nos ha asignado un lugar muy pequeño en la Tierra, que vivimos rodeados de la naturaleza que fácilmente puede recuperar todo lo que alguna vez le dio al hombre. 

No le cuesta absolutamente nada en su camino arrasarnos un día a todos de la faz de la Tierra o inundar las aguas del océano con su único aliento, solo para recordarle al hombre una vez más que no es tan todopoderoso como aún piensa ingenuamente” 

RAY BRADBURY

Desperté en medio de la noche, de la nada. Sobresaltado, totalmente transpirado y con una angustia inexplicable que me invadía. Me encontraba de vacaciones, en la naturaleza, a la orilla de aquel caudaloso, torrentoso, bellísimo y a la vez, terrorífico mundo acuático. 

Quizás porque me había dormido leyendo “Hombres, animales, enredaderas” de Silvina Ocampo, lectura que me atrapó hasta que el sueño y, quizás, el abotargamiento propio del buen vino malbec que había llevado, me vencieran. 

Me encontré, de golpe, en un mundo irreal, de enredaderas, flores dantescas y lianas que, como sogas, me envolvían hasta el ahogo. 

Quizá fue esta pesadilla o un ruido, un ruido diferente que prevaleció al clamor del río y del viento de aquella costa.  Atento el oído, me siento y atisbo por la malla tejida de las ventanitas de la carpa; nada, solo viento y el río. Definitivamente la lectura me había afectado en el sueño. Tranquilizándome, dije para mí mismo, –ya soy un tipo grande, dejáte de joder–, y me volví a acostar. Miré el reloj; único elemento de la civilización que había traído; y, recién eran las tres. Miro nuevamente la costa, todo estaba muy claro, la luna plena alumbraba como si fuera de día. Qué hermoso esto. Allá, en la ciudad, nunca lo podría haber contemplado, y con esta observación me fui quedando dormido. 

El sonido, ¿sería el mismo ruido?, pensé. Otra vez, más cerca y más intenso. Me concentro, es como que algo se arrastra, como que algo grande se mueve y con ello mueve toda la densa vegetación. 

–Nuevamente las enredaderas–, dije en primer momento, luego reflexiono, –es el viento–, y me tranquilizo. ¿Dónde está el que iba a sobrevivir viviendo de la naturaleza, de lo que ella provea para alimentarme? En un momento me percato que ya no sopla el viento, cuando salió la luna, hermosa luna, todo se calmó, hasta el caudaloso río parece más tranquilo. 

–¿Y ese ruido?– 

Decido quedarme lo más quieto posible, esperar a que amanezca. El ruido como que se generaliza, parece que toda la selva que me circunda se desplazara. La fronda se mueve y rodea la carpa, el campamento. Me animo a mirar por la ventanita de rejilla y; me parece o está sucediendo; el follaje, denso y verde, envuelve la mesa, los banquitos, la hamaca paraguaya como cuando se envuelven con papel film los fiambres. Lenta pero sin pausa, viene hacia la carpa. Como hipnotizado veo como todo va siendo envuelto en aquella maraña verde. Pienso o grito, ya no sé bien: –¡no es la enredadera de Ocampo, es el BORAMETZ o la MANDRAGORA!– 

¿De verdad existen, son reales o, todo sucede en mi imaginación? 

La carpa comienza a inclinarse hacia un lado, luego hacia el otro, como si la tironearan de un lado y otro, para desenclavarla. 

No puede ser cierto, tengo que despertar. 

El vino, ¿por qué tomé demás? Claro, la soledad y los recuerdos te habían traído a este desolado y hermoso lugar, en unas, mal llamadas, vacaciones. Es verdad, el desencuentro y la ruptura, la desilusión generada por el engaño., mejor dicho: lo que yo creí fue un engaño. Ahora, s ls distancia, lo veo con más claridad. Quizá no fue una traición, sino una nueva jugada de mis celos o de mi enfermizo carácter que no me permite la convivencia. Debo mejorar eso; mirá a lo que me llevó, o mejor dicho, a lo que me trajo. 

El sonido de la carpa desgajándose me vuelve a realidad. –Carajo, no es un sueño. 

–¿Qué pasa, qué es lo que está pasando conmigo?–, grito con todas mis fuerzas. 

No grito de miedo, grito enojado conmigo mismo: soy el único responsable de lo que está pasando. 

–Pensá, pensá–, me digo, mientras ya la base de la carpita no se sostiene. Si estos personajes son ciertos, también debe ser cierto como se los combatía, y mataba. 

–Pensá, pensá, para qué tanta lectura si no podés recordar lo que tenés que recordar. 

–Los espejos, digo, los espejos–. Ellos no podían ver reflejada su imagen pues allí morían. Tomo la mochila en la que tengo mis efectos personales, abro la carpa, hasta dónde puedo, y salto al exterior, a la noche misma. 

El espectáculo es dantesco. Prácticamente se estaba tragando la carpa. El movimiento producido por mi salida violenta hace que detenga su canibalismo insaciable, paroxismo de una garganta vegetal que todo lo devora. Me observa; siento que me observa; distingo, en ese remolino de verde y tierra, un ser, un ente, mezcla de animal, vegetal y, quizás, humano. Curiosamente, creo reconocer la forma de un gran cordero verde y marrón. Busco la cabeza o, dónde debería estar su cabeza. Allí deben estar sus ojos, allí debo enfocar el espejo para que se refleje en él y perezca, muera, que no sea yo una parte más del festín de aquel tragón imparable. 

Abro la mochila, busco entre mis cosas, tiro todo al suelo y, en ese momento, recuerdo la consigna de aquel viaje: ningún contacto con la civilización o ser civilizado y nada que tenga que ver con ella, entre otras cosas: ni peine ni espejo.        

Biografía

Jorge Horacio Móndolo reside en la ciudad de Concordia, Entre Rios. Es profesor de Historia y Latín aunque ya no ejerce y está en pleno disfrute de su jubileo. Se considera un entusiasta aprendiz de escritor de cuentos.
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