Del campo a la ciudad

Todavía, por la siesta, se escuchan algunos ruidos. Vienen desde el patio vecino. Atraviesan el tapial, se meten por debajo de la puerta o de las ventanas, se trepan por las paredes del cuarto y terminan por enroscarse en el hueco de su oído. Allí, poco a poco, se van aquietando hasta que no los escucha más. Pero ya le han quitado el sueño, entonces, invariablemente, empieza a recordar los días en que, un poco después del mediodía, la mujer que habitaba al fondo, detrás de la última puerta del pasillo, salía de su casa, en verdad un galpón con paredes de chapa y techo de molduras de cartón, y empezaba a desgranar una cotidiana retahíla de cantos y risa. Hablar de risa es un eufemismo, ya que se trataba más bien de un trance, coronado por una danza circular, vertiginosa, acompañada por exageradas contorsiones, como trasplantada desde el mítico fondo de la especie a la ciudad. Durante la mañana reinaba un silencio de sepulcro, con un vago aroma a quemazón y a catástrofe. No podía conciliar en su mente a la anciana menuda y de piel muy morena, de cabellos negros y vivaces ojos verdes, que pasaba por la acera o esperaba el ómnibus en una esquina del barrio, con aquella del baldío interno, atravesado por un estrepitoso batir de palmas y de gritos, pero oculto a los ojos del mundo. Su tía, con quien vivía durante el ciclo lectivo de la Universidad, le comentó una siesta en que comenzó a inquirir acerca de la mujer, que solo la  había cruzado ocasionalmente, pero que gracias a eso pudo enterarse que aquella mujer y su compañero eran oriundos de un pueblo del interior de Tucumán (Lules ), que habían llegado a la ciudad de Santa Fe en la década del 70, en el Estrella del Norte, detrás de un ofrecimiento de trabajo que nunca se concretó, que permanecieron varios días en la Estación Mitre hasta que los echaron y no les quedó más remedio que andar todo el día deambulando por la ciudad, pidiendo algún mendrugo para comer, y por la noche, durmiendo en algún recoveco. Sin embargo, golpeando puerta tras puerta, descubrieron que nadie salía a abrir en la del fondo del pasillo. El hombre, que por entonces conservaba cierta agilidad, pudo comprobar, trepando el destartalado tapial carcomido por la humedad que se alzaba a un costado del pasillo, que allí dentro solo había un terreno baldío abandonado. Fue así que resolvieron quedarse en el lugar y, sin titubear ni darle largas al asunto, la mujer se abocó a la tarea de gestionar la donación de una discreta carga de chapas y postes, de modo que una siesta de domingo, a la hora en que todos los comensales de las largas mesas bien puestas de la ciudad o del campo del litoral santafesino se hallan como sumergidos en otra dimensión temporal, epílogo de grandes fuentes de pasta casera o de un generoso costillar acompañado de achuras regados con una o varias botellas de vino, la pareja llegó en un flete y depositó la preciosa carga entre las malezas del abandonado terreno. Por entonces no se escuchaba nada acerca de tomas ni de intrusos, pero ellos se arriesgaron, y a los pocos días ya tenían clavada y plantada la modesta casilla con una letrina en el fondo. Pero de eso ya habían pasado algunos años; ella había conseguido un trabajo como empleada doméstica y él como sereno en una fábrica de caños de cemento. Sin embargo, quiso el azar que, al poco tiempo, una pila de tubos listos para ser cargados en un camión se desmoronara, empezaran aquellos a rodar sin control, y el siniestro lo sorprendiera al pobre hombre medio dormido y, entre la modorra y el desconcierto, no atinara a evitar que uno de los tubos lo arrollara y se depositara sobre sus piernas, lo que le quitó la movilidad de manera irreparable. Hasta allí el pormenorizado relato, por lo que ella no necesitó más para deducir que la vida de la pareja se había convertido en un verdadero infierno, urbano, pero infierno al fin. Malvivían de la exigua pensión por invalidez que, después de larguísimos y engorrosos trámites llevados a cabo por la mujer, le habían otorgado al hombre. Una mañana, la joven abrió los ojos, y después de espabilarse lo suficiente como para tomar conciencia de que era domingo, aguzó el oído y escuchó unos tímidos gorjeos, e inmediatamente comprendió que provenían del fondo del pasillo. Así es que la ganó la curiosidad, y sin meditarlo, decidió que había llegado el momento de subir al techo. Para evitar ser descubierta se sentó detrás del tanque de agua del techo de la casa. El olor penetrante a orina de gatos la devolvió por un momento a su ya bastante lejano mundo infantil, hecho de osadas travesuras y el ímpetu por descubrir, cuando los fines de semana iban con su madre a visitar a su tía, la única hermana soltera, por lo demás ex novicia, que conservaba intactos todos los rituales del convento, tales como rezar rigurosamente cada noche, previa colocación de un escapulario alrededor del cuello, mientras ella, con una vecina de su edad que la secundaba, trepaban el tapial del fondo de la casa, por entonces muy bajo, como todos los tapiales de entonces, y curioseaban todo lo que estuviera al alcance. Mientras aguardaba que alguno de los dos apareciera, y para matar el tiempo, corrió, con bastante dificultad, la tapa del tanque y se puso a observar adentro. No esperaba ver otra cosa que el círculo del agua, sin embargo, para su asombro, éste le devolvió un rostro similar al suyo pero desdibujado y sombrío. Inquieta por dicha visión, corrió la tapa lo más rápidamente que pudo, pero en el apuro la soltó antes de tiempo y, al calzarla en el borde, el cemento provocó un ruido sordo y contundente, similar al del día en que sellaron la lápida del nicho de su abuelo materno, fallecido poco tiempo antes. De inmediato pensó que su psicoanalista, de habérselo narrado, le habría dicho con el tono grave del que comunica una sentencia inapelable: “está claro que lo que quisiste hacer fue sepultar definitivamente tu infancia”. Sin meditar al respecto, volvió a su puesto anterior en busca de la luminosidad de la tarde. Un rumor la alertó: la aparición de la anciana en el marco de la puerta de la casilla la arrancó de sus elucubraciones. El paisaje que se abrió ante sus ojos la dejó perpleja. En el espacioso terreno, el que al fondo contaba con un árbol del Paraíso, reconoció a dos perros flacos que dormían junto a una pared de la casucha. La mujer miró distraídamente hacia el techo, seguramente intrigada por el estruendo ocasionado por la tapa del tanque al caer y luego, quizás para terminar de despabilarse, se puso a observar el patio, sembrado de objetos viejos e innumerable cantidad de botellas y basura. Como si hubiera sido iluminada por una idea brillante, entró de vuelta a la pieza y en seguida salió con una cuchilla de hoja ancha y reluciente. Enfiló a paso firme hacia el fondo, y cada vez que un rayo de sol bañaba el metal, éste se encendía con destellos intermitentes. Por un momento la perdió de vista, hasta que volvió a aparecer dentro de lo que parecía un gallinero. Se movía de un lado al otro como si lidiara con un rival invisible, hasta que los chillidos de un ave le dieron la pauta de que aquella acababa de ser sacrificada. La mujer reapareció, sofocada pero erguida y con gesto triunfante, y encaró el caminito flanqueado de yuyos con el animal en alto, tomado por las patas, el que exhibía en su cogote un boquete rojo que lucía bordes muy intensos, casi bordó y más abajo se iba aclarando hasta perderse definitivamente en el blanco plumaje. La mujer arrojó la gallina encima de un tablón apoyado sobre dos caballetes, y al caer sonó como un trapo mojado. Pero contra lo esperado, aquel montón de plumas empezó a sacudirse como si fuera tironeado por hilos invisibles, hasta que batió sus alas por última vez y sus patas, arqueadas, quedaron definitivamente rígidas e inmóviles. Ella procedió a sumergir repetidamente al animal en un tacho con agua hirviendo que tenía preparado y, a continuación, a desplumar el ave con inusitada velocidad, como siguiendo una rutina que conocía de memoria; luego abrió el bicho al medio, introdujo su mano en el hueco que había abierto y extrajo el puño cerrado. De inmediato, desparramó las entrañas sobre el tablón e, inclinada sobre ellas, inició una minuciosa tarea de observación de las mismas cual un arúspice. Las fue separando en pequeños montoncitos, luego tomó uno de ellos y comenzó a frotárselo con energía en las mejillas y en la frente. Después desapareció por un rato detrás de las chapas de cartón; dentro de la rústica vivienda, su voz sonaba como amortiguada y enmascarada, como proveniente de lejos, desde un túnel o de debajo de la tierra, pero pudo inferir que le hablaba a su compañero. Luego de unos breves minutos apareció empujando la silla de ruedas del hombre, la depositó en un ángulo soleado y procedió a subirle la parte baja del pantalón. De inmediato se dio a la tarea de friccionarle enérgicamente las pantorrillas con un ungüento de un color similar al que ella exhibía todavía en el rostro, aparentemente sanguinolento. A continuación, la mujer comenzó a dar saltitos cortos alrededor del hombre, los que iban describiendo un círculo. Poco a poco empezó a incrementar la velocidad y a entonar jadeando y en voz baja algo parecido a un mantra alternado con lo que parecía ser una invocación. Paulatinamente, rezo y danza fueron mermando su intensidad, hasta que la mujer se detuvo completamente junto al hombre, volvió a friccionar sus piernas un momento y luego se desplazó unos metros, tomó unas ramas que aparentaban ser hierbas silvestres secas, las encendió, y se abocó a la tarea de “ahumar” a su compañero desde la cabeza a los pies.

Escuchar que la llamaban fue como despertar de un largo sueño. Se incorporó de un salto, y, en el apuro, trastabilló debido al dolor en sus entumecidas pantorrillas. Sintió los peldaños de la mínima escalerita adosada a la pared como un trapecio blando y oscilante. Cerró los ojos para evitar el vértigo y, tanteando cada travesaño uno a uno, con la punta del pie, fue descendiendo lentamente.

A los pocos días terminaron las clases en la universidad y regresó a la casa paterna, la que se hallaba en un pueblo cercano. Sin embargo, cada siesta, no podía evitar evocar aquellas otras, sobrevoladas por cantos y estruendos inframundanos. Durante ese breve lapso, recibió un solo llamado de su tía y ésta le hizo saber que la pobre mujer había fallecido de modo imprevisto. Las vacaciones terminaron, como siempre, antes de lo deseado, y una tarde se encontró nuevamente cargando ropas y libros y esperando el bus que la trasladaría nuevamente desde el pueblo a la ciudad. Cuando llegó era casi de noche. Un cielo otoñal grisazulado lamía los techos de las casas y la copa de los árboles. Sus pasos retumbaban en una monótona e incesante cadena de ecos, como resuenan habitualmente los pasos de los peatones un domingo al atardecer. Se detuvo frente al largo pasillo. Le pareció, por primera vez, que tenía la apariencia de un túnel, una garganta sombría, con algún que otro destello, propio del acerado cielo prematuramente nocturno y como tendido hacia un mundo deshabitado y remoto. Como si una voluntad ajena a la suya obrara por su cuenta, se dejó llevar hasta el final. Cuando llegó a la puerta del departamento de su tía, dudó si entrar o seguir. Pero como impulsada por un mandato imperioso, siguió adelante. El rústico y desvencijado portón de madera no era otra cosa que un desparejo ensamblado de tablas. Golpeó y esperó, conteniendo el aliento. No obtuvo más respuesta que la de los acelerados latidos de su corazón. El hermético silencio le dio la pauta de que allí no había nadie. Esperó unos segundos más, luego de los cuales empujó con firmeza el portón. Alcanzó a notar que por entre los ladrillos del caminito que conducía a la vivienda habían crecido las malezas, y, al avanzar unos pasos, sus pies chocaron con algunos bordes quebrados y levantados. El absoluto silencio la aturdía por dentro y por fuera, y parecía querer estallar en sus alertados tímpanos. Cuando por fin alzó la vista, el último hálito de claridad le dio paso a un escenario sobrecogedor: lo que allí había habido en pie aparecía arrasado. Siguió avanzando con pasos titubeantes pero lo suficiente como para alcanzar a comprobar que lo poco que allí quedaba estaba reducido a cenizas y que hasta el único árbol había sido devastado por el fuego. Un poco más lejos, un objeto que emitía algunos destellos de metal parecía coronar aquel montículo infame. Unos escasos pasos más fueron suficientes para comprender que se trataba de la silla de ruedas del hombre. Estaba casi intacta, reluciente e íntegra.

La decisión de seguir ingresando al dantesco escenario se le impuso por sí sola. La noche, cumpliendo su implacable cronología, ya había transformado cada rincón en un tenebroso reducto. Un impulso ingobernable la compelía a asomarse para, al menos, comprobar si algo había quedado en pie dentro de la precaria casilla. Encendió la linterna de su celular y comenzó a recorrerla metro por metro y resquicio por resquicio; era evidente que el fuego había reducido a escombros el escaso mobiliario. Cuando ya estaba por abandonar el lugar, un casi inaudible murmullo la paralizó. Se quedó inmóvil e intentó agudizar la vista y el oído. Provenía de un rincón. Dio un paso titubeante y luego otro. Se trataba de un bulto el que, estaba segura, gemía y se movía.

Biografía

Cecilia Visciglio vive en Santa Fe y es profesora de Letras y de italiano. Luego de culminar su desempeño en la cátedra como docente, se abocó al dictado de seminarios sobre la Divina Commedia de Dante Alighieri, desde el año 2013 al 2019 ininterrumpidamente, a diversos grupos de posgraduados/as en Buenos Aires, Santa Fe y San Francisco (Cba). Ha sido, además, expositora en diversos foros vinculados a la Giornata della Lingua Italiana nel Mondo. Además de su profesión, la escritura tanto de narrativa como de poesía han sido una de sus vocaciones más transitadas. En 2023 publicó “Zona de Pasaje” por Editorial Brujas (Córdoba).
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