(fragmento de novela)
Armando… En este mundo… y en esta vida… me dejó sola. Si no hubiera sido por las chicas, mi vida hubiera sido un infierno. Mi hijo varón tiene sus asuntos y sus problemas. No le corresponde. Además, es tan frío y distante que, a menudo, ni sé lo que piensa o quiere. La comunicación con él es cada vez más difícil, pero mis nenas, mis hijas, se ofrecieron a acompañarme para aliviar mi dolor. Fui un tiempo a vivir con la más chica y su marido. Los primeros días desde la partida de Armando, los más difíciles. Es que ella me contiene, me consuela. Lástima que con su esposo no me llevo demasiado bien. No sé por qué. Ha pasado el tiempo y nunca pudimos construir una buena relación. A pesar de los constantes intentos de mi nena. No entiendo qué le hice. Parece siempre enojado conmigo. No le he hecho nada y me mira tan mal. Todo lo que digo y hago le cae pésimo. Y mi nena, pobrecita, se esfuerza tanto para que nos llevemos bien. Después de todo, es su «obligación» acompañarme en mi duelo. Como sea. La mayor se dedica a otra cosa. Está para otra cosa. Ella es tan inteligente, capaz de lograr lo que se propone. Por eso nunca le negamos nada. Es mi orgullo. Todos me felicitan por ella. Por ser su mamá. Llegará lejos con esa inteligencia. Y está muy ocupada. Por eso no voy con ella. Aunque está sola y sin compromiso, yo no quiero molestarla. Además, no tengo la misma conexión que con la más chica. Son tan diferentes. Su tía política, mi querida cuñadita, también trata a mis hijas de distinta manera. Siempre le simpatizó la mayor. Y ella nunca me hizo caso. La visitaba, a pesar de que yo le decía que no lo hiciera, porque su tía era mala, envidiosa, siempre en competencia conmigo. Es así que recibía hasta los regalos de ella. Y la defendía. Es que, además de inteligente, siempre hizo lo que quiso. En cambio, la menor, mi «compañera idolatrada», nunca, pero nunca me traicionaría. Para ella, la tía era lo que yo decía. Su imagen era lo que yo le yo le pintaba. Compartía, entonces, mis simpatías y antipatías. La verdad es que en toda su vida hizo lo que yo siempre quise hasta que se casó. A pesar de eso, seguí siendo siempre lo más importante para ella. ¿Será eso lo que le molesta a su marido? ¿El lugar que ocupo en la vida de mi hija? No lo comprendo.
***
Últimamente, Ángela no se sentía bien. Estaba constantemente preocupada por la salud de su madre y descuidando la suya.
—Madrina, te tenés que cuidar —le había dicho Sole, preocupada.
—Está bien. ¡No es para tanto!
—Es que tu mamá ya está grande. Ya tiene su vida hecha, sus recuerdos, sus alegrías y tristezas. ¡Vos no! Tenés que estar bien. Ocuparte de vos. Ir al médico. ¿Me lo prometés, madri? —dijo cariñosamente Soledad.
Ante esas sentidas palabras, Ángela se dio cuenta de que algo andaba mal. Ella, que se preocupaba por todos, no tenía a nadie que se diera cuenta de su malestar. Sólo Soledad. Ahora y para siempre Soledad. Y decidió consultar al médico, haciéndose los chequeos de rutina. Grande sería su sorpresa cuando le confirmaron que se sentía tan agotada porque… ¿sería posible?
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Viejos sabores. Aromas conocidos, propios de un tiempo que se fue. Se nos escapó de las manos sin siquiera saberlo. Tiempos en que todo parecía ser eterno. Tiempos en que, sin saberlo, compartiría los momentos más felices con vos… que ya no estás. Esos domingos a la mañana cuando aparecías en casa imprevistamente. Y yo siempre ocupada. La cocina. Los platos. La comida. La angustia de que no llegara el hijo… Y vos, que me consolabas y me decías que no me desesperara. Que tuviera paciencia. Que disfrutara de ese tiempo a solas con mi pareja. Que todo llega… Cambiabas de tema y te preparabas unos mates y reíamos juntos de tus bromas. Disfrutabas haciéndome renegar. Y yo que no me daba cuenta de que eso pasaría tan rápido como el mecer de las hojas en un día de viento. Mañanas de mate y masitas con anís. ¡Qué sabor! Para mí era nuevo y tan… tan… raro. A vos te encantaba. Y a mí me parecía… extraño. Desde el momento que lo sentía parecía invadir mi boca, mi rostro, mi cuerpo. Era la invasión a mis sentidos. Ahora lo comprendo. También ahora entiendo por qué me levanto a las cuatro de la mañana a hacerme un té con licor de anís: para reencontrarme con esa sensación… quedarme con ese sabor en la boca. Encuentro con esos momentos pasados y con vos. Ojalá hubiera podido decirte que tenías razón. Que el momento tan esperado había llegado. El hijo tan deseado… Te fuiste de este mundo sin pedir permiso y sin despedirte. Y se me desgarra el corazón pensando que no puedo hacer nada para volver en el tiempo y tenerte aquí conmigo, cuando la felicidad golpea a mi puerta con nombre de bebé… ¡Cómo te extraño… papá!
***
«Está vulnerable, muy vulnerable —le había dicho su médico—. Debe descansar y cuidarse», había enfatizado. Pensar en ella y en su bebé. Pero… le costaba tanto. Toda la vida pendiente de los demás, especialmente de su mamá. Estar allí para lo que Sarah necesitara. Consolándola si discutía con alguien. Siempre en el medio, intentando, con todas sus fuerzas, que fuera feliz. Muchos años velando por los otros. Así estaba… Tan agotada. La culpa… La culpa de pensar que quizá éste fuera su último cumpleaños. ¿Pero por qué pensaba así? Si no teníamos «la vida comprada», como decía su padre. Le estaba afectando mucho todo eso, pero es que no se daban cuenta o no lo querían ver. Trataba de ponerle fin a tal manipulación. De hacerse escuchar. Pero era inútil. Tantos años «domesticándola» con la culpa que terminaba haciendo lo que los demás querían. Esa costumbre de cargar mochilas ajenas…
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Como dice Haruki Murakami, «… Y una vez que la tormenta termine no recordarás cómo lo lograste, cómo sobreviviste. Ni siquiera estarás seguro si la tormenta ha terminado realmente. Pero una cosa sí es segura. Cuando salgas de esa tormenta no serás la misma persona que entró en ella. De eso se trata esta tormenta…». A veces siento que la tormenta no ha terminado realmente, porque me parece que vuelvo al mismo lugar… ¿Verdaderamente he cambiado después de pasar tantas inclemencias? Quizá los cambios son tan insignificantes que no los veo o percibo. No por eso dejan de ser importantes. ¿Dejar de sufrir? No. ¿Poner límite a la manipulación de los demás? Probablemente más de lo que imagino. ¿Comenzar a hacer lo que quiero? De a poco creo que sí. En un momento, ya hace bastante tiempo, reflexioné lo que desearía para mi vida, porque la encontraba vacía y sin sentido. Debía ser una buena hija sin sentir culpa por no ser una buena esposa y me sentía escindida entre esos dos roles en mi vida. Recién ahora he tomado conciencia de que sólo puedo hacerme responsable de mis emociones, de cómo me siento o me quiero sentir, pero lo de los otros es de ellos. Desde cómo encaran la vida, a los apegos que sienten por sus afectos y, en especial, por cada una de sus hijas. De eso no puedo ni debo hacerme cargo. Que lo que siente mi mamá por mí es diferente que por mi hermana es un hecho comprobable e inmanejable. ¿Normal? Sí. Me ha costado entenderlo. Es verdad. Pero a estas alturas creería que es más sano responsabilizarme por lo mío y dejar atrás tanto lo bueno como lo malo que he hecho. Si ser una buena hija significa cuidar al padre o madre tanto física como emocionalmente creo, sin miedo a equivocarme, que lo soy. Pero siempre tomé y tomo demasiada responsabilidad. Lo que está claro es que no debo sentir culpa por eso, porque he sido una buena esposa. Sólo que me hacían creer que no lo era. ¿En qué sentido? En el de «atender» al marido. ¿Eso es ser una buena esposa? ¿Según quién o quiénes? Pienso que dejé que, por mucho tiempo, otros decidieran eso por mí y mi esposo. ¿Mandatos culturales y sociales? ¿Creencias familiares? Todo junto. Aquello que indicaba lo que se podía y lo que no. Y yo que no tenía demasiado claro lo que quería. ¿Ser una buena esposa significa estar atado al otro? Es cierto que cuando estamos comprometidos no podemos hacer uso de nuestra plena libertad porque por algo elegimos estar con esa persona. Ser libre implica tomar decisiones y hacernos cargo de nuestras elecciones. Se resigna al decidir. Resignar es recibir algo a cambio. Es negociar. No es ceder, que es lo que he hecho con todos hasta el momento. Es que no me animaba a decir nada. Entonces cedía y cedía cada vez más espacios. Pero ahora es el tiempo de mirar hacia adelante y aceptar. Cuando acepto no pretendo cambiar a la otra persona ni permito que me cambien a mí. Esto supone respetarnos. Y como dice Dostoyevski: «Si quieres que otros te respeten, lo mejor es respetarte a ti mismo. Sólo así obligarás a los otros a respetarte». A propósito, creo que, hasta el momento, todos han abusado del lugar que tenían en mi vida y no me han respetado, pero no voy a cargar las culpas sólo en los otros, porque yo también lo permití no marcando límites. Ahora no estoy muy segura de hacerlo, pero dicen que el primer paso de todo cambio es darse cuenta. Tomar conciencia del error cometido para luego cambiar y no tropezar con la misma piedra. No digo que sea fácil. No creo que no vaya a costar… Me está costando. De a poco estoy diciendo que no… ¿Los otros se dan cuenta del cambio? ¿Lo perciben? No tiene que interesarme. Sólo yo tengo que ser consciente y respetarme. Tanto tiempo pendiente de los demás. De cuidar a los otros. Preocuparme por hacerlos felices. Y especialmente a mis dos amores: mi mamá y mi esposo. Como su ángel guardián. Es mi tiempo ahora. Llegó el momento de cuidarme. Para lograr ser mi mejor versión. Por y para mí. Tanto esperé por este sueño. Finalmente se hace realidad y sólo quiero dedicarme a cuidarlo. Mi bebé. Mi milagro…
De pronto sintió golpes en la puerta y la voz de su padre llamándola como siempre:
—¡Ángela! ¡Ángela! ¡Nena!
—¡Ya voy! ¡No te desesperes! ¡No puedo ir más rápido! ¡Esperá! —respondió casi con enojo.
Abrió la puerta y lo vio. Era la viva imagen de la felicidad. Siempre sonriente y haciendo bromas.
—¡Nena! ¿Qué pasa? ¡Saludáme con dos besos y un abrazo! ¡Mirá que si no lo hacés ahora después vas a extrañar dármelo cuando no esté más —decía entre risas socarronas.
—¡Ay, papá! ¡Mirá cómo sos! Claro que te saludo, pero no digas así —contestó Ángela, dándose cuenta de que su padre, más allá de la frecuente broma que hacía, no estaba bien últimamente—. ¡Dále, pasá!
Después de un fuerte abrazo padre-hija, Ángela comenzó a moverse despacio, con cuidado. No pensaba decirle a nadie antes de los tres meses; así le había aconsejado su médico, pues los demás, especialmente su familia, sólo le iban a sumar ansiedad a su estado y no era lo conveniente en esos momentos. Pero su padre, que la conocía muy bien, le preguntó:
—Nena, ¿todo está bien? ¿Por qué me parece que pasa algo? ¡No me asustes!
Ángela que no tenía el coraje ni las ganas de mentirle, le confesó, entre lágrimas:
—¡Estoy esperando un bebé!
—¡Nena! ¡Nena! ¡Qué notición! ¡Qué bueno! ¡Con lo que vos querías un hijo! ¡Un nietito!
Y lloraron juntos de emoción.
«¡Ángela! ¡Ángela! ¡Te quedaste dormida!», alcanzó a escuchar como un susurro.
Tenía los ojos llenos de lágrimas y una extraña sensación de que su papá había estado con ella, compartiendo su inmensa felicidad, aunque fuera desde otro lugar…
***