Miro la ventana. De mi cuarto, la ventana que da a la calleja oscura, tortuosa y hedionda y del otro lado de la calleja, dando la vuelta a la manzana de enfrente, la costa del mar y a la izquierda, no a un kilómetro, el puerto inhumano, averno de diablos que no soportan la tierra mucho tiempo, pero necesitan venir a cogerse a las putas cocainómanas e insensatas de las dos docenas de prostíbulos amparados por la ley que engorda en grasa y quema mielina con la marihuana del lejano Perú o la coca de la pintoresca Colombia o de la ignota Bolivia que vaya a saber cómo los rudimentarios marinos, tan monstruosos como los delirios psicóticos que los sabios medievales le adjudicaban a los océanos, consiguen traer a la orilla de la civilización y doblegar leyes y funcionarios en esa costra mugrienta y fangosa que es el puerto. Yo vivo a una cuadra de la costa, y el olor del mar intranquilo, y el chillido de las gaviotas hambrientas y el grito aterrado del temulento apuñalado en las madrugadas festivas de julio entran por mi ventana.
El piso oscuro de madera añosa que cruje con mis pasos pesados y el amarillento centenario de las paredes embalsan la luz sagrada que entra por la ventana y con ese tinte ocre o marrón, a veces rojizo, naranja, hasta violeta durante algún ocaso lento ubican todo lo que está y sucede dentro de mi habitación en el borde de lo real, rozando, dejándose penetrar en ocasiones por lo fantástico. Con esta luz sagrada que por la ventana que da al abismo inhumano entra yo pinto mis cuadros y todo mi ser huye escalando lianas de Sol al Cielo donde las atroces formas y rigores del infierno no tienen lugar.
Arandra está tendida en la cama, la mía, desnuda, dormida. Aprovecho el alba, este alba de julio, cuando el bullicio de los borrachos se apaga para capturar los brillos de su cuerpo acalorado. Mi cuadro está casi listo. Ella me contó la noche anterior que vino de la India con un marinero bengalí. En la India era princesa, acá prostituta. Me contó, como pudo, que realmente no sabe cuál de las dos vidas prefiere. Yo la hice dormir con algo del opio que me dio el energúmeno de la habitación de abajo.
Terminé ya. Creo que terminé, es mediodía y estoy cansado. Acomodo mi silla en un rincón oscuro de la habitación, enciendo un cigarro dominicano y veo como las volutas azules se enroscan sobre sí mismas, quién sabe si jugando. La observo. No debe tener veinte años. Siento como si un pensamiento estuviese detenido en mi interior, quizá una certeza a punto de hacerse evidente. Es tan perfecta, tal vez sí haya sido princesa quién sabe dónde; entonces ¿por qué abandonó su destino de ser semidivino para esclavizarse en un prostíbulo al otro lado de su mundo? ¿Tan semejantes pueden ser un principado y alquilar el propio cuerpo en un tugurio? Hubiese pensado que no. Sin embargo, como oí en alguna taberna del vecindario o alguna refinada mesa de café en el centro de la ciudad, los extremos coinciden. Escucho las gaviotas chillonas. Arandra despierta y en silencio se viste, y va escondiendo con trapos viejos su hermoso cuerpo satinado de sudor. Me cobra y se va. Apago el cigarro quemando una incertidumbre: soy también el puerto.