Te preguntás quién sería capaz de una cosa así el día de tu boda.
Lleva un moño dorado con dos lazos que caen a los costados. Acariciás con los ojos su forma curva. Descubrís aterrada que es hermosa ¿Cómo puede una jaula ser hermosa? Tus dedos la atraviesan y tocan el aire que rodea al canario. Él hace unos pasitos alejándose sobre la barra. Intentás no pensar en la analogía absurda entre el regalo y la boda.
Mirás a tu alrededor. Las mujeres charlan entre sí y saborean con sus manos los manteles, ya habrán notado la calidad del tafetán importado. Está la tía Cecilia, los brazos cruzados sobre las piernas, el cuello más estirado de lo normal, como si quisiera verlo todo desde arriba. Cuando le contaste sobre la boda te dijo “al fin, pensé que nunca ibas a logarlo”. Hay peonías y ramitas de olivo en el centro de las mesas. La cristalería tiene un filo dorado perfecto. La familia de Diego no escatimó en nada. Solo una mujer desagradecida no valoraría todo lo que la rodea. Solo una mujer que no sabe el verdadero valor de las cosas.
Estás frente a tu primer acto de voluntad de mujer casada; evitar pensamientos absurdos. El anillo en tu dedo tiene un borde filoso, como el de las copas.
Cuando te lo propuso, en silencio preferiste la playa, pero no lo dijiste. El mar es impredecible, irracional, y eso es algo que decidiste dejar atrás. De chica imaginaste muchas veces este momento; un vestido suelto y flores en la cabeza. Un ritual. Un tajo en la mano de él y otro en la tuya, hechos por el mismo cuchillo. Las manos agarradas, la sangre mezclándose.
El día es perfecto. En el cielo las garzas blancas brillan esbeltas, con sus patas negras estiradas. Su cuello curvo te recuerda a las señales de tránsito que viste en la ruta; camino sinuoso.
Tu madre no vendrá a la boda, por un lado es un alivio. Nunca sabés con que puede llegar a salir. La última vez que participó en un evento importante de tu vida fue en tu graduación. Nunca olvidaste su ropa de adolescente, ni su maquillaje temerario. No tenés foto del momento en que recibiste tu diploma. No hay un cuadro en la pared que lo recuerde.
Preferiste olvidar en donde se encontraba ella en ese instante en el que debería haber estado sacando una foto con lágrimas en los ojos, como la mayoría de las madres. Tampoco querés recordar en donde se encontraba uno de tus compañeros, el grandote, el que parecía mayor. Por algo tu papá se separó de ella. Agradecés no haber salido con su carácter. Sin embargo en un instante de compasión repentina por la generosidad que te rodea, pedís un celular prestado e intentas comunicarte. Sin señal. Intentás de nuevo. Sin señal. Rogás que no quede registro de esa llamada en su teléfono en donde sea que ella esté, en este momento en el que otra vez no está tomándote una foto.
Inspirás hondo, es el momento de cortar la torta. Los dos toman el cuchillo. Se quedan quietos y sonrientes para la foto. Entonces los ves; los enamorados en la cima de la torta. Él arrodillado frente a ella ofreciéndole algo, ella con las manos unidas en el pecho, diciendo que sí sin pensarlo. Sin siquiera dudarlo un segundo. Entonces casi podés escucharla reprocharte ¡¿Cómo podría pensarlo?! Tengo una cabeza de masa, en cambio vos… Agudizás la vista. La mirás a los ojos. Unos ojos opacos de pintura, la boca como una pequeña línea sellada. Estás a punto de contestarle pero Diego presiona su mano sobre tu mano en el cuchillo y cortan la primera porción. Él la ofrece en platitos de porcelana.
¿Pasa algo? Te susurra mientras espera que cortes otra porción ¿Cuántas te tomaste?
No, nada. Ninguna. Solo una. No tengo más. Contestás en fragmentos porque de esa manera aparecen las respuestas en tu cabeza.
Terminan de servir los mozos. Sonreís a cada uno de ellos y les agradecés por estar ahí inclinando levemente el cuerpo hacia delante. Saludás a algunos invitados mientras te preguntás quien habrá sido el del regalo. Buscás un indicio en todas las caras, algo malo, algo sospechoso, un gesto con suficiente crueldad.
Limpiás el cuchillo en el mantel blanco, de un lado de la hoja y luego del otro. Y otra vez. Disfrutás de esa sensación como de limpiar una espada. Empuñás el cuchillo y lo clavás en algo invisible. Girás la muñeca. Una y otra vez la punta del cuchillo se clava en el aire y girás la muñeca. Sonreís. Los invitados te observan con las copas en sus manos. Algunos miran al novio y hacen chistes sobre lo que podría llegar a hacer una esposa como vos si él no se comporta. Pensás que en realidad, él no te conoce. Que si te conociera ahora mismo estarían solos y desnudos en la orilla de alguna playa lejana.
Hubo un acuerdo, un detalle que defendiste a muerte: evitar la ceremonia del arroz. Ya sabés cómo tiran tus tías el arroz; como maldiciendo. Y el arroz siempre te pareció algo sagrado. Una semilla inocente.
Desde donde estás podés divisar un corral con caballos. Todo lo salvaje necesita un cerco, algo que lo sostenga. Algo así dijo tu padre ese verano que decidiste mudar tu colchón al techo. Era de noche y te encontró fumando. Necesitás alguien que te detenga, que te dome, dijo. Arrojó el colchón desde el techo y te encerró en la habitación con llave.
Un grupo de hombres le dan palmadas en los hombros a Diego. Hacen gestos agarrándose entre las piernas, se ríen. Se guiñan un ojo y giran a mirarte. Se tapan la boca cuando los vés. Deducís lo que están tramando. Lo que están adivinando como un hecho. Un hecho que sucederá por la noche, en el dormitorio elegido después que se vayan todos. Recordás que llevás una liga en una pierna. Lo imaginás arrodillado, sacándotela con los dientes.
Entonces hacen gestos como que muerden algo y lo sacuden. Parecen perros jugando con un churrasco invisible. Lo sacuden de un lado a otro mientras fruncen sus cejas. Son como animales. Decidís que vas a arrancarte la liga antes de que él pueda hacer lo que planeó y una sensación te asalta con la fuerza de un golpe: la sensación de que ya todo está calculado. De que no hay escapatoria. Como el canario en la jaula.
Te preguntás hasta donde, y si lo creado trasciende más allá de este día, del ritual estúpido de la liga, de la jaula. Esa idea te asusta y bebés de un sorbo una copa de champagne para hacerla correr. Pero sigue atorada como una espina en la garganta. La sensación te sigue golpeando. Te preguntás hasta donde llega todo esto. Necesitás preguntarle. Necesitás hacerlo ya antes de que todo empeore y cobre velocidad, una velocidad imposible. La misma velocidad que transmiten las fotos ordenadas en la vitrina de la casa de sus padres. El orden cronológico que acrecienta esa sensación escurridiza, como de arena.
A lo lejos en la laguna. Los juncos naranjas se clavan en la tarde y una garza planea sobre el agua. Su reflejo la duplica. Vuela hasta la orilla y se queda tiesa, con un pie levantado. La observás unos segundos en que todo parece quedarse quieto. Adivinás su estrategia, permanecer inmóvil durante horas, esperando que un pez se acerque lo suficiente como para clavarle su pico puntiagudo. Recordás que no hay tiempo que perder. Recordás que alguna vez dijiste que nunca te casarías.
Le hacés señas a Diego con los ojos, con las manos, como si algo se estuviera quemando. Repetís su nombre varias veces. Lo arrastrás unos metros entre la gente tomándolo del codo. Mirás hacia el bosque de pinos cruzando el alambrado. Detrás los cerros asoman. Hay una valle detrás de los pinos, desde ahí no serían tantos kilómetros a pie hasta la ruta.
-Decime que no sabías nada- Le apretás más el codo. Te acercás más porque creés que así va a entenderte.
-¿Qué decis Laura?-
Te ponés a llorar. El maquillaje empieza a correrse. Lo tomás de los hombros. Lo sacudís un poco.
-Decime que no sabías nada de todo esto, que no lo sabías todo.
-¿Me asustás sabes? ¿Por qué no me dijiste que no tenías más pastillas?
-Es que no lo ves Diego, no lo ves. Te tragás las lágrimas. Te juro que esto es terrible, que va a pasar algo terrible.
-No me hagas esto Laura por favor, no seas egoísta por un día en tu vida. Te lo dice apenas abriendo la boca y une las manos rogándote.
-Te estás pareciendo a tu vieja. Lanza antes de alejarse nuevamente y unirse al montón que festeja la llegada del pernil. Sentís como todo se acelera alrededor, sin tocarte.
La mujer que te prestó el celular, a quien fingiste recordar se te acerca nuevamente y te dice que tenés una llamada. La llamada es de un número desconocido, atendés. Escuchás la voz de ella, si, es ella. Algo se ilumina adentro con una claridad de refugio. Una sensación primitiva te invade: la necesitás. Te pregunta si te gustó el regalo. ¿Mamá? ¿Mamá fuiste vos? Se escucha un ruido neutro como el de un paquete de galletitas arrugándose. No hay señal. ¿Te gustó? ¿Mamá en dónde estás? Necesito hablar con vos por favor. La llamada se corta.
Apretás los puños y pronunciás lo que nunca te animaste a decir; sos una hija de puta. Una reverenda hija de puta. Pensás en una película que viste, en la cual un tornado arrasa con la boda. El velo parece un pájaro liberado y gris que queda enredado a kilómetros de distancia en un cactus y nunca se encuentra a la novia. Pensás que necesitas algo así. Algo terrible.
El olor de las flores se vuelve espeso. Las peonías prefieren el frío, el frio y la humedad. Empiezan a lanzar el aroma putrefacto de lo que sabe que va a morir pronto. Ese aroma mezclado con el tabaco de algunas tías es la combinación de un funeral. No hay diferencia.
El aroma te sofoca. Te sube por el cuerpo. Te dan ganas de vomitar sobre tu vestido blanco.
Tratás de localizar a Diego para explicarle mejor todo, pero está lejos bailando con una mujer. Ella tiene el pelo largo y lacio, lo mueve de un lado a otro, como en esas propagandas de shampoo. Intentás hacer memoria, pero no recordás su nombre. Él hace unos movimientos con la cadera que no sabías que podía hacer. Ella se pone su corbata en la boca. Un vapor caliente te sube adentro y se te escapa entre los dientes, pero te dura unos pocos segundos y te largás a reír. Aplaudís. Celebrás. Esos movimientos inéditos te parecen lo mejor de la fiesta, lo más original. Te imaginás sin tacos, corriendo descalza de una punta a la otra. Rodando entre las flores sin arrancar. Debajo de las garzas. Rodando con Diego debajo, adentro. Pero presentís que eso ya es imposible, que eso no va a pasar nunca.
Te sentís rodeada. Te preguntás por el canario; si quisiera buscar un lugar seguro ¿A dónde iría? Está en un círculo. No hay rincones en un círculo, por lo tanto no hay escondites. Alguien te dijo que las jaulas circulares están prohibidas hace años en algunos lugares del mundo. Pensás que tu madre debe estar ahí, en un lugar en donde las jaulas circulares están prohibidas. En un lugar en donde se puede subir los colchones al techo.
Hacés unos pasos hacia atrás. Sentís con claridad el aliento de los pinos que te lame la espalda. Una libertad fresca. Das otros pasos hacia atrás. Vas tomando velocidad hasta llegar al alambrado. Nadie parece registrarlo. Pasás una pierna después la otra. La cola del vestido se te enreda en un clavo que sale del poste y se rasga descubriéndote las piernas. Tirás hasta arrancarlo por completo. Diego te observa desde lejos. Se queda parado en medio del césped. Rogás que entienda, que te elija, que corra hacia vos, pero oprime una copa en la mano hasta cortarse. Ves la sangre desde lejos. Pero sabés que es demasiado tarde para un ritual, para unir sus manos para siempre.