La noche era serena y el cielo estaba cubierto de estrellas. Los campos pasaban raudamente, uno tras otro, mientras Bruno demoraba la vista sobre la línea marcada en la ruta. Hacía seis años que recorría esos cuatrocientos kilómetros de Rosario a Margarita.
Pasó por el pueblo sin detenerse y recorrió los quince kilómetros de tierra hasta el casco de la estancia.
Había luz en el galpón. ¿A esa hora?. Ya las tres de la madrugada. ¿Qué había pasado?
Detuvo la camioneta y vio salir al capataz del galpón, evidentemente alterado:
-¡Hola, Fermín!, ¿qué sucede?- exclamó
-Buenas, Don Bruno, la yegua no puede parir. El potrillo viene de nalgas y no puedo ubicar al veterinario a estas horas.
-No importa, Fermín, yo me ocupo…
Como un relámpago revivió la noche que había pasado en el sanatorio hacía tres años: -El niño viene de nalgas. Un parto difícil.
Se colocó los guantes que se adhirieron a sus dedos como si fueran sus propias manos y los untó con gel para recorrer el potrillo. Acarició a la yegua y le habló con tranquilidad, con mansedumbre. Sentía su sufrimiento en el cuerpo, como sintió en aquel momento el sufrimiento de ella.
Lo empujó hacia adentro, encontró las patas traseras, las cubrió con las manos mientras empezaba a extraerlo de su madre. Lo sacó al fin de un tirón, le dio una palmada para hacerlo respirar. Estaba húmedo.
Ayudó a la madre a desprenderse de los restos de la bolsa, mientras se aseguraba que no quedaran coágulos en su interior.
En los ojos oscuros y profundos de la yegua encontró su mirada, el atisbo de una sonrisa como disculpándose aún en el momento final y sintió de nuevo que lo invadía el terror de la pérdida.
Fermín, asombrado, lo vio llorar, arrodillado sobre el cuerpo tibio del potrillo. Se mantuvo en silencio, pensando que los hombres no hablan de esas cosas.
La tierra, la bendita tierra, con sus veranos de sequía y sus inviernos de inundaciones, con esas madrugadas manejando el tractor o subido a un caballo recorriendo potreros y bañados o persiguiendo guazunchos en el monte, había logrado despertar de nuevo su amor a la vida.
Depositó el potrillo al lado de la madre, que comenzó a enderezarse sobre sus aparentes débiles patas.
-Vamos, Fermín, es hora de descansar. Mañana nos espera la cosecha…