Agujero de gusano

La espesa neblina simulaba la noche en esa tarde de abril.

En la callecita del pueblo se recortaba la silueta baja y ancha de Luciana Gómez con su caminar bamboleante, con su ambladura hecha de piernas cortas y el cansancio de siempre. Regresaba, con la alegría pequeña de la vuelta al hogar.

Ese día había empezado como todos los otros de lunes a sábados, con el esfuerzo al levantarse y el trabajo constante pesando en sus articulaciones. Muy temprano por la mañana había salido a la calle con sus pasos acostumbrados a las diez cuadras que la llevaban a esa casa que limpiaba, una y otra vez, desde hacía treinta años.

Ahora, en el regreso, estaba pensando como siempre en su querido Eduardo, ese hijo al que solo le faltaba un paso para alcanzar su título universitario y por el que ella había trabajado a lo largo de los años. 

Se detuvo en la panadería de la esquina y compró esos bizcochitos con grasa que a él tanto le gustaban y que eran otra forma de recordarlo; entró a la casa, puso el agua a calentar, el paquete con lunares grasientos sobre la mesa, la taza de siempre y buscó las cómodas pantuflas viejas. Ante la humeante taza tuvo los pensamientos repetidos, los de aquella noche lejana con el hombre que recordaba una y otra vez y evocó a Eduardo con fuerza, con ese cariño inmensurable que daba razón a su vida.

 No tenía manera de saber que en ese preciso instante el tren se detenía  y él daba el primer paso sobre el andén.

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Un primer paso sobre el andén y de pronto, como solía ocurrirle a veces, casi como un conjuro, le llegaron los pensamientos de su madre y recordó la conversación de la noche anterior:

—  ¡Cómo estás, mamá?

—¡Eduardito querido!

Solo habían bastado esas dos palabras para denotar un cariño tan grande que no parecía real sino imaginado.

—  Había pensado viajar mañana para verte, mamá, pero he decidido quedarme unos días más y estudiar mucho ya que solo me falta rendir la última materia y entonces… ¡llegaré con el título bajo el brazo como decís siempre!

No había podido evitar reír al decir esto y la mentira había surgido así: blanca y consoladora con el propósito de aumentar la sorpresa, la alegría de su madre sería mayor cuando llegara y le contara sobre la fecha adelantada, el éxito y el flamante diploma.

— Tenía tantas ganas de verte! Pero podemos esperar un poco más, hijito, ya falta menos para que vuelvas y para que te respeten en el pueblo…no como a mí que… yo siempre trabajando…sola, tan sola…

 Antes de despedirse Eduardo supo que llegaría la historia, esa historia que había escuchado infinitas veces, la historia antigua de aquella única noche, la del hombre extraño con sus cabellos claros, los chiquitos ojos celestes, el hablar raro y el pequeño tatuaje en el cuello. Ese hombre que la había ilusionado y que se había marchado para nunca regresar, el mismo que desapareciera después de aquella noche perdida.

Empezó a recorrer el pueblito en penumbras observándolo con ojos ajenos, ojos sin recuerdos, ojos que lo reconocieron chato y oscuro, estancado, pueblo olvidado.

Imaginó la alegría de su madre al verlo llegar, al revelarle que ya se había diplomado y que se quedaría a vivir en el pueblo. Sabía que volvería a escuchar la historia repetida y casi pudo ver al hombre foráneo que había estado junto a ella solo lo suficiente para engendrarlo y abandonarla para siempre, seduciendo (sin demasiado esfuerzo) a la muchacha que limpiaba en la pensión. Todo tan vulgar, tan común, tan de siempre. A pesar de los ruegos sin dios de Luciana, el hijo había nacido oscuro como ella, como para no recrear la burla del extranjero con su decir extraño, el pelo claro, la chispa celeste de sus ojos engañosos y la diminuta marca en su cuello.

Eduardo caminaba en esa tarde de neblina bajo el follaje demorado de otoño, bajo esos árboles esfumados que jugaban a ocultar las luces de la calle. A su derecha, el largo paredón cubierto de hiedra y adornado con gotas panzudas de humedad. 

“Mamá estará pensando…casi puedo oírla. ¿Cuántas veces ha contado lo mismo? Cuántas veces me ha dicho: Lo único que no me gustaba era el dibujito de la serpiente azul que tenía en el cuello pero… ¡Era tan lindo! Hablaba raro, se le entendía poco, querido, pero era tan lindo! Tan alto, tan rubio, con unos ojos chiquitos de color celeste, se reía mucho y me decía cosas lindas. ¿Sabés, Eduardito? nadie me había dicho nunca esas cosas. Pobre Mamá con sus palabras vulgares, palabras y hechos propios de una telenovela barata con las vicisitudes previsibles. Ahora puedo escucharla menos, solo retazos de la historia de siempre: rubio… ojos celestes…serpiente azul…. cosas lindas… ¿Y si inventara un ritual para el regreso? Acariciar las hojas, cuatro pasos y una presión…

El brillo húmedo del paredón a su derecha con su acolchado de hojas mojadas invitó a Eduardo a pasar la mano, un largo roce mientras caminaba cuatro pasos y luego una presión hasta encontrar el fondo duro de la pared invisible; un deslizar y una presión… un deslizar y una presión… De pronto, la palma de la mano se hizo blanda en el hueco repentino y todo el cuerpo de Eduardo se hundió en un pasadizo oscuro, trastabillando, hasta llegar a una enceguecedora planicie que relumbraba bajo un sol de mediodía.

La luz le causó aprehensión, Eduardo se volvió buscando esa puerta con neblina y hojas de hiedra pero vio que solo lo rodeaba el prado casi amarillo a fuerza de verdor y descubrió, a la distancia, el destello de un retazo de agua. Observó los pequeños montículos en la orilla, algunas piedras, la figura del hombre sentado de espaldas y el hilo de humo del cigarrillo adivinado. Avanzó despacio y se detuvo a su lado, le pareció reconocer la espalda abrazada por la camisa a cuadros y los mechones descoloridos del cabello rubio escapando bajo su gorra de estilo inglés, una gorra con el broche de la visera desprendido simulando el aspecto de un ladrón de historieta.

Un breve saludo y la sonrisa del hombre que lo invitó a sentarse con un gesto. Las palabras parecieron chasquear dentro de su boca al decir con acento extraño:

  • Lindo día, no? ¿Paseando?
  •  No, paseando no. Ni siquiera sé cómo he llegado a este lugar…

—A mí me pasa lo mismo, tampoco sé que hago en este pueblito aunque ha sido bueno para esconderme; no hay nada que me guste, por suerte me voy mañana y no pienso volver nunca pero…

Eduardo, que siempre había sido hábil con las palabras, permaneció callado mientras el otro, al que parecía difícil pronunciarlas, continuó en una confidencia espontánea.

 —Nunca me gustó este pueblo, algún trabajo aquí y allá pero no tengo un solo amigo, solo éste es mi compañero– dijo girando su mano y enfrentando la brasa del cigarrillo barato–.

El hombre miró a Eduardo, de pie a su lado, y sonrió con una mueca burlona y divertida. Levantó sus brazos, se quitó la gorra, alisó su pelo claro y desprolijo y al volver a colocarla dejó ver en su cuello el pequeño tatuaje de una serpiente azul. 

  • Sí, mañana me voy pero esta noche tengo que hacerle un favor a alguien, ella me espera…

—Ah, una mujer, una novia…—dijo Eduardo por decir algo–.

El hombre sonrió con una mueca burlona, aplastó el cigarrillo en el suelo e inmediatamente sacó otro del bolsillo de la camisa. Eduardo miró como lo encendía haciendo una pequeña cueva con los dedos de la mano izquierda, protegiéndolo de una brisa que no existía.

— Siéntese hombre, siéntese y le cuento.

Eduardo se sentó a su lado y dándole pie para que continuara la historia solo repitió:

  • Así que esta noche tiene que ver a una mujer o una novia…

La carcajada repentina y el gesto en su cara reveló el desprecio y la malicia.

  • ¡No diga eso! Si algún día tengo una novia va a ser linda, no como esta mujer  que apenas sabe hablar, que se cree todo lo que le digo y que solo me mira con ojos de enamorada. ¿Sabe? tiene las manos ásperas, la piel oscura y parece tonta mirándome con sus ojos achinados.

¡Que no siga hablando así!—se dijo Eduardo mientras sentía la ira subiendo por las piernas hasta acorazar su pecho–. Se incorporó de golpe y le escuchó decir:

  • Por eso le digo que tengo que hacer un favor esta noche. Es tan desagradable, creo que nunca la ha mirado ningún hombre. Y mañana me voy…

¡Que no siga hablando! –se repitió Eduardo con furia–.

Mientras el otro continuaba riendo con desprecio, Eduardo tomó una piedra, levantó el brazo y con todas sus fuerzas…Sintió el crujido en el lugar exacto en que el rojo se derramaba entre el cabello claro.

Allá, en la cocina, abatida, Luciana Gómez continuó mordisqueando su soledad y esos bizcochitos con grasa que tanto le gustaban a ese hijo que no pudo ser.

Biografía

Rosa Gelsomino Boetti nació en Bragado, provincia de Buenos Aires. Es coordinadora y fundadora del Taller de escritura creativa “La Cofradía Azul”. Cuenta con tres libros de cuentos: “El alquimista de papel”, “Los rincones del círculo” y “Trampas en el sur” y dos novelas: “La vida distrae” y “Perturbio”, esta última iniciadora de una trilogía. Actualmente trabaja en su volumen de cuentos: “Extraños motivos para matar”.
Los que leyeron este relato, opinaron...

Desconcertante

Me gustó e impactó la lectura de este cuento. Con un estilo simple la historia desconcierta al no poder encontrar respuestas lógicas y previsibles a los hechos narrados. Muy bueno!

Claudia