Cuento antologado en la Edición Especial del Concurso de Narrativa de Fundación La Balandra

Aguas negras

La noche fue larga. Las veces que salí al patio a fumar, ahí estaba. Radiante, flotaba en el cielo, se movía como las boyas cuando las sardinas juegan con la carnada. Cada vez que le daba una pitada profunda al pucho, parecía como que se hinchaba y brillaba más, a la par de la brasa. ¿Ves esa estrella qué brilla allá?  Ahí está tu papá, ahora te cuida desde allá arriba, me dijo la tía la primera noche que dormí en su casa. Sostuve esa fantasía por un tiempo; o la fantasía me sostuvo, era lo más cercano a Dios que tenía. Pero, con el tiempo, se me volvió un castigo. Mi viejo es como una mirada enorme que no me deja en paz.

Toda la noche al pedo, mirando tele, y cuando estoy por irme, me asignan una búsqueda. Cómo me rompe las bolas. Encima las boludeces se las dan siempre a Bianchi, y a mí lo más pesado. Más de veintidós horas de guardia encima, la mitad que le falta a esta botella es lo que me mantiene despierto. Falcón me llama desde su escritorio, llegó el primer informe. Como si fuera poco, tengo que ir a la ciudad. Un masculino se tiró del puente de Arregui. Es la primera vez que me toca ir ahí. No me la esperaba. Me quedo al lado de Falcón esperando más detalles. Tranquilo, chango, me dice. Es un tirón hasta el mediodía, nomás. Después te mando un relevo y te venís en el colectivo de la una y media. Pienso en mis primos, saben ir a pescar ahí. También en Rosales, aunque ni siquiera sé si está vivo. La computadora hace un pitido, llega el segundo informe. Es un pibe de dieciocho años, de apellido Somoza. Hay dos fotos. También un video de la cámara de seguridad que captó el momento en que el pibe se tiró al Salado. En una hora y media, la oficial Olmos, a cargo del operativo, me espera en el lugar.

Salgo a fumar un cigarro. Ya está clareando. La mejor hora para tirar las líneas al agua. ¡Qué manera de pescar en el puente de Arregui! Me quedé pensando en los primos, en la tía, en la ciudad… hace tanto que no voy. Agarro el celular y le escribo. Tía, ¿cómo estás? Estoy saliendo para allá, a trabajar. Me quedo mirando el teléfono hasta asegurarme que el mensaje le llegue. Me responde enseguida. ¡Chuni! Qué lindo que vengas, hace tanto que no te veo. Cuando termines venite a comer a casa a la hora que sea. Miro al cielo, ya no se ve, pero está ahí. Lo siento. Vuelvo al escritorio, meto mis cosas en la mochila y le aviso a Lencina que prepare el móvil.

Lencina es un peligro, tardamos menos de una hora en llegar a la estación de servicio de La Agraria. Manejar el patrullero lo vuelve impune. En al cruce con la 65 prende la sirena, pasa el semáforo en rojo y dobla por la circunvalación haciendo chillar las cubiertas, como si viniéramos en medio de una persecución. Me mira y se ríe, buscando una complicidad que nunca tuvimos. Miro hacia el canal y retrocedo en el tiempo. Papá y Rosales pescando a la orilla del canal, la cajita de Resero envuelta en papel de diario, el Cusifai echado al lado, tirándole tarascones a las pulgas. Papá con la cantimplora colgando del cuello. Rosales y el pucho apretado en la boca. Los ojos siempre brillosos. Siento como si no me hubiera ido nunca. Es un nudo indescifrable el arraigo. Me recibe la oficial Olmos junto a una mujer que tiene la cara hinchada de llorar. Se lo suplico, me dice con la voz hueca, y me agarra del brazo. La miro de frente, sus ojos ya lo saben. Olmos me aparta unos metros, hacia la orilla. Tiene aliento fuerte oficial, me dice entre dientes. Tome, vaya mirando esto. Me aplasta una carpeta contra el pecho. Giro y me pongo la mano delante de la boca para corroborarlo, pero no siento nada. Olmos va hasta su auto y regresa con un paquete de pastillas. Gracias oficial, le digo. Asiente con la cabeza, sin mover un músculo de su cara de orto, y vuelve hacia donde está la madre del pibe.

Ezequiel Somoza. En la carpeta hay una carta que encontró su hermana, un supuesto pacto suicida con la novia. La vida es muy corta para nuestro amor… No hay un final escrito para nuestra historia, ni aquí ni en el más allá… Aún en la muerte, cuando todos lloren, nuestras almas bailarán felices. También hay una declaración, en la que la novia jura que no existió tal pacto, que todo era un juego, jamás pensó que él hablaba en serio. La noche anterior habían discutido y él se había puesto muy violento. Hay un lado del amor que tiene filo. Una herida de amor no suele ser mortal. Pero todo lo que se mete por la herida, eso sí mata. Lo que no se ve. Como toda la muerte que esconde este río. Lo mortal no es el velo turbio y espeso que vemos desde acá arriba. Lo letal es el alma del río. Cada tanto, alguien se viene a morir acá. Al puente de Arregui, una de las puertas al infierno.

Es un puente maldito, contaba Rosales. Papá se cagaba de risa. Deja de macanearle al chico. ¿Querés? Vos también Chuni, te crees todo, me decía. Por suerte Rosales no le daba bolilla y seguía. Parece ser que los campos de Arregui ocupaban desde acá hasta la ruta siete vieja. Era un viejo millonario al que nunca se le conoció parentela. Así como le gustaban los negocios y la plata, le gustaba la timba. Se jugaba hasta las muelas. Toda se la jugó. Y eso que tenía una pelota de guita, decía Rosales y dibujaba un gran círculo en el aire con los brazos. Quedó en la lona. Se pegó un corchazo en la sien, según Rosales. Pero antes hizo no sé qué bodrio con una vieja bruja del Campo La Cruz, y dejó maldito todo el lugar. Yo tampoco le creía una mierda a Rosales, pero me gustaba cómo contaba las cosas. Los ademanes, los silencios, los distintos tonos de voz que hacía. Papá chasqueaba la lengua y movía la cabeza, desconfiado, pero igual miraba de reojo y escuchaba con atención.

Llega el móvil con la lancha de rescate. La madre del pibe está en el puente junto a otras tres mujeres. Sentadas en ronda, en el piso; rezan. La mujer sostiene una foto y un rosario en la mano. Creo en el espíritu santo, la santa iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna… Cuando paso por allí la mujer me mira con sus ojos vacíos. Le tiendo la mano, se sujeta y se pone de pie. Le cuesta. Una mujer joven en un cuerpo veinte años mayor. Como sea, pero tráigamelo, ruega. No está así, me dice mostrándome la foto, tiene la cabeza rapada porque cumplió dieciocho la semana pasada. Le digo que se quede tranquila que lo voy a tener en cuenta cuando esté abajo. Sin soltarme la mano, afloja las rodillas y se deja caer al piso, sentada sobre sus piernas. Entonces retoman. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.

Me apoyo en la baranda del puente y miro el río. La oficial Olmos me llama desde la orilla, junto a la lancha. Miro más allá y veo la punta que se forma en la orilla antes de que el río doble hacia la derecha. La península de Rosales, le decíamos. Dejábamos la chata del otro lado del puente y caminábamos hasta allá. Bien temprano. Antes de que se levantara la bruma ya estaban las boyas flotando. Papá y Rosales, metidos en el río. Yo todavía pescaba en la orilla. Me tenía que ocupar de todo. Cortar el chorizo seco, el queso, preparar el Gancia, prender el fuego, salar la carne. Ellos venían cada tanto a recargar la cantimplora, a buscar carnada o cuando papá quería fumar. Yo llevaba siempre los cigarros de papá y los fósforos en mi bolsillo, desde el día que a papá se le cayeron los puchos y los fósforos al agua y se puso como loco. Me mandaron caminando hasta el pueblo a comprar un atado de Jockey rojo, porque no le gustaban los Saratoga que fumaba Rosales. Desde entonces me aseguré de tenerlos encima y prenderlos cuando papá quería fumar. Yo no fumaba, era chico. Solo se los prendía. ¡Oficial! ¿Va a venir o qué?, reclama Olmos. Camino hacia la lancha. Reviso los bolsillos y me doy cuenta que dejé todo en la mochila, en el asiento de atrás del móvil. Le pregunto a Olmos por Lencina. Me dice que fue hasta la fiscalía a hacer no sé qué mierda. Vamos, oficial, no vinimos de picnic, insiste Olmos. Le respondo que no. Tengo mi mochila con mis cosas en el móvil, y la necesito. Olmos arruga la frente, recalca su cara de orto, va hasta la radio y le habla a Lencina para que regrese.

Ya no se puede llegar a la península de Rosales. El río está crecido y se inundaron los caminos. Antes era un lugar habitual para los pescadores. Unos cuatrocientos metros a pie, desde el puente. Las botas se enterraban en el barro, se ponían pesadas, pero llegábamos. Los matungos que sacábamos valían la caminata y las puteadas del viejo. Una mañana papá me pidió que le prenda un cigarro y le dije que no, que los había dejado en la chata. Que vaya a buscarlos si quería fumar. Yo estaba enculado porque ya era grande y quería meterme adentro con ellos, dejar de pescar desde la orilla. Se me vino encima como para fajarme. Rosales tiró la caña y lo agarró del chaleco. ¡Pará, mierda! Le gritó. Cerré los ojos esperando el sopapo. Pero no. Abrí y ahí estaban. Abrazados. Llorando. En pedo. Dame una de esas basuras que fumas vos, a ver. Esa fue la mejor frase que encontró para pedirle un cigarro a su amigo. Qué hijo de puta que sos, Rosales, fumar esas mugres… a ver. Así le pidió el segundo. No hubo tercero; dejó la caña, mandó a cagar a Rosales, a los soretes que fumaba y salió caminando para la chata. Ni me miró cuando pasó a mi lado.

La camioneta había quedado estacionada en la bajada del otro lado, cruzando el puente. Caminaba en zig zag. Habían arrancado a chupar temprano. Rosales se acercó hasta la orilla y me pidió que le ayudara a encarnar porque le temblaban las manos. Agarré un panzón de la bolsa y lo atravesé por el espinazo, como me enseñaron. Cuando me agaché para agarrar otro, lo vi a mi viejo apoyado en la baranda del puente. Haceme el favor, tira vos pibe, me pidió Rosales. La cara que habré puesto, que por única vez vi a Rosales con los ojos felices. Mi primer tiro con reel. La caña era gigante. Balanceaba la línea para darle envión y la puntera se me enredaba entre los yuyos. Estirá más los brazos, me aconsejaba Rosales. La plomada era un péndulo hipnótico. Hasta que solté la tanza y la dejé correr. Seguí con la mirada el trazo imaginario que dibujaba en el aire la pejerreycera lanzada al río. De reojo vi caer algo desde el puente. El estruendo fue profundo. Rosales me agarró fuerte del hombro. ¡Nene! Me dijo. Lo miré. Sus ojos tristes vieron algo que yo no vi. En el puente, donde antes estaba papá, había un hueco, transparente. En el río, otro hueco, un borbotón oscuro, espeso. No sé si papá, desde el puente, me habrá visto tirar. Si me miró por última vez antes de irse. O si estaba alucinando quién sabe qué. Muchos años pasé anclado a ese momento. Hasta que un día le di forma a mi propio recuerdo. Mi viejo fumando el pucho, embobado por el vaivén de la plomada que se balanceaba. Los cachetes colorados, la sonrisa borracha. La plomada que sale impulsada más por el entusiasmo que por la flacura de mis brazos; mi viejo, orgulloso, siguiéndola en pleno vuelo, una parábola sin fin.

Tome, acá tiene. Sobre la lancha, la oficial Olmos me aplasta la mochila contra el pecho y me da las coordenadas para iniciar la búsqueda. No hace falta, le digo. Conozco este río como la palma de mis manos. Sonríe a medias, no me tiene confianza. Le muestro las manos con los guantes puestos. Termina de sonreír. La tía decía que mis manos y las de mi viejo parecían calcadas. La mano grande, los dedos largos, los pliegues profundos. Relájese, Olmos. Se muy bien lo que hago, le digo. Reviso el traje. Los tubos. Los cordones y los cierres. Meto la mano en la mochila. Para algunos la valentía viene destilada y en una petaca. Le doy dos tragos largos y vuelvo a guardarla. Cuando salga la invito a almorzar, le digo a Olmos. Sonríe y mira para otro lado. Me pongo la escafandra, la aseguro y me tiro al agua. El oxígeno fluye con normalidad. Solo escucho los quejidos de mi respiración, amplificados. Me asomo, levanto el pulgar para indicarle a Olmos que todo está bien, y vuelvo a hundirme. Hay días, como hoy, en que me siento más seguro en la oscuridad profunda que en la superficie. Me entrenaron para ser ciego, confío más en la oscuridad que en la luz. Los artificios de la luz y de la mente suelen ser un juego peligroso.

Suelto el aire y me dejo caer hasta dar con el alambrado que atraviesa el río como una espina dorsal. El alambrado que dividía los campos de Arregui. Me muevo despacio, guiándome por el alambre. Busco con los pies. No hay nada abajo. Vuelvo a soltar oxígeno; me hundo más. No debo estar muy lejos del túnel de desagüe que sale para el lado de La Oriental. Hay una correntada lenta, muy por debajo, que te arrastra hacia el túnel. Muchos cuerpos aparecieron ahí, atrapados entre la basura. Puede haber cualquier cosa. Animales muertos, cuadros de motos, bicicletas, partes de autos. Una trampa mortal. Si el pibe se tiró del puente es muy probable que haya quedado atrapado ahí. Doy con el fondo, me dejo llevar. Como un cortejo fúnebre, la corriente me guía con resignación hacia el túnel.

Me topo con lo que parece ser una montaña de chatarras. Las rodeo, muevo las que puedo. Hago lugar para meter un brazo y busco entre los fierros. No llego a tocar nada. Me muevo un poco más y reconozco el contorno del caño de cemento, la entrada al desagüe. La alarma indica que debería salir a flote. Me meto, está lleno de bolsas, o de algas, o de quien sabe qué cosa muerta. Tanteó con cuidado lo que parece ser una maraña de alambres y maderas podridas, o algo así. Encuentro un hueco. Toco. Adivino un brazo que se me escabulle. Hay muchos alambres. Sigo tanteando. La alarma insiste, debo salir a flote. Pienso en la mujer, en el dolor de no tener el cuerpo para velarlo. Es desolador venir a llorarle a un río. Vuelvo a tocar el brazo. Lo agarro y tiro con fuerza, parece atorado. Se me resbala. Lo agarro de la mano. Una mano grande, con dedos largos y pliegues profundos que entrelaza mis dedos y me agarra con fuerza. Con mi otra mano tanteo mi ropa. Me aseguro de haber traído, debajo del traje impermeable, el paquete de Jockey y los fósforos. Entonces me aferro, con todas mis fuerzas. Para siempre.

Biografía

Santiago Lazarte nació en Junín. Es músico, compositor, escritor. Desde 2017 asiste a los talleres de escritura dictados por María Silvia Biancardi. En 2018 publicó su primer cuento, Non Santo, en la Antología Regional de Editorial Rama Negra. También en 2018 publicó el cuento Sayani iluminada por el sol, en la Antología Colección 90° aniversario de la Sociedad Argentina de Escritores. En 2019 publicó El cieguito volador, en la antología de cuentos Cuatro bodas y un funeral, de Editorial Rama Negra. En 2020 obtuvo el tercer puesto en el concurso Cuentos en Pandemia, organizado por el Frente de Todos de la ciudad de Junín, con el cuento Cagao en las patas. En 2023 publicó Allegro con foco, en la antología de cuentos “Furia de Pampa”, de Editorial Rama Negra.
Los que leyeron este relato, opinaron...

Excelente

Llegué a este cuento por recomendación de un alumno de mi taller que lo leyó aleatoriamente. Me encantó, el ritmo, el tono, el tema, los escenario, la unidad de tensión. Con permiso del autor lo voy a dar a leer a mis alumnos para comentarlo en contexto de taller de escritura.

natalia