Era un hilo que se arrastraba sobre las piedras. Un hilo cristalino.
El sediento se abalanzó sobre él. Pero, el agua desapareció instantáneamente. Como si se hubiera evaporado. El sediento miró con ira el pedregal.
Al rato, un niño le alcanzó un cántaro con agua fresca. La bebió con fruición. Y luego le pareció ver que el pequeño se escabullía entre las piedras como un fantasma. ¿Un ángel?, se preguntó.
Y al instante el agua volvió a brotar. Sin duda, es mi día de suerte, balbuceó, antes de caer exhausto.
A su alrededor, ardía el desierto.