El olor se me pega a la piel, a la ropa. Encierro y desinfectante. También algo más crudo: sudor rancio, secreciones atrapadas en las sábanas.
Todo queda suspendido en el aire denso de la habitación. Tiro el pañal y cierro la bolsa con un nudo doble, como si eso pudiera contener algo más que la basura. No miro demasiado. No quiero pensar.
El cuarto está limpio otra vez, pero la sensación persiste. Mamá abre los ojos, me mira confundida. Su expresión cambia apenas antes de volver a cerrarlos. Me siento en el borde de la cama y le acomodo el pelo.
—Mamá, es hora de la pastilla —digo, suave.
—Jorge o nada —dice caprichosa.
La pastilla sigue en mi mano, húmeda por el sudor de los dedos.
—Mamá —mi voz es un susurro, más para mí que para ella—, tenés que tomarla.
No me escucha. No quiere nada. Solo nombra a papá. A Jorge. Me pregunto si la paciencia tiene un límite. Si ya crucé esa línea sin darme cuenta.
Respiro hondo. Otra vez. ¿Cuántas veces viví esta escena? ¿Cuántas más?
Al principio fue un caos. Ricardo me llamaba desesperado: No para de gritar. No sé qué hacer. ¿Podés venir? Al llegar, la encontraba forzando la cerradura con un destornillador, o tirada en el piso, incapaz de levantarse. Después de que intentó saltar por la ventana y se fracturó el tobillo, pasé algunas noches en su casa; ya no podía seguir ignorando lo que sucedía. Cuando empezó a perderse dentro de su propio cuarto o a olvidar dónde guardaba la comida, supe que debía mudarme. Ricardo decía que no era para tanto. Yo sabía que sí.
Pasaron tres meses desde entonces. Ahora las crisis son menos ruidosas, pero no menos pesadas.
Salgo del dormitorio. Afuera se respira más liviano. Ricardo está en la cocina con el maldito teléfono. ¿Qué se puede esperar?
—No la quiere —las palabras caen sin fuerza—. Dice que si no viene papá, no la toma.
Él suspira. Conozco esa reacción de memoria. Es su manera de esquivar el tema.
—Ya lo sabemos —dice al fin.
¿Eso es todo? ¿Es lo único que tiene para decir? Me dejo caer en la silla.
—A vos te da igual —mi tono suena a sentencia más que a pregunta.
—Sabés que no.
No. No lo sé. Nunca lo supe. Ni si le importa ni si alguna vez le importó. Si alguna vez compartimos algo más que los genes. Dos personas orbitando la misma tristeza, cada una por su lado.
La primera discusión por mamá fue hace años, cuando recién empezaba a olvidarse de apagar las hornallas o de llevar el DNI al banco. Ricardo decía que exageraba. No la trates como a una nena, me repetía, aferrado a la idea de que admitir el deterioro era aceptar la incomodidad que vendría después. Desde entonces supe que las decisiones recaerían sobre mí, aunque él viviera con ella.
Ahora, en esta casa llena de ecos, pienso que nuestras discusiones nunca se resolvieron. Están ahí, flotando entre el olor rancio y el balbuceo de mamá desde el dormitorio.
—Nunca quisiste escucharme —digo mientras reviso los frascos de pastillas sobre la mesada.
—No empecemos otra vez —responde.
Está parado junto a la ventana, con los brazos cruzados, mirando hacia la calle.
—No estoy empezando nada. Solo digo que podríamos haberlo manejado mejor. Juntos.
Mi hermano suelta una risa seca.
—Claro. Porque vos siempre supiste cómo manejar todo, ¿no? Desde lejos es fácil opinar.
—No es justo —digo, aunque sé que hay algo de verdad en su acusación.
No tiene sentido discutir. Me concentro en los frascos, tratando de identificar cuál de las pastillas es la que mamá no quiere tomar.
Ricardo enciende un cigarrillo. Abre la puerta y sale al patio. Yo miro el techo. Mientras sus pasos lo llevan por el jardín descuidado, mis pensamientos divagan hacia la casa, que parece seguir el mismo destino de su dueña: sillas desgastadas, manchas en las paredes, una mesa astillada que nadie repara. En el pasillo, la pintura descascarada se acumula sobre el piso. Él no parece notarlo. Pasa junto a una planta seca, que alguna vez mamá cuidó con esmero: sus manos en la tierra, los injertos, las campanitas de aluminio para las hormigas. Todo eso se perdió hace tiempo. Ahora, el jardín se rinde, como ella.
El desgaste no es solo de la casa. Está en el cuerpo. Noches en vela, contracturas que no se deshacen. Ricardo también fuma más que antes. Los que fuimos estamos quebrados.
La puerta entreabierta del cuarto de mamá, deja pasar el sonido de su respiración fatigosa. Me acerco en puntas de pie. Sus ojos me encuentran de golpe. Por un instante, son claros.
—¿Estás bien, hija? —pregunta con una nitidez que no esperaba.
Hace años que no me miraba así. Me arrodillo junto a la cama.
—Estoy bien, mamá. Vos descansá.
Asiente, no cierra los ojos. Su mano busca la mía, frágil, ligera.
—Es todo tan difícil, ahora, ¿no? —dice.
No sé qué contestar. Su lucidez momentánea duele más que su olvido.
Busco toallas, una jarra con agua tibia, jabón y cremas. Paso por la ventana y vuelvo a mirar a mi hermano. Camina de un lado a otro, revisa su teléfono, pisa hojas secas. Desde donde estoy, puedo oír el crujido. Me detengo un segundo, apenas un respiro que no dilata lo inevitable.
El vapor llena el cuarto. Mamá tiembla en mis brazos mientras la sostengo. Esos momentos son duros. No es el agua que salpica ni el olor, sino
entrar en el cuerpo de la madre, ese templo, y la certeza de su fragilidad.
Le hablo mientras la seco. Ella no responde, a veces sonríe. Le pongo el camisón limpio y le aliso el pelo mojado con los dedos. Ya no protesto cuando me llama Marta, la enfermera que venía antes, o incluso Dolores, una amiga suya de la infancia. No importa quién crea que soy. Me importa que, en su mundo desmoronado, haya un lugar para la calma.
En las primeras recaídas de mamá, con mi hermano nos sentábamos a mirar álbumes de fotos. En una, él aparece en bicicleta: papá parado a un costado, con una mano en el asiento, la otra lista para evitar el golpe. Ricardo reía, había algo de desafío en esa risa. Papá le gritaba: “Despacio, pibe, que todavía no estás listo”. Y él se soltaba igual.
Esos episodios nunca terminaban bien. Mamá lo llevaba adentro llorando, con las rodillas lastimadas, mientras papá insistía que tenía que ser más firme con nosotros. Después salía al patio, encendía un cigarrillo y el humo se le enredaba entre los dedos.
Estiro las sábanas en los bordes y pongo perfume en las muñecas de mamá.
—Estás preciosa —le susurro al oído.
—¿Llegó Jorge? —pregunta antes de cerrar los ojos.
El nombre queda suspendido. Jorge. Lo pronuncia con la esperanza de que papá vuelva. Después de su muerte, dejó de mencionarlo. El olvido parecía más soportable que la ausencia. Pero la enfermedad lo trajo de nuevo. Ahora lo nombra, segura de que Jorge puede devolverle aquellos días en que todo tenía sentido.
Junto la ropa sucia y la llevo al lavadero. Afuera, Ricardo está sentado en la banqueta donde papá solía arreglar herramientas. La postura es idéntica. Apaga el cigarrillo contra una maceta y deja una marca más en ese mural abstracto hecho de descuidos.
Salgo al patio. Él se voltea al escucharme.
—¿Te acordás cómo se peleaban con papá?
—¿A qué viene eso?
—Recién te miraba y me hiciste acordar a él.
—Dejame de joder.
No dice nada más, aunque sé que se acuerda. De cómo mamá le ponía paños fríos en la frente después de una pelea en la escuela, mientras papá decía que no era para tanto. Mi hermano ya no llora, sin embargo, algo en su expresión lo delata. Ahora es él quien carga con el peso de ser el adulto que mamá llama Jorge.
El médico está por llegar. Apoyo la espalda contra la mesada mientras Ricardo lava los platos. Friega un vaso con tanta fuerza que parece querer hacerlo desaparecer.
—Qué situación de mierda —dice y el vaso rechina bajo la esponja.
Trago saliva.
—Y sí, con papá fue diferente.
—No rompas con eso —el golpe del vaso contra la bacha me hace retroceder. Lo deja en el escurridor y aprieta la rejilla entre las manos. Su mirada se clava en los azulejos verdes—. ¿Siempre tenés que nombrarlo?
El calor me sube por el cuello. Contemplo su espalda, rígida, el movimiento leve de los hombros cuando respira. Quiero gritarle que no se atreva a decirme que no lo nombre si ni siquiera estuvo en el hospital aquel día. No me animo. Me doy vuelta, abro un cajón, saco un cuchillo, cualquier cosa para ocupar las manos. Ricardo se vuelve hacia mí:
—Yo no quiero que la internen. ¿Vos qué opinás?
No sé si es una pregunta honesta o si lo dice para ver qué respondo. El cuchillo pesa más de lo que debería. Lo vuelvo a guardar.
—No lo sé —digo y es verdad. No lo sé.
Ricardo ríe sin ganas, una risa seca que se quiebra antes de formarse.
—Claro que lo sabés. Siempre se hizo y se deshizo a tu antojo. No sé, no sé, dale. Conmigo, no.
Otra vez ese tono, esa forma de hacerme responsable.
—Y vos, ¿qué? ¿Qué hacés vos, además de atacarme? —me paso los dedos por el cuello—. ¿Por qué tenés que complicar las cosas?
—¿Yo? —niega con la cabeza.
—No podés ignorar lo que pasa y esperar que se arregle solo.
—Es que no es tan simple como lo querés ver —dice Ricardo, con esa voz que usa cuando no tiene ni la menor idea de cómo terminar la frase.
Siempre igual. Habla por inercia, junta palabras al azar para justificar lo que sea. En un segundo pensé que si rompiera algo —un plato, un vaso, su argumento vacío— me sentiría mejor. Pero, no.
Me doy vuelta antes de decir algo más. Salgo al patio. Necesito respirar.
El aire está tibio. Una brisa mueve las hojas del limonero. El árbol sigue en pie, verde y terco, a pesar del desgaste. El olor cítrico me despeja por un momento.
Escucho el arrastre de los pasos de mi hermano en la galería. Se detiene detrás de mí.
—No te ataco, en serio. Perdón.
—Lo hacés todo el tiempo.
—Es que estoy cansado, ¿entendés? Esto me supera.
Me gustaría decirle que yo también lo estoy. Que llevo días sin dormir, que me duele el cuerpo, que cada vez que mamá menciona el nombre de papá, siento que el pasado me aplasta: las discusiones, las ausencias, el silencio. No lo digo. ¿Para qué? Él no va a escucharme. Nunca lo hace.
—Nadie nos preparó para esto —continúa Ricardo.
Nos quedamos ahí, en el patio.
Él en un rincón.
Yo en otro.
El abismo entre nosotros parece insalvable.
Vuelvo a entrar.
La pastilla sigue sobre la mesa.
El timbre suena.
Es el doctor.
Abro la puerta. El médico levanta las cejas, parece agotado. No hay saludo, apenas un leve asentimiento. Nuestra casa es solo una estación más en su recorrido interminable. Lleva el ambo arrugado, y pienso en lo poco que se parece a los doctores de las películas. Va directo al cuarto de mamá.
Mi hermano sigue afuera. Lo llamo. Se acerca sin apuro, sin ganas.
Diez, quince minutos. Quizás más. Cuando el doctor regresa, su cara sigue impasible.
—Deberían pensar en alguna residencia para adultos.
El golpe es seco, sin matices. Ricardo no oculta su desconcierto.
—No vamos a hacerlo —dice. La voz le tiembla.
El médico se queda en silencio. Tampoco yo digo nada. Estamos atrapados en este diálogo circular que se repite.
—Doctor, ¿cuánto tiempo le parece…? —pregunta mi hermano.
La respuesta llega con esa calma mecánica que me exaspera, la que seguramente lleva a todas las casas que visita.
—Esto es largo, Ricardo. Requiere paciencia —dice y su mirada pesa sobre mí.
—Su mamá es una paciente de riesgo. Necesita cuidado.
—¿Y cómo hacemos con las enfermeras? —lo interrumpe Ricardo—. Es un lío.
Cierro los ojos. Nunca sabe callarse cuando hace falta. Pero él no entiende. Sigue, insiste. Siempre insiste.
El médico suspira. Le entrega las recetas a mi hermano, que las recibe con dedos torpes, esforzándose por descifrarlas.
Dejo de prestar atención. Miro por la ventana. Los rosales, recortados y marchitos, son apenas tallos. La tierra está reseca. Pienso en mamá cortando una rosa, quitándole las espinas. Todo ese cuidado, y ahora, ¿qué nos queda?
—Paciencia, Ricardo —repite el doctor—. Necesitan compromiso, serenidad. Lo demás lo veremos con el tiempo.
El apretón de manos es breve, funcional, como todo lo que hace. Cierro la puerta y me quedo unos segundos en el marco. El vacío se cuela en el aire.
Cuando vuelvo al comedor, Ricardo está sentado, con las recetas extendidas sobre la mesa. Las mira sin entenderlas, pero no las suelta.
—¿Te das cuenta qué nos sugirió? —digo.
—Lo mismo de siempre. Que seamos pacientes.
—Claro, porque vos sos el rey de la paciencia.
Mi tono es más cortante de lo que pretendía. Mi hermano levanta los ojos y sé que viene algo. El gesto que hace al pasarse la mano por la cara me lo confirma.
—No me salgas con eso. Siempre soy yo el que no hace suficiente, ¿no?
—No dije eso.
—No lo decís, pero lo pensás. Lo sé. Pareciera que sos la única que sabe lo que mamá necesita.
Me cruzo de brazos y no contengo las palabras que se agolpan.
—¿Qué debería hacer? ¿Esperar a que vos tengas tiempo de atenderla?
—No se trata de tiempo. Nunca se trató de eso.
—Entonces, ¿de qué se trata, Ricardo?
Él se calla. El silencio es un arma que ambos conocemos bien. Aunque esta vez no lo dejo escapar.
—¿Te acordás cuando hablamos de traer a alguien para que nos ayudara? ¿De contratar a una enfermera de tiempo completo? ¿Qué dijiste? Que era un gasto innecesario. Que podíamos manejarlo entre los dos.
—Porque pensé que podíamos.
—¡No! Porque asumiste que yo iba a hacerme cargo. Como siempre.
Ricardo deja las recetas sobre la mesa con un golpe seco y se recuesta en la silla. Exhala fuerte, algo atrapado en su pecho.
—Vos decidiste quedarte más tiempo acá. Yo no te lo pedí.
Me doy cuenta de que nos gritamos.
—No pasa por quién hace más o menos —digo en un tono más conciliador—. Estamos solos en esto. Vos y yo nunca supimos cómo trabajar juntos. Ni de chicos, ni ahora.
Algo cambia en su mirada. Se desarma.
—Hacemos lo que podemos —dice al final, y no sé si me está hablando a mí o a sí mismo.
Me siento frente a la ventana, la luz del sol dibuja líneas doradas sobre el polvo acumulado en el vidrio. La calle sigue su curso. El tráfico va y viene, los autos pasan como sombras, sin que nada parezca haber cambiado desde que mamá comenzó a perderse en su propio cuerpo.
La radio, que siempre está encendida en la cocina, apenas se escucha. Hablan de paros, de manifestaciones. El mundo sigue girando. Afuera, la vida parece ajena, sin el peso que nos aplasta en esta casa.
El teléfono vibra. Una amiga pregunta por mamá, con la preocupación de no saber qué decir ni qué hacer. “Ojalá todo pase pronto”, me escribe. Nadie viene. Nadie aparece.
Miro a través del vidrio y ya no veo lo que solía ver. A veces me asusta lo tranquila que me siento mientras ella se apaga. ¿Estoy siendo cruel o es el cansancio? Cuidar hasta el final. ¿Sabemos lo que significa? El miedo me empuja a hacer las cosas sin detenerme a sentir lo que realmente pasa. Si me detengo, ¿qué queda? No puedo volver a ser la hija que fui. Ni puedo hacerla volver a ser la madre que fue.
Las horas pasan. Ricardo siempre con su calma tensa, parece creer que la paciencia lo resolverá todo. Y yo no dejo de repetirme una y otra vez que debo estar a la altura. ¿Y si no puedo? ¿Y si no soy capaz de hacer frente a todo esto sin perderme, también? Me vuelvo hacia mi hermano que está sentado en la otra punta de la mesa, la mirada más lejos que la mía. Con un gesto le indico la bandeja, la pastilla.
—Te toca —digo.
Se levanta sin ganas. Entra al cuarto. Escucho un quejido suave. Me acerco, pego la oreja a la puerta. Mamá lo llama Jorge. Le pide que se acueste con ella. ¿Le dice mi amor?
Ricardo sale de golpe, los ojos desorbitados.
—¿Qué pasó?
—Piensa que soy el viejo. Me llamó Jorge. Me pidió que la toque. Esto no va más.
Me muerdo la lengua en el intento de retener lo que quiero decir; sin embargo, las palabras se amontonan:
—Estamos solos. Papá ya no está. Vos no querés llevarla a un hogar y yo tampoco. Pero…
—No la voy a meter ahí. Que te quede claro —gruñe, su voz quebrada.
Por primera vez lo veo al límite.
Regreso a la cocina. Vuelvo con un té. Ricardo está en el sofá, mirando el techo, inmóvil. Apoyo la taza en la mesita. La voz de mamá se escucha desde el comedor. Al principio no distingo las palabras, hasta que la repetición las vuelve nítidas:
—Jorge, traé la leche.
Enseguida, la voz regresa, un poco más urgente.
—La leche, Jorge, que los chicos tienen que merendar.
Entro al cuarto. Mamá tiene las manos sobre la colcha, acaricia algo invisible. Los dedos hacen un vaivén delicado, desenredando un hilo que solo ella puede ver.
—Mamá, soy yo —digo sin que me reconozca.
—Se olvida de la leche —balbucea de nuevo.
Salgo y dejo la puerta entreabierta. Me siento frente a mi hermano.
—¿Te acordás cuando te caíste de la bicicleta y decías que te ibas a morir?
Ricardo sigue turbado, como si mis palabras no llegaran. Yo sigo.
Empiezo a buscar recuerdos, a unir pedazos de lo que fuimos. Le hablo de mamá, de cómo ponía a hervir hojas de eucalipto, del aroma a menta que se esparcía por todas partes porque decía que curaba la tos. El calor del vapor levantándose de la olla, ese olor que llenaba la casa y parecía envolvernos. Le hablo de papá, corriéndolo con la mano en alto, y él escondiéndose detrás de las piernas de mamá. Ella diciendo: “Basta, Jorge, dejame a mí”.
—Las tortas que hacía… —dice mi hermano.
—¿Por qué ahora le vamos a quitar la ilusión de volver a ver a papá? ¿Por qué, Ricardo?
Él, incrédulo, sacude la cabeza.
—¿Le vas a negar un beso, un abrazo? Pensá en cómo mamá siempre estaba para vos. Si te llama Jorge, sos Jorge. Es lo único que pide. Del resto me ocupo yo.
El recuerdo de las tortas me quema en la garganta, esas pequeñas cosas ya no pueden sostenernos.
El té se enfría, olvidado en la mesa. Ricardo es un hombre duro. Siempre lo fue. Me escucha. No sé si me entiende. Solo se queda ahí, hundido en el sillón, con los ojos clavados en el piso.
Desde el cuarto, se oye el murmullo. Mamá lo llama. A Jorge. A papá.
Ricardo se pone de pie, despacio. No me mira. Lo veo caminar hacia la habitación, decidido, con la impresión de que su vida se resumiera en este momento.
Con la voz rota, dice:
—Sí, ya voy, reina.